Los dos países que pactan hoy la paz (y el que se queda por fuera) – Por Juanita León

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

La de hoy será una ceremonia un poco artificial. Se firmará el Acuerdo de Paz con las Farc que ya fue firmado hace un mes. Y tampoco se podrá celebrar porque todavía falta que gane el Sí el dos de octubre. Aún así, y aún a pesar de que hay una porción significativa de colombianos que no está de acuerdo, es una fecha histórica: es el día en que dos países muy diferentes –que están en desacuerdo en casi todo- pactan dejarse de matar.

Los países que se dan la mano

Puede ser que no sea exacto que hoy se acabe la guerra como lo han dicho el presidente Santos y su Alto Comisionado de Paz. Como lo ha mostrado La Silla, en sitios del Catatumbo, del Magdalena Medio y de Córdoba, la opresión de los grupos armados ilegales como el ELN y las bacrim sigue rigiendo la vida de los que viven allí.

Sin embargo, tras la firma de hoy, y asumiendo que gane el Sí el próximo domingo, sí se acaba la guerra con las Farc, que existe desde 1964 y ha sido letal para Colombia.

La guerra con las Farc ha sido tan larga y tan de baja intensidad que nadie ha podido calcular con certeza el daño infligido.

Pero ha sido mucho. Estás son las cifras aproximadas: 13.001 víctimas de minas antipersonales, la mayoría de ellas sembradas por las Farc; 21.900 secuestrados, según el ex secuestrado y líder de víctimas de ese flagelo Herbin Hoyos; más de 3,500 niños reclutados, según el Informe Basta Ya de Memoria Histórica; decenas de pueblos destruidos, torres derribadas, oleoductos bombardeados; más de 30 mil campesinos despojados por las Farc, según los casos que ha recibido la Unidad de Restitución de Tierras.

Son 220 mil colombianos los que perdieron la vida entre 1958 y 2013 por cuenta del conflicto armado, según el informe de Memoria Histórica. Solo una fracción de ellos a manos de las Farc, pero la mayoría de los otros -los de los paramilitares, los de las fuerzas del Estado- también justificados en aras de su existencia.

No se pueden cuantificar las capturas masivas que injustamente se hicieron para encontrar a los supuestos auxiliadores de las Farc. Ni los torturados por las fuerzas de seguridad para sacar información que condujera a los guerrilleros. Ni las familias que se quebraron pagando un secuestro o que se rompieron porque no pudieron superar el trauma. Ni los que se enfermaron de la angustia ni los que en cambio de ser una cosa terminaron siendo otra por el odio, el miedo o incluso la ilusión que desencadenó en ellos la revolución fariana.

La guerra contra las Farc es una cicatriz –grande- en la historia de Colombia y lo que se pacta hoy es que comience a sanar.

Es también el encuentro primerizo y –quizás fugaz- de dos países, que si bien no se sienten del todo y en algunos casos prácticamente nada representados por Juan Manuel Santos o las Farc, sí son los que están detrás del Acuerdo logrado. Son los que ya dijeron Sí.

Los dos países

De un lado está el país que expresa la coalición santista-verdes- independientes-una parte de la izquierda, formada por colombianos urbanos que ven la Paz como el fin del conflicto armado con las Farc y como inclusión social pero no necesariamente como una rebarajada estructural de la participación política y de los presupuestos de gasto público.

Del otro, la coalición Farc-movimiento social de izquierda que tiene sus raíces en las zonas apartadas, que tiene un enfoque rural, y que maquilla viejas consignas marxistas y anticapitalismo con nuevos ropajes ‘mileniales’ de defensa del territorio, del agua, y de participación de las comunidades.

El país que interpretaron las Farc ve la política como una forma de tramitar la revolución por otros medios: no reconoce o se ha beneficiado poco de los avances democráticos del país desde 1991. Sobrestima el poder de la participación y la movilización social y tiende a subestimar la hechura e implementación de las políticas públicas.

El país de Santos, por el contrario, desprecia las posibilidades electorales del país de las Farc y subestima la entrada de una nueva agenda pública a partir del posacuerdo: tierras, participación comunitaria, rescritura de la historia del conflicto.

El país de las Farc ve la firma de hoy como una reivindicación histórica de su agenda y está convencido de la idea de Timochenko de que en este conflicto no hubo «vencedores ni vencidos». El país de Santos ve en el posacuerdo un país sin Farc.

El país de Santos –o por lo menos un sector importante- maneja preocupaciones post-materialistas: identidad sexual, ambientalismo, anticorrupción, mientras el país de las Farc moverá agendas «estructurales».

Son dos países que muy probablemente chocarán de frente en 2018, un poco antes o un poco más adelante. Pero será otro tipo de choque porque lo que se pacta hoy es que sin importar lo lejos que se encuentran el uno del otro, la diferencia no justifica matarse.

En el largo plazo, el reto de ambos países es convencer a la porción significativa de colombianos que se siente excluido de ese pacto de que ahí también hubo una ganancia para ellos.

Es el país que se siente interpretado por Álvaro Uribe y que teme que lo que se firme hoy no sea el adiós a las Farc –que promueve el Establecimiento de Santos- sino el regreso de la guerrilla, como lo siente la gente de Chalán, Sucre, con la que habló La Silla.

Que lejos de creer –como las Farc- que en esta guerra no hubo vencedores ni vencidos, está convencida de que la Seguridad Democrática de Uribe sí había derrotado a la guerrilla y que por lo tanto todas las concesiones del acuerdo son exageradas.

Que ve en el Acuerdo una rendición a la extorsión de las Farc y una fuente de inequidad para con tantos colombianos –seguramente como ellos- que han progresado a punto de esfuerzo y que no han recibido ningún premio por ello.

Pero el reto inmediato de los dos países que aplauden hoy la firma del Acuerdo es convencer a los más de tres millones de colombianos que, si uno le cree a las encuestas, siguen indecisos; y a los otros tres millones que dudan que haga alguna diferencia salir a votar el 2 de octubre. Solo entonces estos dos países podrán dejar de reprimir las ganas de celebrar y por primera vez y si tienen suerte no por última, celebrar juntos.

Juanita León. Periodista colombiana. Directora de la Silla Vacía.

La Silla Vacía

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