La crisis del Mercosur y del regionalismo latinoamericano – Por Federico Larsen

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La crisis que está viviendo hoy el bloque del Mercado Común del Sur (Mercosur), es representativa de la crisis más general que vive el regionalismo latinoamericano. Superada ya la etapa marcada por la construcción de nuevos organismos regionales con proyección política internacional (Celac, Alba, Petrocaribe, Alianza del Pacífico entre otros) la inestabilidad política y especialmente la incertidumbre de los grandes mercados financieros parecen orientar hoy los bloques subregionales hacia la inactividad y el vaciamiento. Una suerte de des-integración, que abre las puertas a nuevas formas de relación económicas, comerciales y sociales que ponen en riesgo varios de los derechos de los pueblos, y a la que el Mercosur no es ajeno.

Un Mercosur estancado

La suspensión de Venezuela del bloque, no es otra cosa que un capítulo más en la reconversión permanente que el Mercosur vive desde su nacimiento, al calor de los cambios políticos en el Cono Sur. Nacido como un proyecto de integración económica por iniciativa estatal entre Brasil y Argentina, se ha convertido a partir de 1991 en un organismo para la cooperación empresiarial bajo los términos del Consenso de Washington en los ’90. Y tras la crisis del modelo neoliberal, volvió a resurgir bajo el impulso de gobiernos de tinte progresista, que protagonizaron una breve “primavera del Mercosur”, más bien efímera. En todas las etapas el problema fue siempre el mismo: la falta de un proyecto a largo plazo de integración productiva, comercial, política y social con una perspectiva consensuada. La iniciativa de Brasil, y, en segundo término, de Argentina en los últimos años, tampoco logró superar esos escollos estructurales. Mientras se lograba la inclusión de Venezuela en el bloque, sus dos economías más grandes limitaban su desarrollo con sus decisiones económicas -la vinculación preferencial con China en detrimento de sus socios de la Cuenca del Plata- y políticas -el hundimiento de la Nueva Estructura Financiera Sudamericana a cambio del aumento de su representación global en el marco del G20-.

Las cumbres sociales del Mercosur, que se celebran cada seis meses (a fines de Noviembre se volvió a llevar a cabo en Caracas) remarcan en todos sus documentos conclusivos la falta de voluntad política al interior del bloque para implementar los programas sociales, el Estatuto de Ciudadanía y la Declaración Sociolaboral del Mercosur entre otras deudas pendientes. Este tipo de dilaciones y fallas ponen en tela de juicio las intenciones reales que los gobierno del Mercosur tienen para con el bloque. Y lo sucedido en las últimas semanas confirman algunas sospechas.

Venezuela quedó formalmente suspendida ¿y ahora qué? El 14 de diciembre Argentina debería hacerse cargo de la presidencia pro-témpore, luego de 6 meses institucionalmente inexplicables (en los que Caracas asumió, como le correspondía, la presidencia del Mercosur pero fue boicoteada sin justificación jurídica clara por los demás miembros) y ante el recurso por parte del gobierno de Maduro al sistema de solución de controversias previsto por el Tratado de Olivos. Y lo más grave de todo, sin un rumbo claro, exeptuando la difícil negociación de un Tratado de Libre Comercio a retomarse en marzo con la Unión Europea.

Hay que admitir, sin embargo, que para los países latinoamericanos el 2016 ha sido un año en el cual se fueron desdibujando las certezas en sus relaciones con el mundo. Por motivos internos, a causa de los cambios de gobierno en diferentes países de la región, pero sobre todo por crisis exógenas. El prolongado estancamiento político español, la debacle de los proyectos de gobierno en Francia e Italia, la reconfiguración de la diplomacia británica tras el Brexit, la diferenciación en la estrategia de expansión china y la victoria de Donald Trump en los EEUU, privaron a los países de la región de sus interlocutores privilegiados, y los obligan a repensar su inserción económica y política en el mundo.

