Los factores compensatorios de la debilidad estadounidense
Por Ricardo Orozco *
La pregunta puede parecer retórica y, sin embargo, vale la pena su formulación: ¿en dónde radica la fortaleza que parece tener el gobierno de Donald J. Trump ante la comunidad internacional? A primera vista, las respuestas más evidentes a esta pregunta parecen ser tres. A saber: en primera instancia, parece ser incuestionable que, en este su segundo mandato presidencial, Trump ha llegado a la primera magistratura del Estado estadounidense con una legitimidad y con un respaldo popular incuestionables, amplísimos en sus alcances y con raíces muy profundas. Factores, ambos, que el resto del mundo estaría interpretando como una suerte de blindaje político interno en contra de cualquier tentativa de socavar desde el exterior la autoridad del presidente estadounidense en funciones e, inclusive, como un recurso que, en última instancia, Trump podría ser capaz de invocar para potenciar sus más extravagantes dichos y hechos en materia de política exterior: siempre asumiendo que unos y otros no son mera ocurrencia suya sino, antes bien, un mandato ciudadano con el cual debe de cumplir y ante el cual él, el titular del poder ejecutivo federal de la Unión, no es más que un simple intermediario; el ejecutor de la voluntad del pueblo.
Una segunda respuesta posible a esta pregunta sin duda podría prescindir del recurso que tiende a ver en el respaldo popular la fuente de la fortaleza política de un mandatario, por considerar que éste es, más bien, un elemento explicativo de la autoridad que un jefe de Estado y/o de gobierno es capaz de ejercer al interior de su país y que, en lo esencial, no afecta el curso de sus relaciones internacionales (salvo, quizás, en casos en los que ese apoyo es capaz de traducirse en una variable disuasoria de intervenciones extranjeras, intentos de desestabilización, golpes de Estado, etc.), y, en cambio, subrayar, por lo contrario, que más bien lo que hoy hace tan poderoso al presidente estadounidense en turno es el hecho de que, en esta ocasión, a diferencia de lo que ocurrió en su cuatrienio previo, Trump cuenta no sólo con el respaldo casi incuestionado de algunas de las fracciones más importantes de las élites corporativas del país (poco importa si ello es por convicción o no) sino que, además, también tiene de su lado y a su servicio a algunas de las figuras políticas más experimentadas dentro de la extrema derecha republicana y, al mismo tiempo, algunas de las más abiertamente imperialistas y excepcionalistas en el seno de la cultura política estadounidense. Todo lo cual, en última instancia, estaría siendo percibido por otros gobiernos alrededor del mundo como el claro indicador de que ahora mismo el problema mayor para las relaciones internacionales ya no es Donald Trump en y por sí mismo, pues en su gabinete el presidente hoy cuenta con perfiles que, en muchos casos, han demostrado ser capaces de rebasar al titular de la Casa Blanca por la derecha (aunque sin tanta estridencia).
Y, en tercer lugar, también podría contestarse a la pregunta inicial argumentando que, más allá de los distintos grados de validez y de acierto que puedan tener o no las dos respuestas anteriores, lo que hoy resultaría decisivo para evaluar la fortaleza con la que cuenta la administración Trump —y él en lo personal— en el ámbito de la planeación, la organización, la ejecución y el control de la política exterior estadounidense sería el hecho de que, en éste su segundo mandato, Trump (y una buena parte de su gabinete, de las élites que lo respaldan y del electorado que lo apoya) parece estar mucho más dispuesto que antes a valerse de tácticas y de estrategias de agresión directa multimodal (militar, económica, financiera, diplomática, tecnológica, etc.) para conseguir todo aquello que no considere que no puede obtener a través de medios menos hostiles y violentos. No querría esto decir, por supuesto, que en la historia de Estados Unidos (ni en la más remota ni en la más reciente) no sea posible hallar una plétora de ejemplos en los que la unilateralidad de la política exterior estadounidense no se haya hecho valer a través de medidas de agresión directa (golpes de Estado, invasiones militares, conquistas territoriales, etc.). Pero la particularidad que se estaría señalando aquí, en esta respuesta, sería la de reconocer que, por un lado, los causes agresivos estarían, nuevamente, desplazando a los no hostiles ni violentos como la primera opción en un abanico más amplio de posibilidades y, por el otro, que ante la necesidad de ampararse en este tipo de recursos, el gobierno en funciones de Estados Unidos parece estar mucho menos preocupado que en el pasado por la necesidad de guardar las apariencias y por el imperativo de minimizar las consecuencias negativas a corto, mediano y largo plazo que se puedan desprender de ese tipo de actuar. Y es que, si bien es verdad que Donald Trump ha dado muestras una y otra vez de ser un empresario/político que no siente particular afinidad por comprometer a Estados Unidos con campañas bélicas si las considera un gasto innecesario o si llega a la conclusión de que las conquistas geopolíticas que puedan ser alcanzadas por la vía armada son menos importantes que los fines económicos, ahora mismo, a juzgar por el contenido de su retórica, parecería ser que hacer cada vez más excepciones a esta regla podría no implicar un problema mayor para su administración si en ello se juega la consecución de algunas de sus prioridades políticas.
