La pelea de clase, la lucha de género – Por Elsa Drucaroff

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Una lucha efectiva contra la opresión solamente puede hacerse teniendo en cuenta la lucha de clases y la de géneros, pero hay que ser conscien­tes de la especificidad y autonomía de cada una y, al mismo tiempo, de los servicios mutuos y las combinaciones verda­deramente maquiavélicas que se arman entre ambas. Sólo así se puede terminar realmente con eso que el marxismo sinte­tizó como “explotación del hombre por el hombre” y quiero reformular como “explotación de la persona humana por la persona humana”, no por ser políticamente correcta y hablar a la moda, sino porque con las palabras pensamos el mundo, y pensar persona como “hombre” es disolver la diferencia que atraviesa a la heterogénea especie humana.

Sobre los movimientos internos de los Órdenes y sus respectivas autonomías

¿Cómo se producen los cambios de estructuración en los Órdenes? Por algún tipo de combate social. En todo momento hay, dentro de cada Orden, discursos no dominantes de mayor o menor marginalidad. Además de pensarlos en relación con el lugar que ocupan en su estructura en movimiento, podemos pen­sarlos a partir de los combates que establecen. Es decir, siguiendo a Raiter: ciertos discursos son, respecto del dominante, subversi­vos, porque niegan las referencialidades hegemónicas; otros, sim­plemente opositores, porque las contradicen, pero no escapan de las referencias que los discursos dominantes imponen.65

Un ejemplo: el Orden de Géneros de algunas sociedades se vio sacudido entre las décadas de 1960 y 1970 por el discurso sobre el derecho a la vida sexual por fuera de la institución matrimonial. Hippismo mediante, una expresión que provenía de movimientos feministas de la Rusia Revolucionaria cobró vigencia: “amor libre”. También se popularizó una expresión hoy completamente en desuso: “relaciones prematrimoniales”. No se referían a lo mismo. Quienes defendían las relaciones prematrimoniales afirmaban que eran la garantía de matrimo­nios estables y bien avenidos, que el sexo era demasiado impor­tante para casarse sin saber cómo funcionaba, etc.

Si consideramos Discurso Dominante de aquel momento al que sostenía que el único sexo moral era el que ocurría den­tro del matrimonio, puede verse que el discurso defensor del “amor libre” era subversivo porque valorizaba positivamente el sexo con un nombre que no establecía relación alguna con la institución matrimonial. En cambio, el discurso que legi­timó el sexo como prematrimonial era apenas opositor. Se ve que surgió para neutralizar el peligro del “amor libre”, que estaba dando una peligrosa batalla por la hegemonía, (batalla que ganó y hoy está naturalizada).

Ahora bien, en esta disputa por la hegemonía discursiva se veía con claridad el Discurso Dominante, el subversivo y el opositor, pero existía (y siempre existe) otra categoría dis­cursiva que es tal vez la más inquietante: hay discursos que ni siquiera son subversivos porque están en la frontera de lo no decible, del silencio. Son aquéllos que una cultura ni siquiera concibe pronunciar y los entendemos sólo ex post facto, cuan­do ya se han pronunciado y, mirando hacia atrás, literalmente brillan por su ausencia. Nadie en ese momento, al menos en la batalla discursiva que se daba en los centros urbanos cultos de la Argentina, podía concebir que ese “amor libre” no era libre: era obligadamente heterosexual. Cuando John Lennon se va a la cama con Yoko Ono para pelear contra la guerra de Vietnam al grito de hacer el amor y no la guerra piensa en un hombre con una mujer, ese era el amor. En el combate, los discursos subversivos y también los opositores intentarán ganar la hegemonía, pero habrá cosas impronunciables que ni siquiera podemos pensar o que tal vez piensen algunas personas desde la exclusión o desde su mismo borde.