Las propuestas ante la crisis

Una situación tal puede representar una salvación o una condena para organismos de integración regional como el Mercosur. Puede acercar a los países miembros en búsqueda de mutuo amparo, como han deslizado los cancilleres de Brasil, José Serra, y de Argentina, Susana Malcorra, tras la victoria de Trump en EEUU. Pero también puede generar un “sálvese quien pueda” generalizado. Un proceso similar se dio a mitad de los ’90 cuando se produjo la firma de varios TLC por parte de países latinoamericanos con las grandes potencias mundiales y su ingreso a la exclusivísima Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Ese mismo rumbo parece ser el que sugiere hoy el gobierno argentino, proclive a flexibilizar las reglas del Mercosur para permitir la firma de sus países miembros de TLCs con EEUU y China, y ya bajo observación de la OCDE para evaluar la adaptación de sus normas a los estándares de tan selecto club de países ricos. Ante la falta de decisiones en el bloque, Uruguay también comenzó a tejer sus relaciones comerciales con China y Europa, mientras Paraguay profundiza sus contactos con Corea del Sur. Brasil, potencia regional a la cabeza del grupo, se encuentra sumergida en una crisis que abarca a todo su arco político, con un gobierno golpista fuertemente debilitado y un margen de maniobra mucho más limitado que en la última década, pero aún ligado a la coordinación con las demás potencias regionales del BRICS.

Todos los países miembros, igualmente, siguen mirando con cierto cariño hacia la Alianza del Pacífico, enlace natural para América Latina con el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP por sus siglas en inglés), un mega-acuerdo de libre comercio firmado ya por 12 países, incluyendo a Chile, México y Perú. Y de allí parece llegar la tentación hacia un nuevo tipo de integración. Si bien el TPP se encuentre hoy pendiente de un hilo, por la decisión de Trump de no ratificar el acuerdo, su espíritu, sus cláusulas y sus formas serán a toda vista el modelo de negociación de nuevos acuerdos regionales, al igual que el TISA, o el TTIP. La novedad de estos tratados -considerados ya “de nueva generación”- es que obligan a los países firmantes a adecuar sus reglamentaciones futuras a los términos del tratado en ámbitos que históricamente fueron monopolio estatal, como los servicios públicos, transporte, investigación etc… Estos acuerdos son negociados a espaldas de los parlamentos, y con el asesoramiento de grandes empresas transnacionales que se favorecen con sus cláusulas. Los gobiernos de Argentina, Brasil y Paraguay ven con buenos ojos este modelo de tratado, para lo cual hoy el Mercosur es un impedimento burocrático y lento que habría que flexibilizar, y por ello el sentido mismo del bloque está en disputa.

La visión social y alternativa, encarnada por la Cumbre Social del Mercosur y -en teoría- por los gobierno de Venezuela y Uruguay, quedó aparentemente desbaratada con facilidad. Venezuela, que ingresó gracias a la tozudez de Chavez, como parte de un proyecto mucho más grande de transformación política latinoamericana, y por necesidad de recurrir al amparo del gigante brasilero tras haberlo desafiado abiertamente a una pulseada energética, nunca logró aportar claramente a la visión estratégica del bloque. Uruguay, que jugó siempre «a dos puntas» en los últimos años, mantiene hoy una postura de minoría moderada, avalando en disidencia las decisiones del bloque dominante. Y la Cumbre Social nunca tuvo gravitación real en una organización donde, como en todas las demás iniciativas de integración regional, los intereses de los Estados Nacionales siempre estuvieron por encima de cualquier intención colectiva, y por lo tanto los gobierno no delegaron ningún tipo de poder real a los actores de la sociedad civil.

El Mercosur sin embargo es tan difícil de reformar, como de romper. A diferencia de otros organismos regionales, logró un largo acumulado de reglamentaciones, acuerdos, tratados, que además de ser vinculantes para los Estados miembros constituyen un piso de acuerdo. Débil, sin actuación efectiva, pero aceptado activa o pasivamente por todos los gobiernos miembros desde 1991 hasta la fecha. Desandar semejante camino para volver a atomizar el Cono Sur sería una derrota política histórica para toda la región.

La suspensión de Venezuela refuerza entonces el ánimo disciplinador que algunos gobiernos asumieron en el marco del Mercosur, con objetivos exclusivamente políticos en medio de la disputa por marcar el rumbo del bloque. A esto se le suma la incertidumbre por el escenario externo, que refuerza el estancamiento en un Mercosur que avanza por inercia, y tampoco encuentra en otros organismos regionales un objetivo común, más allá de consignas vacías e inefectivas. Será el primer semestre de 2017, bajo la presidencia argentina, cuando se podrá empezar a vislumbrar algún rumbo, por más que no parezca para nada alentador para las fuerzas sociales de los países miembros.

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