El futuro de la democracia – Por Javier Tolcachier
Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.
Javier Tolcachier *
Es evidente el quiebre antidemocrático que intentan en estos momentos las oligarquías contra los gobiernos progresistas de Colombia y Honduras. Lo que se suma a la permanente arremetida golpista contra el gobierno de la Revolución Bolivariana, ahora con el desconocimiento del resultado electoral reciente, el derrocamiento de Pedro Castillo en el Perú, o el sordo rumor de sables en Brasil, entre otros movimientos oscuros fraguados con el apoyo del Comando Sur y el extendido aparato injerencista que despliega la política exterior estadounidense en la región.
Como ya ha sido explicado en numerosas oportunidades, la articulación derechista en América Latina responde a las necesidades de las élites del capitalismo financiarizado y de un marco geopolítico cada vez más adverso a las pretensiones de poder hegemónico de los Estados Unidos ante el avance del multilateralismo.
Los pueblos debemos cerrar el paso a este ataque frontal a lo poco que queda de democracia, pero es necesario hacer mucho más: Es preciso levantar renovadas utopías y regenerar el sentido de la palabra democracia, un término que, manoseado y manipulado por los voceros del poder establecido, ha perdido por completo su significado. Por lo que quisiera dedicar este espacio a comentar los desafíos de la democracia a más largo plazo, es decir, el futuro de la democracia.
Habitualmente la democracia suele ser colocada como némesis o antítesis de la dictadura. Y sin duda, por razones históricas fundadas y dolorosas.
Sin embargo, quisiera proponer una segunda antinomia: La polaridad contrapuesta a la que me refiero es la de la democracia formal, amañada y mentirosa, frente a la democracia real. Habida cuenta de las tergiversaciones intencionales que hoy derraman por el mundo las agencias y medios hegemónicos del sistema, necesitamos proceder a caracterizar ambos términos correctamente.
La Democracia formal supone que los pueblos eligen libremente concurriendo una vez cada cierto tiempo a votar, escogiendo a sus gobiernos y representantes por un período y modalidades determinadas por sus constituciones.
Pero la manipulación previa de las candidaturas, la coerción que imponen los esquemas de balotaje, el incumplimiento de lo prometido en los programas y las campañas, la disparidad de recursos con los que cuentan las distintas candidaturas, la fabricación de imaginarios ficticios por parte de publicistas y asesores, el vaciamiento militante, moderado apenas por el interés de acceder a algún ventajoso cargo público, las trabas del sistema burocrático, las trampas judiciales, la compra de voluntades, la venta de sellos de agrupaciones inexistentes y por supuesto, las campañas sucias, agresivas y llenas de falsedades a través de las plataformas digitales y medios de comunicación, son algunos de los muchos motivos por los que se debe hoy dudar de que esta democracia formal represente fehacientemente la voluntad popular.
Ante esta afrenta, los pueblos expresan frecuentemente su desconfianza y rebeldía mediante una alta abstención, hecho que se intenta combatir obligando en muchos casos al soberano a concurrir a las urnas, so pena de incurrir en desacato, poniendo en claro la imperiosa necesidad de renovar la organización política general.
Pero a la hora de intentar su transformación, modificando el contrato constitucional – como cualquier contrato, ante el evidente incumplimiento de una de las partes – el mismo sistema coloca requisitos sumamente altos y especiales, para que todo permanezca igual, manteniendo incluso textos constitucionales elaborados durante la dictadura y apenas remozados, como lo hemos visto hace no mucho tiempo en el caso de Chile.
Y cuando esos requisitos son alcanzados, como en Venezuela, Bolivia o Ecuador y ahora en México, para reformular entidades que maniatan la voluntad popular de crecimiento y justicia social, todo es puesto en duda, se envenena a la opinión pública, se intenta frenar el cambio judicializando liderazgos, se presiona y compra a parlamentarios y un largo etcétera con el que se va amañando la supuesta democracia, ya devenida en una suerte de “timocracia” (de timo, sinónimo de engaño).
Entre bambalinas, actúan las garras del poder real oligárquico, financiero, imperialista y transnacional, que pretenden congelar la evidencia del fracaso a las que conduce un sistema anclado en el despojo, el robo y la apropiación del todo social por parte de minorías.
