Emociones extremistas – Por Ariel Sánchez

La ultraderecha avanza en Europa y el mundo. | Juan Salatino
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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Emociones extremistas

Por Ariel Sánchez*

«Apuestan por nosotros porque son personas muy normales con problemas muy normales.” La frase pertenece a una alta dirigente del partido ultraderechista alemán, Beatrix von Storch. No es una frase cualquiera. Esa oración encierra la clave para comenzar a comprender el exitoso impacto del discurso de las nuevas ultraderechas en Europa.

No se trata de propuestas, ni de planes, ni de ideología. Se trata de valores y de emociones. Y a la vez se trata de la descripción de un impulso, de una intuición, de una apuesta por algo diferente. Todos nos sentimos “normales” y todos estamos convencidos de que nuestros problemas, intereses y preocupaciones son “normales”. El discurso de la ultraderecha no dice qué es “normal”, simplemente lo deja a disposición del ciudadano para que lo rellene con lo que le parezca. Ese relleno es usualmente denominado “sentido común”. Tras él se encuentran nada más y nada menos que nuestros valores, aquellos conceptos que nos permiten diferenciar entre lo que queremos y lo que no, entre lo que está bien y lo que está mal, entre lo que apoyamos y lo que, eventualmente, votamos.

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La ultraderecha ha conseguido elaborar relatos que, según las particularidades de cada país y región, articulan valores irrenunciables para ciertos sectores. Valores que posiblemente estén ausentes, o mal comunicados, en los discursos del resto de los partidos. Valores que no tienen necesariamente un correlato con planes de gobierno, con propuestas de ley o con proyectos concretos. Para el relato ultraderechista lo esencial es activar otras lógicas más profundas, aquellas que nos movilizan: el miedo a lo desconocido, el odio hacia el diferente, la frustración por no cumplir nuestras expectativas.

Y esto es lo que descoloca a la inmensa mayoría de los observadores y de sus competidores, que no pueden visualizar cómo un partido sin contenido puede movilizar a millones de electores. Muchos políticos de izquierda y también de derecha no encuentran lógica en el crecimiento de esta fuerza. Y es posible que nunca lo hagan. Piensan en la razón como vehiculizador, motivador y sustento del apoyo electoral. Suponen que el voto obedece a criterios razonados. Creen en la ilusión de los siglos XIX y XX, en la ilustración, en nuestra capacidad de razonar como la guía de nuestras acciones.

Nuestra mente es más compleja que una simple álgebra de pros y contras. Las decisiones obedecen a motivaciones que, en la gran mayoría de los casos, no fueron reflexionadas, ni siquiera nos hemos percatado de ellas. Una de nuestras motivaciones más importantes son las emociones.

El fenómeno de la ultraderecha refuerza esta idea. Los apoyos electorales que recaba tienen poco que ver con una decisión racional, en el sentido clásico del término. De lo contrario sería imposible entender por qué, por ejemplo, un trabajador humilde, posiblemente desempleado, decide apoyar a una formación de extrema derecha que planea flexibilizar y pauperizar aún más el mercado laboral. ¿Pueden las emociones darnos una respuesta en este sentido?

El falso dilema

La razón y la emoción son conceptos que se presentan como opuestos. O al menos eso nos han enseñado. La razón es la causa de las buenas decisiones, la emoción, en cambio, cuando nos domina, nos impide elegir correctamente. La primera es la que nos aleja del mundo animal, la segunda es el animal que llevamos dentro. Sin embargo, es preciso comprender que el funcionamiento de nuestro cerebro no concuerda con esta concepción.

