Elecciones en Estados Unidos: un mero show para América Latina – Por Alberto Maresca
Elecciones en Estados Unidos: un mero show para América Latina
Por Alberto Maresca *
A más de doscientos años de la Doctrina Monroe, las relaciones entre Estados Unidos y América Latina siguen marcadas por una continua confrontación política, económica e ideológica, impactando directamente las realidades latinoamericanas. El alineamiento de la derecha latinoamericana a la hegemonía estadounidense, y en particular a su franja conservadora, es un fenómeno relevante. Bukele en El Salvador, Noboa en Ecuador y Milei en Argentina son los últimos referentes del entreguismo derechista, representantes apropiados de la famosa máxima de Arturo Jauretche: “Si malo es el gringo que nos compra, peor es el criollo que nos vende”.
El paradigma interamericano actual ha llevado a la difundida consideración de un cierto olvido por parte de Washington a su mal llamado “patrio trasero”. Al parecer, los acontecimientos globales del siglo XXI habrían desviado el foco de la política exterior estadounidense hacia otras latitudes, descuidando a América Latina. Siguiendo esta opinable línea de pensamiento, deberíamos concretar que las próximas elecciones norteamericanas, programadas para noviembre, no tendrían ningún peso para la región. Por más que resulte apropiado identificar la ausencia de renovación en la agenda latinoamericana de Estados Unidos, que conserva la teoría injerencista reaganiana, ello no implica que las siguientes elecciones sean del todo intrascendentes para las relaciones con América Latina.
El gran cambio es que, con respecto al pasado, el impacto de las elecciones estadounidenses de 2024 será más incidente para Washington que para nuestro continente. Es decir, en un tablero geopolítico internacional donde Estados Unidos se ve obligado a apagar los fuegos de varios conflictos, productos de su propia política exterior, América Latina es el ejemplo del fin de la Pax Americana. Las reforzadas interacciones de Nuestra América con otros actores pertenecientes al Sur Global, conforman enormes desafíos para el nuevo inquilino de la Casa Blanca. La política exterior estadounidense en cuanto a Latinoamérica ha sido, básicamente, unívoca desde Trump hasta Biden. Las sanciones a Cuba y Venezuela, el intento de confundidos acuerdos migratorios con México y el Triángulo Norte (Guatemala, Honduras, El Salvador), y finalmente el sinsentido en los acercamientos a la cuestión haitiana, han sido vectores de la reciente agenda latinoamericana de Estados Unidos. La razón es que tanto las sanciones como el asunto migratorio, al cual va conectado Haití, son cuestiones de política doméstica. Sea Kamala Harris o Trump, muy probablemente se seguirán estas mismas líneas, al ser uno de los pocos rubros donde la ultra-polarizada sociedad estadounidense encuentra un mínimo de consenso, lamentablemente.
Cabe señalar una tendencia peculiar que se ha visto explícitamente durante la administración Biden: la militarización de las relaciones Estados Unidos–América Latina. La jefa del Comando Sur, Laura Richardson, ha conducido, rotundamente, la acción exterior yanqui en el continente. Es ahí donde sus declaraciones sobre el litio, los viajes a Argentina, Ecuador, Guayana y otros destinos deberían despertar aquellas voces que subrayan el alejamiento de Estados Unidos con respecto a Nuestra América. Dado el fuerte personalismo que ha caracterizado el último gobierno Trump, con figuras ideológicamente afines en su monroísmo como John Bolton y Mike Pompeo, ejecutores de la política exterior republicana, se puede esperar una actuación parecida de un Trump 2.0. No obstante, parte del equipo del primer Trump no lo sostendría nuevamente, incluso el mismo Bolton, un aspecto que puede llegar a tener consecuencias en su plan interamericano. El fuerte ostracismo de Trump a la República Popular China y a Irán, contrariamente a su mayor diálogo con la Rusia de Putin, podría generar una competición comercial y política de dudoso beneficio para los intereses latinoamericanos.
Los gobiernos progresistas de América Latina, empezando por México, han de defender la importancia de su diversificación, sin caer en los entramados de la disputa global que Trump encabezaría frente a Pekín. Al mismo tiempo, el progresismo regional deberá unirse para abordar los ataques a Cuba y Venezuela, países que pertenecen a los tópicos de discusión electoral para ambos partidos. Demócratas y republicanos han comprendido que el amplio electorado latino, sobre todo en la Florida, rechaza posturas de apertura frente a La Habana y Caracas. Esto explica los reiterados embates hacia las dos naciones caribeñas por parte, en particular, del Congreso de los Estados Unidos. El poder legislativo yanqui, que extiende ampliamente sus brazos hacia la carpeta internacional, será un actor involucrado con América Latina, durante y después de las elecciones estadounidenses.
Si bien sea difícil poner en duda la victoria de Trump en las próximas elecciones norteamericanas, independientemente de cuál sea el resultado en noviembre, el destino de América Latina no dependerá de lo que ocurra en Washington. No hay que esperar cambios en la actitud hacia el continente, sin contar el signo político (si hay uno) del próximo mandatario norteamericano. La región debe, como buen espectador, disfrutar del espectáculo circense de las elecciones norteamericanas que vendrán, teniendo bien en claro las enormes diferencias, en intereses y prospectivas, que existen entre el progresismo yanqui y el progresismo latinoamericano. No son sinónimos, ni términos similares, se trata simplemente de una mera analogía semántica. El futuro de América Latina no tiene que ver con lo que ocurra en el Norte; al contrario, necesita conectarse con los dinámicos y vivaces acontecimientos presentes en el Sur del mundo.
*Estudiante italiano de la Maestría en Estudios Latinoamericanos de la Georgetown University, donde también es asistente de docencia e investigación. Ha sido investigador visitante en FLACSO Argentina y en la Universidad de la República de Montevideo (FCS). Obtuvo un Máster en Diplomacia y Relaciones Internacionales por la Escuela Diplomática de España en Madrid y una Licenciatura en Ciencia Política y Relaciones Internacionales por la Universidad Federico II de Nápoles, Italia.