(…)

Ser opositor o subversivo al interior de uno de los Órdenes no supone cumplir la misma función dentro del otro. Si pro­pongo que los dos Órdenes son específicos es precisamente porque a menudo un discurso se inscribe en uno de ellos con efectos sociales diferentes –y a veces, hasta opuestos– a cómo se inscribe en el otro. Doy dos ejemplos, aunque hay tantos:

Durante el gobierno menemista en la Argentina, un dipu­tado nacional hizo una referencia burlona sobre el trasero de la entonces diputada Adelina D’Alessio de Viola mientras ella caminaba hacia el estrado para hacer una intervención. La anécdota salió en los diarios, corrió de boca en boca y fue muy festejada por la izquierda porque la diputada era una notoria y mediática política de derecha y su discurso poseía importante hegemonía en ese tiempo, en el Orden de Clases. Las posiciones políticas reaccionarias y el carácter superficial y frívolo de esta mujer justificaron, para la izquierda, que hubiera sido avergonzada y ridiculizada. Inscribía la burla en el Orden de Clases, con significaciones opositoras al Discurso Dominante, pero en el Orden de Géneros sexista, la burla apoyaba sin lugar a dudas el Discurso Dominante. La alusión al trasero de la señora de Viola recordaba a quienes estaban por escuchar su intervención política que, antes que una legis­ladora democráticamente elegida, esa persona era una mujer, un objeto sexual de deleite masculino, no alguien a quien escuchar y discutir. En este ejemplo, lo que discute hegemo­nía en el Orden de Clases apoya la hegemonía del Orden de Géneros. Es un modo de discutir hegemonía de clase donde los varones se alían en tanto opresores de género.

Inversamente, examinemos los discursos de algunos parti­dos de izquierda durante los 8 de Marzo, cuando llega el festejo del Día Internacional de la Mujer: resaltan el sentido clasista de ese día, recordando las muertes de las obreras que a comien­zos de siglo, en los Estados Unidos, fueron quemadas vivas en su fábrica por pedir derechos elementales para su trabajo. El nombre Día Internacional de la Mujer llega incluso a limitar­se: muchas organizaciones lo llaman “Día Internacional de la Mujer Trabajadora”, y entonces reducen el número de mujeres con cuya opresión hay que solidarizarse. Cuando el discurso hace esto, legitima el homenaje a las obreras masacradas y sos­tiene la memoria de las víctimas del proletariado y la solida­ridad con sus luchas. En ese sentido, podemos discutir si es opositor o subversivo, pero no podemos decir que pertenezca al Discurso Dominante del Orden de Clases.

Sin embargo, es profundamente acorde con el Discurso Dominante en el Orden de Géneros porque borra la especifi­cidad política del 8 de Marzo. Reducir el sentido de esa fecha a recordar una masacre obrera y solidarizarse únicamente con las mujeres en tanto obreras es diluir la opresión femenina en la lucha de clases. Como si el sexismo afectara únicamen­te a las proletarias, como si no hubiera femicidios, violacio­nes, discriminaciones en todas las clases sociales. Como si las mujeres burguesas no sufrieran opresiones particulares por su condición de género y como si luchar también contra esa opresión no fuera una tarea de quienes quieren construir un mundo más justo.

En este modo de conmemoración del 8 de Marzo, que hayan sido mujeres las víctimas de la masacre obrera pasa a ser una anécdota espantosa, pero inesencial. En el mejor de los casos, un agravante desde evaluaciones sexistas, es decir, las del Discurso Dominante del Orden de Géneros: frente a la obligación ética masculina de “proteger” a las mujeres, dado su carácter de “delicadas”, “vulnerables” y casi menores de edad, la masacre se vuelve un ejemplo más abyecto aún de la violencia de clase, uno de los tantos abyectos ensañamien­tos del capital contra las personas. Pero esto no sólo refuerza el paternalismo y la subestimación a las mujeres sino, sobre todo, diluye el sentido político de la específica lucha contra la opresión de género.

El 8 de Marzo es la fecha en que las mujeres de muchas clases sociales le recuerdan al mundo que están todas en inferioridad de condiciones frente a la otra mitad de la humanidad, incluso si las formas que adopta esa inferioridad son muy diferentes. Y por algo es una fecha tan resistida, por algo cada año volvemos a escuchar las mismas críticas contra ella (quienes explican que es un día “discriminatorio”, por ejemplo), por algo se intenta siempre diluir su sentido: por izquierda, subsumiendo su espe­cificidad en la lucha de clases; por derecha, transformándolo en un día de ofertas de shopping y de peluquería.

