México | La Presidenta y el rey: usos de la historia – Por Pedro Salmerón Sanginés

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

La Presidenta y el rey: usos de la historia

Por Pedro Salmerón Sanginés

No escribiré sobre el sainete del señor Pedro Sánchez, palafrenero del rey cuyo único mérito para serlo es que su padre es aquel corrupto al que impuso Francisco Franco: suscribo este editorial. Sí recordaré que el rey no puede pedir perdón a las naciones originarias, porque “la invasión española a América –seguida de la bestial guerra de exterminio y ocupación y del posterior establecimiento de un sistema explotador colonial sin ambages– constituye la clave de la cultura, la sociedad, la política y la identidad de los españoles”. (Ver arículo)

Fincan su identidad en el orgullo imperial: guerras de conquista y saqueo, picas en Flandes y galeras en Lepanto (por el control de Europa y el Mediterráneo)… y como héroes simbólicos: Colón y Cortés. No importa que la mayoría de los españoles descienda de siervos, campesinos y trabajadores: demasiados han comprado el discurso de sus gobernantes. Y no parece haber diálogo posible, porque para ese discurso nunca hubo invasión, genocidio, colonialismo ni extracción, por más que estén irrefutablemente documentados. No: llegaron a civilizar, a salvar… porque (aunque a veces lo escondan) creen que salvaron las inmortales almas de los indios trayéndoles la única y verdadera religión. A este orgullo imperial (y religioso) le siguió una monarquía cada vez más esperpéntica en los siglos XIX y XX; el colonialismo que quiso continuar a costa de Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Marruecos; la esclavitud que se abolió en 1870 en España y hasta 1886 en Cuba. Y sólo hay dos grandes momentos de insurrección popular en las discusiones y la gran literatura española: 1808-1812 y 1936-1939. El problema de la primera –en términos de su discurso identitario– es que tomó como símbolo a un cobarde tradicionalista, Fernando VII. El problema de la segunda es que la actual monarquía surge del cuartelazo militar, conservador y fascista, respaldado por Alemania nazi e Italia fascista, que ahogó en sangre esa revolución social. Y no es una figura: el corrupto rey Juan Carlos lo fue por decisión del dictador Francisco Franco. Dicen que se hizo un referéndum y se votó la monarquía: sí, una vez, bajo las armas de la dictadura y hace casi medio siglo.

¿Cómo se construyó nuestro discurso histórico? Aunque la derecha conservadora añora a Iturbide y Maximiliano (y a Zedillo, duque de Acteal y marqués de Fobaproa), aunque aman a Porfirio Díaz, aunque leen (los pocos que leen y no se guían por youtuberos) a Vasconcelos, que escribió un manual de historia pensado para hacer propaganda nazi, el discurso se construyó por otro lado: arranca con el nacionalismo del siglo XVIII (el jarocho Clavijero, el regiomontano Servando de Mier, el guanajuatense Hidalgo) y desde entonces se eligió reivindicar a México-Tenochtitlan como origen y a Cuauhtémoc como héroe, y si bien he insistido en que fue un error construir a Tenochtitlan como la raíz de la nación, sí es interesante analizar por qué se eligió a Cuauhtémoc: no es la soberbia militarista de un Ahuízotl ni cobardía entreguista de Motecuzoma (aunque hemos demostrado que eso no ocurrió)… no, se eligió a Cuauhtémoc porque es quien resiste a la adversidad, al destino, a una invasión impulsada por el afán de oro y dominio (en su Segunda carta de Relación, Cortés escribe la palabra «oro» más de 50 veces y «esclavos» o sus variantes más de 20).

Y tras ello, se monta nuestro discurso historiográfico: la resistencia y luego la lucha por la libertad, la igualdad y la justicia encarnada en Hidalgo y Morelos. Y con los grandes románticos (Guillermo Prieto, Vicente Riva Palacio, Ignacio Ramírez, Ignacio Manuel Altamirano) los insurgentes y los chinacos alcanzaron estatura de gigantes. Luego, el porfiriato, y el PRI con mayor eficacia, se robaron esa historia, pero los mexicanos la recuperamos en las calles y las trincheras.

La derecha repite que los mexicanos estamos «acomplejados» y «resentidos». Respondo en primera persona: es un orgullo fincar mi identidad en la resistencia contra la opresión, la lucha contra el colonialismo, la guerra contra el imperialismo, la rebeldía, la revolución. Es un orgullo descender de mixtecos y nahuas, andaluces y vascos, moros y cristianos, africanos esclavizados, libaneses, nicaragüenses y hasta algún pirata inglés. Y a este mosaico pluricultural agrego los combatientes antifascistas a los que abrimos la puerta y se fundieron con México por amor: judíos europeos, españoles republicanos, sudamericanos fugados de dictaduras genocidas…

El mío es el México de las mujeres tlatelolcas que enfrentaron a los españoles en agosto de 1521; cimarrones de Veracruz; pames y mixes, que nunca aceptaron el yugo colonial; la «horda de Hidalgo», soldados de Morelos; las mujeres que en Pénjamo desafiaron a Iturbide; los pintos de las montañas del sur; los indios de Tetela, los Lanceros de la Libertad y los Cazadores de Galeana que hicieron morder el polvo al francés; mayas y yaquis que nunca se doblaron; obreros de Río Blanco y Cananea; las Violetas del Anáhuac; magonistas, coronelas zapatistas, dorados de Villa; las mujeres del primer Congreso Feminista; muralistas, maestras rurales de la década de 1920, petroleros de 1938, ferrocarrileros de 1958, estudiantes de 1968-1986-1999; la Brigada Campesina de Ajusticiamiento, las madres del Comité Eureka, las señoras de San Miguel Teotongo, las costureras del 19 de septiembre, zapatistas de Chiapas, maestras que durmieron en el Monumento a la Revolución en 2013, madres y padres de los 43… y los 36 millones que votamos por Claudia Sheinbaum, y el 79 por ciento que respaldamos su actitud ante el rey y su palafrenero Sánchez.

La Jornada

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