Siria: Una tierra fértil arrasada por el conflicto
Por Fernando Rizza*
Antes de la guerra, Siria tenía un perfil agropecuario envidiable. Con más de 100 millones de olivos, era un referente en aceite de oliva. El trigo, las lentejas, los cítricos, frutas, hortalizas y el algodón: todos pilares de una economía agrícola que generaba empleo, alimentos y comercio. Incluso el “oro blanco” —el algodón sirio— fue importante a la hora de las exportaciones. De los casi 24 millones de habitantes, un cuarto vivía de la agricultura y la ganadería y el sector aportaba el 20% del PBI nacional.
Pero desde 2011, el pueblo sirio quedó atrapado en el fuego cruzado de un conflicto prolongado que desmanteló infraestructuras productivas, desplazó a millones de habitantes y dejó a más del 60% de la población en situación de pobreza. La guerra de Siria había matado a más de 500.000 personas y obligado a la mitad de la población a huir de sus hogares. Mientras tanto, la moneda nacional, la libra siria, se devaluó 270 veces frente al dólar entre 2011 y 2023, lo que agravó la inflación.
Las cuatro regiones tradicionales de Siria son la franja costera, las montañas, la estepa cultivada y la estepa desértica. En la costa, las fértiles llanuras aluviales se cultivan intensivamente tanto en verano como en invierno. La región alberga los dos principales puertos de Siria: Latakia (Al-Lādhiqiyyah) y Tartus.
La zona que rodea las montañas Al-Anṣariyyah, al noroeste, es la única región densamente arbolada. Es el antiguo bastión de los Nuṣayrīs, o alauitas, una secta del chiismo. Los recursos económicos de las montañas son demasiado escasos para satisfacer las necesidades de la creciente población.
La región esteparia cultivada constituye la principal zona triguera; la agricultura se practica intensivamente a lo largo de las riberas de los ríos. Algunas de las ciudades más importantes de Siria —Damasco, Alepo, Homs, Hama y Al-Qamishli— se encuentran en esta región.
La árida estepa desértica es el territorio natural de los nómadas y seminómadas. Las ovejas pastan hasta principios del verano, cuando el agua escasea, tras lo cual los pastores conducen sus rebaños hacia el oeste, a la estepa cultivada, o hacia las colinas.
Hoy, 14,5 millones de sirios viven bajo la línea de la pobreza, una de cada cuatro personas sufre la pobreza extrema. Se redujeron un cuarto las tierras productivas. Las exportaciones cayeron en un 89% por debajo de los USD 1000 millones, dejando al país con uno de los peores Índices de Desarrollo Humano[1]. Además, el acceso a insumos, maquinaria, agua y energía está gravemente afectado, agudizando la falta de oportunidades de quienes producen y trabajan. Es un escenario donde la recuperación del agro no solo es urgente, sino también clave para la estabilidad económica del país y para la Soberanía y seguridad alimentaria de su pueblo.
La geopolítica del agua: más que una sequía
Hablar de producción en Siria hoy es hablar de agua, más bien, de su ausencia. El principal recurso de agua dulce de Siria es el Río Éufrates, uno de los más emblemáticos de Oriente Medio y, junto con el Tigris, uno de los más caudalosos de Asia Occidental. Originario de Turquía, el Éufrates atraviesa Siria e Irak y desemboca en el Golfo Pérsico. La agricultura representa el 87% del agua extraída de los acuíferos, ríos y lagos de Siria[2].
El caudal del río Éufrates ha caído dramáticamente, en parte por la crisis climática, pero también por la hidropolítica de Turquía, que controla el 90% de su caudal. Lo que alguna vez fue el eje de la agricultura siria hoy es una fuente de tensión diplomática y de migración forzada. La caída del nivel de las represas y lagos, como el de Al-Assad, ha provocado la pérdida del 80% de las cosechas y ha puesto a 2,5 millones de personas en inseguridad alimentaria severa.