La conmemoración del 8 de Marzo irrumpió como un dis­curso subversivo en el Orden de Géneros y las operaciones para neutralizarlo son claras. Para entender por qué es necesario un Día Internacional de la Mujer y volverlo un día de lucha contra la opresión de género hay que precisar cómo en esta masacre obrera se radicaliza la lucha de géneros, aunque también par­ticipe la de clases. Para eso hay que analizar, por ejemplo, la historia de la reivindicación “igual trabajo, igual salario”, que comienza en plena revolución industrial, y preguntarse por qué, a diferencia de otras reivindicaciones de ese tiempo, es la única que sigue con una vigencia casi intacta hasta hoy. Esta consigna alude a la brecha salarial entre hombres y mujeres por motivos que no son de clase sino de género. El análisis histó­rico muestra cómo, en un momento determinado de la lucha proletaria de comienzos del siglo XX, los intereses del capital burgués se aliaron con los de los hombres proletarios que, des­de sus privilegios de género, exigían el retorno de las obreras a su hogar. Allí ellos, humillados en las fábricas, todavía podían (y pueden) sentirse amos y tolerar así mejor su explotación de clase. Pero para esto hay que evitar que el capital licúe esta posi­ción de opresión femenina al integrar a sus mujeres al mercado de trabajo en las mismas condiciones en que los integra a ellos. La alianza entre varones burgueses y proletarios se evidencia en la aceptación de la diferencia salarial: en pacto mudo, el capital mantiene más bajos los salarios femeninos para desalen­tar a las mujeres de trabajar por dinero, afuera de su casa; de hombre a hombre, el capitalista colabora con su asalariado para que siga teniendo una sierva doméstica, una dudosa “reina” del hogar.66 Un alud de discursos morales la saludan y felicitan por su dedicación y sacrificio, que se vuelve sinónimo del amor y no del trabajo; simultáneamente, reivindican al “hombre de la casa” por ser capaz de mantener a la mujer que “no trabaja”, invisibilizando así el duro trabajo doméstico, cuyos productos no contienen esa gelatina-valor que vuelve a todos los otros productos del trabajo mercancías por las que la moral burguesa dice que se debe pagar.

Es fundamental, por ende, pensar siempre ambos Órdenes en su especificidad y siempre entrecruzándose, pero hacién­dolo de tal modo que nunca deje de poder verse qué pasa en cada uno.

Feminismos de género y feminismo socialista hoy

Espero que haya quedado claro que en este paseo por diferen­tes teorías he mantenido constantemente una actitud crítica y más que adscribir íntegramente a un pensamiento y desechar otro, intenté poner a discutir los conceptos entre sí, sin pre­juicios ni adscripciones previas.

(…) Vimos que el feminismo de la diferencia ha sido muy cri­ticado. Detengámonos ahora no tanto en las posiciones que lo critican, que ya comentamos, como en el tipo de femi­nismo del cual provienen estos señalamientos. Se trata sobre todo de uno que yo llamaría “de género” (en tanto hace de la separación sexo-género un pilar) (…)

El feminismo de género se preocupa particularmente por la práctica (institucional o política) y tiende a poner el acento en la opresión social concreta, en la obtención de derechos y en la lucha social. Dentro de él están también las vertientes socialistas del feminismo, aunque varias de ellas, si bien cen­tran sus posiciones sobre las mujeres en la categoría género, consideran que la única pelea válida es la que se da al mismo tiempo contra el capitalismo. Es decir, su perspectiva fusio­na Orden de Géneros y Orden de Clases continuamente. Comparto la idea de que sin combatir además el capitalismo no lograremos justicia social en la especie humana, a condi­ción de que esto no lleve a creer que la opresión específica de géneros se debe al sistema de producción económica basado en la explotación del proletariado. Esto no tiene ningún sus­tento teórico ni histórico, pero los espacios de género que integran las organizaciones socialistas insisten en sostener que el capitalismo es culpable de la opresión de las mujeres y sus diagnósticos mezclan todo, por ejemplo, en este fragmento de un reciente folleto de divulgación producido por una orga­nización de jóvenes de la llamada nueva izquierda argentina:

