Asesor de campaña de Dilma es acusado de recibir sobornos por contratos fraudulentos

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El publicista Joao Santana y su esposa y socia, Mónica Moura, desembarcaron el martes en el Aeropuerto Internacional de Guarulhos, en Sao Paulo, al que llegaron en un vuelo de la aerolínea GOL desde Punta Cana, República Dominicana.

Ambos se encontraban trabajando en la campaña electoral del país caribeño cuando el juez Sergio Moro ordenó la detención de la pareja. Santana y Moura fueron los últimos pasajeros en desembarcar del avión de Gol en Guarulhos y fueron conducidos a una aeronave de la Policía Federal a la sureña ciudad de Curitiba, donde tiene sede el juezgado de Moro.

La solicitud de la detención de Santana y su esposa se realizó en el marco de la fase 23 de la Operación Lava Jato, que investiga la relación del publicista con empresas alcanzadas por esa investigación.

Santana es acusado de recibir 7,5 millones de dólares fuera de Brasil provenientes de desvíos en la estatal Petrobras.

El juez embargó un apartamento a Santana, situado en Sao Paulo, y ordenó el bloqueo de sus cuentas personales.

Santana es considerado el mayor estratega electoral de América Latina.

Brasil247

Un publicista ante la justicia del espectáculo

Desde el punto de vista de quien trabaja para sacar a Dilma Rousseff de la Presidencia de la República, el pedido de detención del publicista Joao Santana es una medida de la mayor utilidad.

Representa la posibilidad de alterar una situación hasta ahora poco favorable en el Tribunal Superior Electoral (TSE), donde las posibilidades de anular la fórmula Dilma-Temer, victoriosa en las elecciones del 2014, se muestran más remotas de lo que se acostumbraba imaginar; al menos hasta ahora.

Tanto por la calidad de las pruebas reunidas hasta ahora, impresionantes por la fragilidad, como por los cambios de reglamento que serán hechos con la nueva composición del TSE, en los próximos meses, estaba en formación un marco positivo desde el punto de vista del respeto a las leyes en vigor y a las reglas de la democracia.

Aún estando prevista la asunción en breve del juez Gilmar Mendes en la presidencia del TSE -justo él, un adversario declarado y asumido del Partido de los Trabajadores- los otros cambios en el plenario anunciaban un ambiente de equilibrio capaz de permitir una decisión imparcial y responsable.

La detención de Joao Santana puede cambiar este escenario, desde el punto de vista político, no jurídico. De la publicidad, y no de los hechos y pruebas.

Al llevar a la cárcel -en principio de forma temporal- al profesional responsable por la propaganda de las tres últimas campañas presidenciales del Partido de los Trabajadores (PT), incluso la del 2014, sin hablar en otras disputas estaduales y municipales también relevantes, se intenta hacer lo que no se consiguió hasta ahora: acercar la campaña de Dilma con esquemas condenables de corrupción en Petrobras.

Por eso se volvió conveniente para el juez Sérgio Moro autorizar el pedido de detención de Joao Santana, hecho por el Ministerio Público, en vez de aceptar la oferta del publicitario y periodista, hecha la semana pasada, de prestar declaración, en libertad, como es el derecho de toda persona que no representa ningún peligro real para la vida en sociedad.

La demostración de desprecio por los derechos de una persona acusada es de gran utilidad para los rituales del espectáculo. El esfuerzo para cuestionar -con modos brutales- los derechos de los investigados forma parte de un juego destinado a disminuir la legitimidad de la defensa, necesario para apuntar cualquier argumento, relevante o no, como simple maniobra para proteger a quien tiene dinero para pagar una bogado. No se quiere indagar, investigar. El plan es condenar.

En verdad, el propio comisario responsable por la llamada operación Acarajé reconoce la legalidad de los pagos hechos a Joao Santana por la campaña de Dilma. Admite que «no hay, y eso debe ser resaltado, indicios de que tales pagos estén revestidos por ilegalidades».

Con imágenes en secuencia de él mismo, que se repiten hace casi dos años, lo que el Lava Jato pretende es alimentar la retórica de la impunidad.

Como una gran campaña publicitaria, se destina a convencer a los brasileños de que la corrupción -no la política- explica los grandes males acumulados a lo largo de 500 años de historia. Al mismo tiempo, intenta amedrentar a la élite del sistema judicial -y buena parte del sistema político, inclusive grandes empresarios- para evitar cuestionamientos sobre el Lava Jato.

Soy el primero en reconocer la necesidad de investigar denuncias de corrupción. Los casos denunciados en Petrobras son terribles, aunque podrían ser menos graves si hubieran sido enfrentados a tiempo, mucho antes de la llegada del PT al poder. Nada se hizo ni se hace contra quien nada hace.

Eso permite dudar de la eficacia de las investigaciones que no respetan las reglas de la democracia y menoscaban el derecho de toda persona a ser considerada inocente hasta que se pruebe lo contrario. Creo que apenas por la vía democrática es posible construir y practicar valores consistentes. Y el primero de esos valores es que deben ser iguales ante la ley. Este es el punto que separa dictadura de democracia, civilización de barbarie.

La retórica de la impunidad asume otra visión. Sugiere que la necesidad de castigar se volvió tan urgente, tan impostergable, que puede admitir sacrificios de derechos e injusticias contra determinados ciudadanos.

Incluso sin anunciar ese punto de vista de forma clara -lo que sería escandaloso- lo que se defiende es el atropello de las garantías democráticas como una especia de mal necesario, sin que se pueda comprender exactamente: ¿Necesario para qué? ¿Para quién?

Mirando la vida cotidiana de los brasileños con frialdad, es posble cuestionar la idea del «país de la impunidad» con relativa facilidad. En Brasil se detiene mucho. El problema es que se juzga mal.

Basta recordar que Brasil tiene la cuarta mayor población encarcelada del mundo y que si todos los mandatos de detención se cumplieran la proporción de ciudadanos encerrados aumentaría un 20 por ciento, o 200.000 condenados más. Uno de cada tres detenidos no ha tenido condena, pero cumple por años detenciones provisorias.

Muchas personas son condenadas en juicios donde la única prueba contra ellas es el testimonio de policías responsables por su detención, por su investigación, por reunir pruebas.

Y si se cree que el problema es castigar a los de arriba, conviene ponderar el discurso y evitar confundir la fantasía conveniente con la realidad, mucho más complicada.

Entre la renuncia de Fernando Collor antes de su impeachment y el juicio del llamado «mensalao», el país sacó un presidente de la República, detuvo al ministro más importante del gobierno Lula y también a un presidente de la Cámara de Diputados. También dejó fuera de combate a varios dirigentes con un papel memorable en la redemocratización. La principal accionista de uno de los mayores bancos privados de Minas Gerais fue condenada y presa, al igual que publicitarios premiados.

Yo creo que muchos de esos castigos fueron equivocados, con penas que no se correspondían a las pruebas y muchas veces sin prueba alguna.

Pero esas detenciones ayudaron a cuestionar la fantasía de la impunidad. El gran tema es la selectividad, que muestra que, si en la base de la sociedad la justicia es contaminada por razones sociales, en el estrato más exclusivo se diferencia por razones políticas. Este es el punto, que hace volver al debate sobre el pedido de detención de Joao Santana.

Brasil247


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