Las reiteradas insinuaciones sobre la posibilidad de anexar o de administrar territorio danés y panameño a/por Estados Unidos y las oportunidades de intervención territorial armada que ofrece la designación de cárteles de la droga en México como grupos terroristas son apenas dos ejemplos que ilustran con claridad esta nueva actitud del trumpismo hacia las medidas de agresión directas.
Ahora bien, sin negar, en absoluto, que todos esos elementos, en efecto, se hallan allí, en juego, articulándose los unos con los otros (con todas sus tensiones y contradicciones) para garantizarle a la administración Trump cierto grado de fortaleza en el manejo de sus relaciones exteriores (lo que principalmente se ha visto comprobado por las respuestas que sus amenazas arancelarias suelen motivar entre la mayoría de sus socios comerciales), un factor más que habría que añadir a esta ecuación para contar con una valoración mucho más precisa sobre la verdadero poderío con el que hoy cuenta (o no) Estados Unidos tendría que ser, sin duda, la variable propia de la situación o condición de debilidad relativa en la que hoy se encuentran la mayor parte de los Estados europeos y americanos: las dos regiones en las que, por excelencia, Estados Unidos ha hecho gravitar la solidez y a fortaleza de su política exterior.
Y es que, en efecto, a pesar de que en la mayor parte de los análisis sobre Estados Unidos que hoy hacen parte del mainstream en medios de comunicación y en redes sociodigitales esta última variable parece no contar con peso e importancia propia para explicar el aparente poderío del que hace gala la presidencia de Donald Trump, en realidad, si se la mira de cerca, es capaz de explicar por qué no es verdad que el gobierno de Trump ahora mismo sea, en realidad, mucho más poderoso que, por ejemplo, dos de las presidencias con mayores récords imperiales en la historia reciente de ese país (las de George W. Bush y Barack Obama) sino que se trata, antes bien, del hecho de que, los dos espacios geopolíticos en los que Estados Unidos históricamente construyó su dominio internacional, en el contexto actual son significativamente más débiles que en otros momentos del pasado reciente y, sobre todo, sustancialmente más débiles que la propia debilidad que atraviesa al trumpismo en funciones gubernamentales.
¿Por qué? Las razones son muchas y varían según se trate de un caso nacional o de otro. Sin embargo, los dos fenómenos que más se repiten con independencia de las trayectorias históricas seguidas por cada nación son, por un lado, los elevados grados que la conflictividad sociopolítica está alcanzando en la mayor parte de ambos continentes y, por el otro, el desafío que en el seno de esa conflictividad supone la emergencia, el fortalecimiento y/o la consolidación de viejas y de nuevas derechas como alternativa político-ideológica viable, normalizada, ante la incapacidad de fuerzas políticas que tradicionalmente se han ubicado más hacia el centro o hacia la izquierda tanto para contener el descontento de las masas populares como para moderar las cada vez mayores exigencias de las élites corporativas (frente a las clases populares, en su configuración tradicional de lucha de clases, pero también al interior de las propias élites; es decir: en sus disputas internas, entre distintas fracciones o grupos de una misma clase social).
En Europa, por supuesto, esta aseveración parece ser contraintuitiva, pues algunos de sus principales liderazgos a nivel comunitario (como Úrsula von der Leyen), pero también de manera particular, al frente de cada Estado (como Emmanuel Macron), desde el primer mandato de Trump se han presentado como figuras favorables a la adopción de posiciones de fuerza frente al trumpismo y mucho menos disciplinadas respecto de la política exterior de Estados Unidos. En ambos casos (pero no sólo), de hecho, lo que parece tener lugar desde hace varios años es una especie de juego de fuerzas en el que se busca demostrar que Europa, en conjunto, y cada uno de sus Estados (o por lo menos los grandes y en los que perviven nostalgias imperiales), en lo singular, son hoy mucho más capaces de sobreponerse y de oponerse a las exigencias estadounidenses sin tener que pagar un elevado costo por la osadía de hacerlo. Sin embargo, esto ocurre sólo en apariencia, pues si a lo largo de la última década Europa se ha tenido que ver obligada a cargar con el peso de la guerra en Ucrania o a experimentar como una necesidad real el contar con un ejército continental, que opere de manera paralela y hasta supletoria de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, ello ha sido únicamente en virtud de que son los propios liderazgos europeos los que han cobrado conciencia de su aguda dependencia respecto de Estados Unidos y de lo manifiesta que es su debilidad ante un Estados Unidos encolerizado, impredecible y profundamente irritable ante cualquier muestra de desafío.
