Perú: los términos en el debate político importan – Por Nicolás Lynch

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Nicolás Lynch *

En los últimos años se usan términos en el debate político que tienen más que ver con su resonancia mediática que con su precisión analítica y finalmente con la forma de conocer, la sociedad y la propia política que tienen detrás. Esto hace que se diluyan como términos útiles para hacer buenos diagnósticos y terminen como comodines en el argot cotidiano más que como herramientas que nos brinden estrategias acertadas1.

Tenemos tres ejemplos al respecto: fascismo, golpe de Estado y populismo.

El primero, fascismo. Con la ofensiva reaccionaria que atraviesa el planeta muchos analistas llaman a cualquier autoritarismo “fascismo” porque consideran que el fenómeno político así denominado aparece terrible y es fácilmente distinguible como tal. Peor aún, se llama a “frentes antifascistas” con la misma lógica, para lograr las más amplias coaliciones antiautoritarias.

Pero vayamos al punto. Para definir un concepto hay que situarlo, distinguir el nombre del genérico. Fascismo como nombre surge en Europa en la década de 1920, como respuesta a la crisis capitalista de la época, que trae desocupación y hambre. Como respuesta un sector de los afectados, veteranos de guerra y desocupados buscan un chivo expiatorio, Tiene una referencia en la Italia fascista y en la Alemania nazi y se proyecta luego a otros países europeos. Con el correr del tiempo encuentran un aliado en sectores de su aristocracia y su gran burguesía, que vieron la oportunidad de recuperar también posiciones perdidas.

Fascismo como genérico, refiere a las características del movimiento: ideología, liderazgo, organización y visión de la sociedad.  La ideología, muy importante en los movimientos fascistas, es el racismo como la supremacía del grupo étnico mayoritario del territorio en cuestión contra minoría o minorías que culpa de sus problemas. A ello se suma el nacionalismo expansionista, ojo, distinto cualitativamente del nacionalismo de los movimientos de liberación. El liderazgo es carismático y absoluto con una comunidad carismática de seguidores que lo apoyan. La organización es paramilitar y agresiva con una visión totalitaria de la sociedad. Esto último es crucial, el fascismo pretende la dictadura no sólo sobre el espacio público sino también sobre el privado, lo que Hannah Arendt llama, precisamente, totalitarismo. Este es el “tipo ideal” en términos de Max Weber, como un concepto-herramienta para el análisis.

¿Es esto lo que tenemos en el Perú? No lo creo. Por aquí nuestro autoritarismo tiene, más bien, una raíz oligárquica, de mandón de hacienda, que a pesar de Velasco no se ha extinguido todavía. Es un autoritarismo que se actualiza con el golpe del cinco de abril y el neoliberalismo que este trae como proyecto económico y político que le permite recapturar el Estado y ponerlo a su servicio casi sin intermediarios. Este autoritarismo de raíz oligárquica es históricamente de extrema derecha, tomando la terminología de Cas Dudde, una vertiente política que niega la democracia como tal (la liberal, no me refiero a otra) y trata a casi todos los demás como sus enemigos.

Seguimos con el golpe de estado. El término se puso de moda, nuevamente, con la caída de Pedro Castillo en diciembre de 2022. La “narrativa” como les gusta decir ahora, de los partidarios del depuesto presidente, era que a Pedro Castillo le habían dado un golpe y lo habían sacado del poder.  La realidad no fue esa, exactamente. Castillo intentó un golpe y fracasó, como una “salida hacia adelante” par la aguda crisis en la que estaba sumido y la extrema derecha aprovechó el vacío de poder que estaba dejando y dio un contragolpe exitoso, culminando la oposición antidemocrática en la que había estado enfrascada. En palabras de Curzio Malaparte, no había escuchado de la técnica del golpe de estado.

Pero ¿Qué es un golpe de estado?  No es otra cosa que un cambio de manos, generalmente violento, en la cúpula decisoria del estado, al margen de la norma constitucional vigente. La forma más común que hemos conocido en la América Latina contemporánea ha sido el golpe militar, usando la amenaza o el uso efectivo de su poder de fuego para desplazar a quien ocupa constitucionalmente el poder. Hasta principios del siglo XXI bastaba con escuchar “golpe” para saber que detrás o delante estaban los militares. Pero en los últimos tiempos han proliferado los “golpes parlamentarios”, como los dados el 2009 en Honduras, el 2012 en Paraguay y el 2016 en Brasil; siempre claro está, con el respaldo directo o indirecto de la fuerza