Pero alimentada por el ataque mediático, que se aprovecha de la justa indignación popular y apunta sus cañones a fomentar la pelea entre los más y los menos excluidos, ha emergido otra forma de supuesto castigo a esta fallida y decadente forma de timocracia, Es la que ha hecho que avance la extrema derecha, avance en el que vemos confluir, una vez más, las dos antítesis señaladas, coincidiendo el espíritu violento, negacionista, estigmatizador e irracional de los grupos de extrema derecha con la mentalidad que en su momento apoyó a las sangrientas dictaduras.
También es remarcable la coincidencia de ambas expresiones en su objetivo último: Mientras que las dictaduras militares tenían como propósito eliminar a los cuadros que transmitían desde distintos sustratos ideológicos a la base social un ideario de justicia social, soberanía y liberación, la actual derecha multinacional aspira a liquidar toda noción de acción colectiva, considerando al individualismo excluyente, competitivo y alejado de toda sensibilidad social, como principio y fin de la realidad humana.
Sin duda que esta intención absurda y anacrónica no ofrece ninguna posibilidad de construcción de futuro y está destinada a caer por su propia falta de consistencia.
Sin embargo, es preciso acelerar el proceso y levantar con firmeza utopías fundacionales para retomar rutas constructivas.
En este caso, la utopía política coherente es la de la democracia real. Pero, como veremos a continuación, una mejor descripción de esta imagen es la de democracia multidimensional o democracia integral.
La necesidad de una democracia multidimensional
La democracia liberal tradicional, que sirvió al ascenso burgués en el siglo XVIII frente al régimen colonial tripartito de las testas coronadas, la aristocracia y el clero, es absolutamente insuficiente en la actualidad para el crecimiento social.
Esa democracia liberal coloca el acento en la defensa de la propiedad individual y es por ello que el imperialismo estadounidense, heredero y gestor del poder colonial en manos capitalistas, se identifique con la imposición de ese tipo de democracia, que ni siquiera tiene vigencia en su propio país.
Un nuevo concepto y una nueva práctica de la democracia debe consolidarse: una democracia multidimensional, que permita que las estructuras en las que subsiste el impulso concentrador, antipopular y neocolonial puedan ser reemplazadas.
El principal atributo de una democracia multidimensional, integral y estructural, es la distribución del poder en todas sus instancias, ya sean institucionales, comunicacionales, económicas, étnicas, de género o de cualquier otro tipo.
En términos estrictamente políticos, es esencial la activa, protagónica y permanente participación popular, en dirección a un autogobierno descentralizado y federativo que contemple paridades de género, plurinacionales y generacionales junto a un aceitado mecanismo electivo y consultivo que permita incidencia efectiva y cumplimiento de los acuerdos tomados.
Es obvio que dicha participación solo puede ser plena a través de la distribución social de los recursos económicos, por ejemplo a través de rentas universales u otros mecanismos de reparto equitativo a fin de abandonar una existencia de “trabajos forzados” y liberar energías necesarias para el activismo social y político, al tiempo de cortar cadenas de dependencia.
Asimismo, es clave la pluralidad del relato informativo. A ese fin puede concurrir una alianza entre el Estado y el sector comunitario de la comunicación, -cercano desde sus orígenes y en su práctica diaria a las necesidades vitales de la población-, con el objetivo declarado de nivelar el descomunal poder que hoy tienen las corporaciones mediáticas sobre la opinión pública.
Una fuerte alfabetización con enfoque crítico sobre los entornos digitales y la regulación de su accionar hoy omnímodo, serán elementos indispensables para una re-democratización de la red internet, para facilitar el acceso irrestricto al conocimiento y la comunicación, paradigma hoy jaqueado por el interés mercantil.
Al mismo sentido concurre la noción de plurinacionalidad, que denuncia la unilateral apropiación del ámbito cultural por parte del modo de ver el mundo impuesto por el colonialismo.
Estos son unos pocos ejemplos para ilustrar el concepto de multidimensionalidad democrática, ejemplos que tienen por objeto convocar a la reflexión y al aporte colectivo sobre modelos futuros de organización social.