“Pero en toda la historia, desde su surgimiento, el Patriarcado es descripto (con matices en las diferen­tes autoras) como la dominación de un arquetipo de hombre por sobre los otros géneros de una sociedad. Ese arquetipo responde (…) al “hombre-blanco heterosexual-burgués”. Cada vez que hablemos de opresión del hombre nos referiremos a ese hombre, simbólico, clavado en la superestructura actual, a cuya imagen y semejanza el sistema buscará forjar a todos los varones, mediante la hegemonía cultural y la represión más o menos solapada.”1

Estas afirmaciones son típicas, pero no ayudan a entender y son manifiestamente insostenibles. No considero necesario extenderme sobre el sangriento sexismo en sociedades musul­manas africanas, donde hombres negros nada burgueses asesi­nan a mujeres infieles o lesbianas, los femicidios, los abusos y las golpizas naturalizados en los grupos menos burgueses, los más pobres de América Latina, etc. Pretender que estas cosas ocurren porque negros musulmanes o campesinos latinoa­mericanos quieren imitar a los blancos burgueses que tienen dinero es tristemente risible.

Hay que pelear al mismo tiempo contra el falo-logo­centrismo y el capitalismo. Pero para que estas luchas ten­gan alguna posibilidad de triunfo es fundamental entender las grandes diferencias entre los dos enfrentamientos y tra­zar cada vez las estrategias de entrecruzamiento entre ambos, cuando se puede, o separarlos en los casos en que juntarlos, o someter uno al otro, lleve a debilitar el frente donde se quiere imponer una transformación. Hay que entender que la natu­raleza de los dos enfrentamientos es radicalmente diferente, empezando por el hecho elemental de que en las relaciones de producción de personas se juegan profundamente los afectos y en las relaciones de producción de riquezas, no. A menudo una causa convoca aliados que sin embargo no apoyarán, incluso obstaculizarán) la otra. Se trata de comprender cada vez, contextuada, matizadamente, si está en juego el Orden de Géneros o el de Clases, y cómo y en qué medida repercute lo que se combate en uno en las significaciones que se produ­cen en el otro, porque hemos visto que conexiones siempre hay. ¿Por qué es tan difícil aceptar que dos cosas diferentes se influyen e interconectan sin por eso fusionarse?

Estas sutilezas se extrañan a menudo en organizaciones que se consideran feministas y forman partidos de izquierda. Debe ser por eso que las mujeres no hemos logrado impo­ner en la Argentina, por dar un ejemplo, la legalización del aborto, y, en cambio, las comunidades LGTBI han logrado el matrimonio igualitario. Más allá de que esta reivindica­ción terminó ganando el apoyo del gobierno kirchnerista y la otra, al contrario, fue expresamente obstaculizada por el gobierno de Cristina Kirchner, creo que la lucha de la comu­nidad LGTBI logró estrategias inteligentes y transversales que le permitieron aliarse por motivos de género con fuerzas que, desde sus intereses de clase, nunca se hubieran aliado. Dieron una batalla conceptual inteligente que ganó, entre otras cosas, por saber unirse para atenerse exclusivamente a la reivindica­ción puntual. No condicionaron el acuerdo por el matrimo­nio igualitario a otros acuerdos que podrían tener que ver con el Orden de Clases, ni siquiera con otras reivindicaciones del Orden de Géneros (por ejemplo, la legalización del aborto). Se centraron en lo que querían conseguir y se apoyaron en aliados y aliadas de partidos políticos muy diferentes, a los que lograron dividir alrededor de este punto.

