La contradicción eterna: Francisco y el laberinto de lo sagrado – Lucas Aguilera

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La contradicción eterna: Francisco y el laberinto de lo sagrado

La Iglesia ha sido, desde sus inicios, un organismo de paradojas. Se proclama salvadora, pero su salvación no es de este mundo; promete un cielo que nadie ha visto, mientras en la tierra —ese único territorio tangible donde el dolor existe— su voz oscila entre el silencio y el clamor. ¿No es acaso una ironía que lo sagrado se refugie en lo indemostrable, mientras lo humano se debate en laberintos sin salida?

En este desgarro histórico, la figura de Francisco —Bergoglio, el Papa de los márgenes — emergió como un gesto de contradicción dentro de la contradicción. No fue un revolucionario, pero sí un hereje práctico: abrió las puertas herrumbradas de la Iglesia no para derribarlas, sino para dejar entrar el viento áspero de los excluidos. Sus palabras no eran teología de salón, sino filosofía encarnada: una mezcla de Levinas (el rostro del otro como imperativo) y Dussel (la liberación como ética), pintada con los colores urgentes de los barrios pobres.

Sus discursos no se limitaron a consolar; interpelaron. Habló de una Iglesia «en salida», pero esa salida no era hacia el más allá, sino hacia las periferias del sistema: los migrantes, las víctimas del capitalismo financiero, los olvidados por la globalización. En un mundo gris, donde el neoliberalismo convierte la vida en algoritmo, él recordó que la misericordia no es un concepto, sino un acto de subversión.

Su humanismo se desplegó por el mundo recordándonos que vivimos en un mundo mercantilizado, con relaciones mediadas por el individualismo como forma superior de dominación capitalista, y trabajó incansablemente para volver a colocar al ser humano en el centro de la escena política, como decisor y auténtico sujeto de las grandes transformaciones necesarias para este mundo tan injusto y deshumanizante.

Su obra se extendió por el mundo abrazando el corazón de los más humildes, en un esfuerzo de articulación inter religioso que trascendiera las diferencias y ahondara en los desafíos comunes de la humanidad.

Y ahora, ante su muerte, surge la pregunta: ¿Qué queda de su voz? Para el Vaticano, quizá sea un fantasma incómodo —un eco que recorrerá los pasillos de mármol, recordando que los muros también tienen grietas—. Pero para los pueblos, será *una llama. Porque Francisco no predicó resignación: alumbró la oscuridad del presente con una pregunta incómoda: ¿Cómo construir cielo aquí, en este infierno que hemos normalizado?

Su legado no es dogmático, sino dialéctico: una semilla de liberación en el desierto de lo institucional. La historia lo juzgará, pero los nadies —esos a quienes él nombró— ya lo han canonizado.

*Lucas Aguilera. Magíster en Políticas Públicas y Director de Investigación de NODAL.

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