De acuerdo a esto, el buen desempeño de un gobierno – en especial de un gobierno progresista o revolucionario – podrá ser evaluado a la luz del crecimiento de la democracia en las distintas dimensiones sociales y no solamente en términos institucionales o de mejoría en las condiciones de vida, de por sí, condición primera e insoslayable.
Los desafíos en camino a una democracia multidimensional
En consecuencia, el desafío de la organización social y política se convierte en un objetivo triple. Por una parte, es imprescindible acuñar la unidad coyuntural necesaria desde la convergencia de la diversidad, para evitar que el poder concentrado local e internacional utilice las poleas de la institucionalidad estatal para beneficio propio y perjuicio general.
Es preciso hacer un alto aquí y mencionar uno de los problemas estructurales que aparecen cuando las fuerzas progresistas o revolucionarias acceden al poder político. Nos referimos a la burocratización que conlleva el alejamiento de los cuadros de la base social, transformándose los militantes en funcionarios. Una administración centralizada requiere miles de funcionarios y suele absorber y aplacar el fervor revolucionario entre planillas e informes. Ni hablar de lo que sucede cuando cambian las prioridades personales de quienes ocupan un sitial de importancia.
Así, para avanzar hacia una democracia real, diseñar modelos de distribución del poder es esencial. Distribución que será más o menos radical o progresiva, revolucionaria o progresista, según la relación de fuerzas que exista en el momento de su aplicación.
Por fin y de fundamental importancia, es la transformación colectiva en el campo de la subjetividad, en el campo de los valores que dan dirección y sentido a la existencia individual y común, aspecto que es crucial para dotar de coherencia y permitir que los cambios que pudieran lograrse en la superficie social, echen raíces duraderas.
Si la posesión, la apropiación y la negación de la intención de otros continúan siendo la moneda corriente, difícilmente se pueda aspirar a una sociedad solidaria, equitativa, colaborativa y de libertad creciente para todas y todos. En palabras simples, si los oprimidos piensan y actúan como los opresores, si aspiran solo a cambiar de situación para emular la vida de los ricos y poderosos, no habrá cambio verdadero. Un nuevo sentido de la vida, tendiente a la humanización personal y social nos convoca.
Y aquí nos encontramos con una nueva traba en el camino, y quizás con una labor mucho más difícil que modificar las estructuras económicas y políticas adversas. Se trata de lidiar con la conservación en nosotros mismos, sobre la que habrá que trabajar en simultáneo a la acción social y política.
Un aspecto esencial en esto es la comprensión y la inclusión de la noción de dinámica generacional en todo análisis y estrategia política y social. Las nuevas generaciones necesitan hacer su aporte creativo al proceso histórico; si las generaciones anteriores lo impiden, el signo de su acción será reactivo, tal como lo estamos observando en distintos lugares hoy.
Lo que estamos diciendo, es que la revolución hacia una verdadera democracia debe ser permanente, como permanente es el cambio en la vida y que esa revolución debe tomar como norte tanto los cambios sociales externos como la transformación de la interioridad.
El hombre y la mujer nuevos deben surgir a la par de la construcción de la nueva sociedad, de la nueva democracia, la democracia integral y multidimensional, un proceso social dinámico, una construcción colectiva e intergeneracional.
Finalmente, así como imaginamos y promovemos una democracia multidimensional al interior de cada nación, el mismo concepto aplica a las relaciones internacionales.
El monopolio cultural instalado por el colonialismo, reforzado en el siglo pasado por la inmoral pretensión supremacista del Occidente liderado por los Estados Unidos, hoy está cediendo paso al multilateralismo.
En este juego de fuerzas, para poder garantizar el bienestar de nuestros pueblos, América Latina y el Caribe deben tender a la integración de sus enormes posibilidades en todos los ámbitos.
Tal integración, desde el enfoque que venimos comentando, debe proceder desde la misma base social, construyendo la unidad desde la convergencia de la diversidad, hacia un horizonte que contemple una novedosa entidad política federativa de los pueblos. Divididos somos presa fácil, unidos somos invencibles.
(*) Investigador del Centro Mundial de Estudios Humanista y Comunicador en agencia internacional de noticias Pressenza. Ponencia expuesta en el Seminario Internacional de Comunicación para la Integración, São Paulo, Brasil,