A la inversa, muchos intentos de disputar un derecho para las mujeres por parte de las corrientes feministas encuen­tran de inmediato un montón de obstáculos que impiden la unidad en la diversidad. Un grupo feminista trotskista se nie­ga a participar en una marcha contra el acoso callejero que organiza otro grupo de mujeres, argumentando que si bien el problema es importante y hay que combatirlo, a ellas se les impide incluir consignas sobre la protección de puestos de trabajo de obreras que están por ser despedidas; otro grupo se niega porque, aunque también están de acuerdo, se les ha solicitado que no lleven consignas sobre la legalización del aborto para focalizar la acción en el problema del acoso calle­jero, que es el que la motiva; pero ellas replican que si no se habla del aborto, no van. No se trata de que las que organi­zan la lucha contra el acoso callejero estén en contra de que se legalice el aborto o de que se reincorpore a las obreras, al contrario, están dispuestas a participar en cualquier actividad que reivindique estas consignas, pero ellas están organizando una acción pública para intentar que la sociedad tome con­ciencia sobre algo específico que afecta la vida de las mujeres, pero que puede sonar para quienes no han pensado el proble­ma (que es la mayoría de la comunidad) como “exagerado” o fanático. Saben que se requiere una marcha masiva pero además “didáctica”, centrada exclusivamente en visibilizar ese asunto y hacer reflexionar sobre él. Saben que poner en el medio otro tema mucho más sensible, como el aborto, des­viaría y alejaría a mucha gente que, sin embargo, sí escucharía con asombro pero con menos prejuicios los planteos contra el acoso callejero. Han pensado actividades para proponer a los paseantes que caminen ese domingo por la Plaza de Mayo, han preparado cuidadosamente talleres de reflexión que tra­tan de lidiar con los prejuicios más usuales al respecto. Pero como los demás grupos no adhieren, la marcha se transforma en que un voluntarioso puñado de jóvenes (mujeres predomi­nantemente, algunos varones) que ocupa una esquina de la plaza y hace talleres entre ellos para decirse lo que ya saben, mien­tras la mayor parte de la gente que pasa percibe –con el típico prejuicio sexista– una reunión de “locas” “enojadas” a la que se sumaron algunos varones freaks.

Durante el año 2011 se trató en el Congreso un pre-proyecto de legalización del aborto que no se logró llevar a votación. Muchos y muchas militantes kirchneristas lo apo­yaban, explícitamente o no. La legisladora Diana Conti, per­teneciente a ese bloque, lo impulsaba protagónicamente. Sin embargo, desde la cúpula se dio la orden de que los kirchne­ristas no fueran a apoyarlo al Congreso el día en que se jugaba su destino en el parlamento. Se sabe que Cristina Kirchner no acuerda con que el aborto sea legal. Su posición es coherente con la vasta hipocresía social que invoca “la defensa de la vida” para defender que las que se mueran sean las humildes. Sabe, como todos y todas, que no puede evitar que los abortos se hagan y que mientras no sean legales, asistidos por el Estado y gratuitos, las que los puedan pagar los seguirán haciendo en condiciones sanitarias óptimas.
Pero pese a la conocida posición de Cristina, son muchos los votantes y simpatizantes del kirchnerismo que apoyan la legalización del aborto y hubieran ido a apoyar el proyecto. Sin embargo, alguna organización trotskista feminista convo­có al Congreso con la consigna “Cristina, asesina de mujeres”. No era precisamente el modo de convocarlos ni de invitarlos a quedarse. Es una consigna donde se hace primar la posi­ción opositora contra el gobierno, probablemente en nombre de su carácter burgués pro-capitalista (Orden de Clases) a la reivindicación de género que se quiere obtener. Un tipo de consigna que no busca triunfar sino quejarse. Esa tarde acudí al Congreso. El panorama era desolador: los manifestantes que estaban allí para impedir la legalización del aborto eran algunos miles (las escuelas religiosas habían llevado a sus estu­diantes), nosotros no llegábamos a doscientos. Ellos tenían carteles que no aplaudían ni criticaban a Cristina, no habla­ban de la deuda externa ni de obreros despedidos, ni siquiera criticaban el matrimonio igualitario que había sido obtenido poco tiempo atrás, pese a su oposición. Con inteligencia polí­tica, hablaban solamente contra el aborto. A la inversa, noso­tros éramos un puñadito de mujeres y algunos hombres con carteles que defendían las quintitas de cada uno. Los de algu­nas lesbianas y travestis exigían la ley de identidad de género (que, como se sabía, ya contaba con el apoyo de la presidenta y fue sancionada sin obstáculos muy poco después).