En América, por otra parte, casos como el de México y, hasta cierto punto, los de Colombia y de Brasil, en donde gobiernan fuerzas de tipo nacional-popular, con amplísimos márgenes de legitimidad y de respaldo social, dan la impresión de que, en general, la región no se halla toda ella sumida en un estado de postración ante las exigencias de Estados Unidos. Sin embargo, y aún si se dan por descontadas las mayores afinidades que relacionan a las extremas derechas del continente con la administración de Trump, lo que parece estarse perdiendo de vista es que, inclusive en aquellos países en los que lo nacional-popular es medianamente dominante (Brasil, Colombia, México), ahí también los equilibrios de fuerzas internas y externas son lo suficientemente frágiles e inestables como para que los gobiernos en turno se aventuren a poner en práctica una política exterior que les garantice mayores grados de autonomía relativa en sus relaciones bilaterales y multilaterales con Estados Unidos. Acá, en esta región del mundo, nuevamente la afirmación parece ser contraintuitiva, como en el caso de Europa. Y, sin embargo, el caso mexicano es ya paradigmático de ello. Piénsese, por ejemplo, en que, a pesar del peligro que hoy supone para el país Estados Unidos (precisamente porque han quedado evidenciados los riesgos que se corren al apostarle a una comunión cada vez más profunda con los intereses nacionales de ese país), lejos de apostar por alternativas que contrarresten en el mediano o en el largo plazos los profundos condicionamientos y las agudas constricciones que ejerce la política estadounidense sobre el Estado mexicano, la principal respuesta que se ha buscado trabajar es la de profundizar aún más la dependencia de México respecto de su vecino del Norte y la de contrarrestar los escasos contrapesos históricos con los que se contaba para compensar esa dependencia.
En América y en Europa lo que se evidencia es, pues, que ahí en donde las extremas derechas no gobiernan, la principal respuesta ensayada para resistir, contener u oponerse a los embates del trumpismo es la de asimilar algo de la agenda nacionalista, securitaria y proteccionista de la que abreva el propio gobierno de Donald Trump, pero con la que algunas de las principales plataformas políticas de extrema europeas y americanas también comulgan; lo que, en última instancia, para las izquierdas y los gobiernos nacional populares en funciones de control gubernamental y de dirección estatal también supone el tener que arriesgarse a emplear como recurso de defensa ante el imperialismo estadounidense algunas de las principales estrategias movilizadas como consignas electorales por esas derechas. Las sistemáticas apelaciones al orgullo patrio y al fervor nacional son apenas indicativas de ello. Y aunque es verdad que ni en América ni en Europa el nacionalismo al que recurren las extremas derechas es el mismo en el que se amparan las izquierdas, el hecho de que el contenido histórico, político, ideológico, etc., del concepto en cuestión se halle hoy en disputa por unas y por otras es revelador de los problemas potenciales que su empleo como medio de impugnación al imperialismo estadounidense es capaz de generar en el ámbito doméstico, cuando las extremas derechas usufructúen para sí esta nueva fiebre nacionalista.
En América, además, el hecho de que la primera medida de contención de daños puesta en marcha en la región ante la virulencia de la política exterior estadounidense sea la de profundizar la dependencia respecto de ese los intereses de ese Estado también es indicativo de que al interior de los Estados americanos las fuerzas de izquierda, nacional-populares, no cuentan con la fortaleza suficiente como para plantearse, siquiera, la posibilidad pagar los costos inmediatos que se deriven de un paulatino alejamiento de la órbita imperial estadounidense que en el mediano y en el largo plazos se traduzcan en el goce de mayores grados de autonomía relativa tanto en el plano doméstico como en la definición de la política exterior y las relaciones internacionales de cada Estado. Casos como el mexicano, claramente, son ilustrativos de las dificultades que seguir esta vía plantea: antes de Trump, la dependencia mexicana de Estados Unidos en temas de comercio, inversión, seguridad, etc., ya era de por sí profunda. Deshacer ese camino andado no es tarea sencilla. Sin embargo, en el contexto actual, si en la prioridad de la política exterior mexicana no se contempla, si quiera, una opción a mediano y/o largo plazos para atenuar gradualmente esa circunstancia ello se debe a que la supervivencia de las fuerzas nacional-populares hoy a cargo del gobierno de la República es mucho más frágil de lo que en realidad se cree (por amplio y sólido que parezca o efectivamente sea el respaldo popular de la presidenta del país). Los costos inmediatos son mayores que los beneficios no mediatos.
La presidenta mexicana, Claudia Sheinbaum Pardo, dicho sea de paso, ha dado muestras de estar a la altura de las circunstancias y, en el plano bilateral, ha sabido buscar negociar con el gobierno estadounidense desde posiciones de fuerza (o de menor debilidad relativa). Eso no está a discusión. El tema de fondo es saber aprovechar esa fortaleza (también relativa) para conseguir que México cuente con opciones para contrapesar la influencia de Estados Unidos en la región y en la política interna del país: no tanto por la coyuntura abierta por el segundo mandato de Donald Trump sino, sobre todo, porque Estados Unidos siempre ha sido una amenaza existencial para el pueblo de México.
Como sea, lo que en definitiva no hay que perder de vista es que la verdadera fuerza de la que hoy presume Donald Trump en el despliegue de su política exterior es, en realidad, el resultado de las dificultades por las que atraviesan la mayor parte de los Estados americano y europeos.
*Ricardo Orozco. Internacionalista y Posgrado en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Miembro del Grupo de Trabajo sobre Geopolítica, integración regional y sistema mundial de CLACSO. razonypolitica.org