Uno de los aspectos más dramáticos y menos visibilizados del conflicto sirio es el control estratégico de los recursos hídricos. Turquía, que administra el flujo del río Éufrates a través del Proyecto del Sureste de Anatolia, redujo un 40% el caudal de agua hacia Siria, en parte debido al cambio climático, pero también como maniobra de presión geopolítica. Actualmente, el caudal que llega a Siria se sitúa en apenas 200 m³/s, muy por debajo de los 500 m³/s acordados en 1987.
El resultado es devastador: el nivel freático cayó 23 metros en algunas regiones, se perdieron más de 190.000 hectáreas de tierras irrigadas, y millones de personas se quedaron sin agua potable. Las tres principales presas del país —Tabqa, Tishreen y Baath— hoy apenas sostienen la mitad de su capacidad de generación eléctrica. Esto ha reducido a solo dos horas diarias el suministro eléctrico en ciudades como Hasakeh o Damasco. Situación que impacta no solo en la producción agrícola, sino también en la vida cotidiana, la salud pública y la reconfiguración demográfica de las ciudades, que hoy se ven sobrepobladas por desplazamientos forzados del campo.
Siria es hoy uno de los países más vulnerables al cambio climático en el Mediterráneo. El agua, lejos de ser un recurso neutro, se ha convertido en una herramienta de poder geopolítico. Y su escasez amenaza no solo la seguridad alimentaria local, sino también la reconstrucción económica del país.
En tiempos donde la geopolítica se libra también en los campos, pensar a Siria solo como un país en guerra es reducirla. Es también un país con saber agrícola, cultura resiliente y mercado potencial. Su vínculo con la yerba mate no es solo un fenómeno comercial: es una puerta abierta a pensar nuevas formas de cooperación internacional donde el agro no sea solo producción, sino también diplomacia.
El mate, un lazo de unidad entre los pueblos
La historia del mate no se entiende sin la historia del pueblo sirio. En un mundo globalizado donde las fronteras se diluyen, el mate ha tejido redes de resistencia y lucha que conectan a Siria con los pueblos de Suramérica, y especialmente con Argentina.
Lo que comenzó como un gesto cultural entre migrantes del antiguo Imperio Otomano que llegaron al Cono Sur, hoy se ha convertido en una poderosa señal geopolítica: el principal destino de las exportaciones de yerba mate argentina no es un país vecino, ni una potencia económica. Es Siria.
En 2024, Argentina exportó 45 mil toneladas de yerba mate, de las cuales casi 35 mil toneladas tuvieron como destino Medio Oriente. Un dato que, desde el sector agroindustrial, no puede leerse sólo como cifra comercial.
Que el mate circule en vasos de vidrio en Damasco, o en los campamentos de refugiados, no es un dato pintoresco, habla de vínculos profundos entre pueblos, que trascienden lo económico, enlazan luchas e historias. Enlazan quizás un “ya pasará”, que trae la memoria histórica de aquella profunda crisis humanitaria en dónde lo que perdura centralmente es la lucha y la cultura de un pueblo que no está dispuesto a ceder su peso específico en la historia contemporánea.
Porque, al final, ¿qué es el mate sino una ceremonia de encuentro? Si el agua es vida, el mate es diálogo. Y ese diálogo, en un mundo en crisis, también hay que construirlo.
*Fernando Rizza es Médico Veterinario. Columnista de NODAL, integrante del Centro de Estudios Agrarios (CEA) y Docente en la Universidad Nacional de Hurlingham, Argentina.
[1] El Índice de Desarrollo Humano (IDH), desarrollado por la ONU, pone en el centro a las personas e integra dimensiones adicionales al ingreso para medir el bienestar, con base en principios como el universalismo, la sustentabilidad y la equidad. El IDH sintetiza el avance de los países, estados y municipios en tres dimensiones básicas para el desarrollo de las personas: Salud, Educación, Ingreso. El IDH estima valores que van de 0 a 1, donde un valor más cercano a uno indica mayor desarrollo humano, tanto para el índice general como para sus subíndices o componentes de salud, ingreso y educación. A nivel estatal se presenta un promedio de los datos municipales [2] FAO 2015; Aw-Hassan, 2014