No obstante, sería ligero e injusto negar por estos ejem­plos los grandes aportes que el movimiento feminista de género, socialista o no, viene realizando. Su conciencia de las determinaciones políticas y culturales que afectan a las muje­res cumple una tarea muy importante cuando logra infil­trarse exitosamente en instituciones de gobierno, jurídicas, de salud, universitarias, educativas, etc.; cuando logra gene­rar conciencia y buscar soluciones concretas que no podrían proponer los sofisticados planteos teóricos de la diferencia a realidades urgentes. Debemos a estas formas de feminismo la ley del cupo femenino en las listas electorales, leyes contra el acoso sexual, contra la violencia de género, etc. Es cierto que estas herramientas no son en sí mismas una garantía y que pueden dar lugar a usos aberrantes si son interpretadas desde prejuicios inversos o utilizadas desde la sed de venganza, pero ese es un peligro de cualquier aplicación práctica de una ley, no invalida la importancia de que existan.

Les debemos también estudios y perspectivas que han alumbrado la objetiva opresión de nuestro género y el modo en que el Orden de Clases la aprovecha. Ya a fines de los años 80, investigadoras en ciencias sociales dieron a conocer números alarmantes:

“…las mujeres constituimos la mitad de la población mundial, realizamos un tercio de los trabajos que se registran en las estadísticas y probablemente dos ter­cios del trabajo que efectivamente se ejecuta. Esto no evita que sólo el 10 por ciento de los ingresos del mundo y el 1 por ciento de la propiedad de la tierra estén en nuestras manos.”3

Y debemos al feminismo socialista el descubrimiento de una novedad extraordinaria que no se puede dejar de lado y obliga a pensar muchas cosas de nuevo: las inéditas relaciones que hoy establece el Orden de Géneros con el Orden de Clases. Escribe sagazmente Andrea D’Atri (fundadora del movimien­to trotskista feminista “Pan y Rosas”) que hoy la constitución misma del proletariado ha mutado:

“No podemos negar que, en el último siglo, la vida de las mujeres cambió de una manera que no es compa­rable a la modificación relativamente menor que expe­rimentó la vida de los hombres en el mismo período. Pero hay datos que contrastan brutalmente con esta imagen de “progreso sin contradicciones” hacia una mayor equidad de género, que es más propia de algunos sectores sociales de países imperialistas y semicolonias prósperas. ¿Cómo inscribir, si no, dentro de este pano­rama de derechos conquistados, que cada año entre un millón y medio y tres millones de mujeres y niñas son víctimas de la violencia machista y que la prostitu­ción, lejos de ser el trabajo “libre y autónomo” como se presenta aun en espacios feministas, se transformó en una industria de grandes proporciones y enorme ren­tabilidad, que a su vez incentivó el desarrollo expansi­vo de las redes de trata? Además, a escala mundial, a pesar de los enormes avances científicos y tecnológi­cos, mueren quinientas mil mujeres, anualmente, por complicaciones en el embarazo y en el parto, mientras quinientas mujeres mueren a diario por las consecuen­cias de los abortos clandestinos. En el mismo período, aumentó exponencialmente la feminización de la fuerza laboral, especialmente en América Latina, a costa de una mayor precarización. Por eso, a diferencia de otras crisis mundiales, ésta que estamos atravesando en los últimos años encuentra a la clase obrera con una fuerza de trabajo femenina que representa más del 40% del trabajo global. El 50,5% de esas trabajadoras están precarizadas y, por primera vez en la historia, la tasa de empleo urbano entre las mujeres es levemente superior a la tasa de empleo rural.”

En una nota al pie, D’Atri precisa:

“En las tres mil zonas francas que hay en el mundo trabajan más de cuarenta millones de personas, sin ningún derecho; pero el 80% son mujeres que tienen entre catorce y veintiocho años.”4

(…) Por un lado, para muchas mujeres hubo avances inauditos; por el otro, para la mayoría, explotación y violencia también inauditas, impensables a ese nivel en el capitalismo anterior.

No es intención de un ensayo como éste, centrado en postular una teoría de la semiosis, de los discursos y su rela­ción con lo político, profundizar las inmensas implicancias del actual estado de cosas ferozmente contradictorio, de estas novedosas y brutales repercusiones que el Orden de Clases, ahora capitalista salvaje, está teniendo en el Orden de Géneros. Sin embargo, es imprescindible incorporar la evidencia a la reflexión y a los programas de acción feminista. Espero que pueda hacerse sin olvidar lo específico de la opresión de clases y lo específico de la de géneros, para poder entrelazarlas con precisión y diseñar una política efectiva.

*Escritora y crítica argentina.

Revista Anfibia

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