En nuestro caso tuvimos a un presidente inexperto políticamente, que no entendió muchas cosas, pero entre ellas, la necesidad del uso de la fuerza en las acciones que aparentemente pretendía, ni tampoco las graves consecuencias que su intento podía acarrear. La consecuencia inmediata fue la creación de un vacío político rápidamente usado por una derecha ávida de deshacerse de él, que casi instantáneamente obtuvo el apoyo militar y lo cesó sin el debido proceso, es decir, sin el antejuicio político al que tenía derecho por sus fueros como presidente y, además, sin los votos necesarios en el Congreso para hacerlo. O sea, todo bien criollo en su ilegalidad, un golpe mal hecho y un contragolpe de igual o peor factura, demostrando incompetencia de ambos lados hasta para violar la constitución. Esto tuvo graves consecuencias casi inmediatas con una revuelta popular que duró 12 semanas y dejó 49 muertos, en su abrumadora mayoría del lado popular, y con una participación muy relevante de las Fuerzas Armadas y Policiales en esta masacre. 49 muertos que esperan justicia. Ojalá que en el futuro el Señor Castillo tenga mejores defensores que los actuales y lo veamos defendiéndose en el antejuicio, que no le han hecho, en un futuro Congreso de la República. Aunque sea para que quede en la “memoria histórica” que ahora gusta tanto.

Pero terminemos con sabor: el populismo. Como casi en ningún otro concepto sobre la política los medios de comunicación masiva han impuesto una definición de populismo que obvia la historia de este y lo reduce drásticamente a una de sus acepciones. Me refiero a que populismo califica a un líder o a una política como demagógica y, por lo tanto, como irresponsable. El populismo tendría en esta definición al pueblo como sujeto político y fuente última de la validez de sus postulados, una entidad que se encarnaría en un líder quien sería a la postre quien lo interpreta. Es más, se habla de populismo de derecha y populismo de izquierda, dándole a la palabra un estatus superior a los tradicionales conceptos de derecha e izquierda. Decir populismo para algunos ha devenido en algo casi igual que decir política.

Esta banalización del término tiene poco que ver con sus orígenes, en el socialismo de la comuna rural rusa de la segunda mitad del siglo XIX o en el movimiento, también llamado populista, de los pequeños productores agrarios, a fines del siglo XIX y principios del siglo XX, en los Estados Unidos. Tampoco tiene relación con el llamado populismo latinoamericano del siglo XX, definido tempranamente por la sociología latinoamericana, en una saga que comienza con el ítalo-argentino Gino Germani en la década de 1950 y continúan otros en las décadas de 1960 y 1970. Pero estos ejemplos, a diferencia de la definición mediática, articulan dos elementos centrales para entender el uso del término: el primero, las transiciones histórico-estructurales, del poder oligárquico de sociedades tradicionales a la modernidad ficticia actual; así como los movimientos de masas que se gestan en esas transiciones, de las que surge el reclamo por un lugar en la nueva sociedad que se desarrolla y las propuestas inherentes de transformación social. Este proceso lo denomina esta misma sociología, como la democratización social o la democratización fundamental en palabras de Carlos Vilas, que tiene como proceso clave el reconocimiento del otro como igual.

Por esta razón, la voz populismo ha tenido una referencia básicamente progresista en el siglo XX. Es recién a fines de esa centuria que se comienza a relacionar populismo con derecha, desligando las características del concepto como lógica política: movimientos de masas, liderazgos carismáticos y referencias al pueblo; de sus raíces histórico-estructurales y sus programas de cambio social. En el Perú hemos tenido, en la década de 1990, el ejemplo de la caracterización de Fujimori y el fujimorismo como neopopulismo, cuando es obvio que el fujimorismo no tiene nada que ver con alguna pretensión de progresismo y/o cambio social.

En los últimos años ha sucedido una deformación de tal magnitud con el concepto, que creo ya no vale la pena usarlo, lo que ya sostengo en un libro sobre el tema del 2017. Por ello, prefiero un término de raíz gramsciana, lo que originalmente se denomina en la región latinoamericana, recurriendo de nuevo a Germani, en una perspectiva que es magistralmente ampliada a principios de la década de 1980 por Juan Carlos Portantiero y Emilio de Ípola, como lo nacional-popular. El término se recupera por buena parte de los movimientos y gobiernos que participaron en el giro progresista de las primeras décadas de este siglo XXI en la región. Se busca así una idea que explique mejor el afán de nuestros pueblos por construir identidad con un nosotros colectivo, de manera que no se pierden las características primigenias referidas a la constitución de una voluntad de transformación social de base popular que impulse esa tarea inconclusa y esquiva de formación de la nación, plural y diversa ciertamente, en América Latina.

Y aquí lo dejo, en un momento picante del debate que ojalá provoque que alguien recoja el guante…

1 – No puedo dejar pasar que la deuda inicial para escribir este artículo viene de un libro de William Conolly que cayó en mis manos hace como 25 años: “The terms of the political discourse”.

*Sociólogo, investigador, escritor, columnista, diplomático y político peruano. Fue embajador del Perú en Argentina durante el gobierno de Ollanta Humala y ministro de Educación en el gobierno de Alejandro Toledo. 

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