La razón y la emoción no se reemplazan mutuamente. No son intercambiables, al contrario, son complementarias. Y cada una de ellas cumple diferentes funciones. Las funciones de la razón son diferentes de las que creemos. En efecto, nos definimos como seres racionales que evalúan pros y contras a la hora de tomar decisiones. Sin embargo, los avances más recientes sobre el estudio de nuestro cerebro demuestran cuán lejos estamos de ello. Los investigadores Hugo Mercier y Dan Sperber explican en su libro The Enigma of Reason que la razón, en el sentido clásico del término, posee dos funciones principales: 1) buscar o elaborar justificaciones racionales para cada una de nuestras decisiones, un proceso que usualmente se conoce como racionalización; y 2) evaluar las razones que esgrime el resto cuando justifica sus propias decisiones.

La racionalización tiene el objetivo de sostener nuestra reputación social. Cuando tomamos una decisión, estamos comunicando a la vez un conjunto de valoraciones que será evaluado automáticamente por quienes nos rodean. Si una persona decide votar a la ultraderecha y lo manifiesta abiertamente se encuentra en la obligación de explicarlo. Su mente se ocupará de elaborar las justificaciones necesarias para racionalizar su decisión frente a otros. En este sentido, la función principal de la razón es social. La segunda función de la razón se complementa con la primera. Se trata de la evaluación que realizamos sobre las justificaciones de los demás. ¿Son suficientes? ¿Son aceptables? ¿Comparto los valores que de ellas se desprenden? Esta segunda función nos obliga a revisar los argumentos del interlocutor para poder posicionarnos al respecto.

El rol de las emociones se relaciona con la generación de motivaciones para entrar en acción. Sin ellas seríamos incapaces de tomar decisiones o, al menos, nos tomaría demasiado tiempo y energía. Según la psicóloga e investigadora Lisa Feldman Barrett, las emociones son construcciones sociales que nos permiten leer lo que nos rodea y preparar a nuestro cuerpo para actuar. Si una persona está sola durante la noche en una zona despoblada de una ciudad que desconoce, es posible que sienta miedo ante algún ruido súbito. Un bocinazo, el ladrido de un perro, una sirena serían interpretados por su cerebro como instancias de posible peligro que prepararía a su cuerpo para enfrentarlo (aumento del pulso sanguíneo, por ejemplo).

El miedo que siente esa persona en ese momento y lugar es entonces una emoción que construye a partir de la categorización de determinados estímulos en una situación determinada (ruidos en un contexto desconocido e inseguro). Esa emoción es la que le da la posibilidad de tomar una decisión de la que, posiblemente, no sea consciente. La emoción, es decir, el miedo, funciona aquí como un indicador que sintetiza incontables estímulos para que podamos evitar o reducir un eventual peligro.

En este sentido, Westen define las emociones como el combustible para tomar decisiones. Si lo llevamos al plano de las decisiones políticas, como por ejemplo apoyar o no a determinado partido político, las emociones juegan un rol fundamental. Si por alguna razón creemos que lo que está en peligro, por ejemplo, es nuestro sistema de valores, aparecerá el miedo. Y ese miedo nos llevará a actuar de alguna manera para defenderlo.

La pregunta es, entonces, cuáles son las razones que nos llevan a construir instancias de alguna emoción, como el miedo, el odio o la frustración. Y, más precisamente, cómo accedemos a esa información, o bien, cuán grande es el riesgo de ser manipulados sin darnos cuenta.

“El ‘frame’ sugiere de qué se trata”

La valoración de una información y la consecuente toma de decisiones puede variar radicalmente en función de la presentación de la misma. En otras palabras, idéntica información presentada de maneras diferentes produce efectos diferentes. Este hallazgo les corresponde a los psicólogos Daniel Kahneman y Amos Tversky, que desde los años 70 investigaban el proceso de toma de decisiones. Sus investigaciones son la piedra fundamental del concepto de marco interpretativo o frame.

Los marcos o frames son las representaciones mentales que nos ayudan a estructurar la información que percibimos constantemente. Los frames ofrecen una definición de un problema que, a su vez, implica una determinada presentación de la información. Aceptar un frame significa entonces aceptar ciertas premisas o condiciones y a la vez consecuencias sobre una discusión determinada. Por ejemplo, referirse a la Unión Europea como la burocracia de Bruselas implica una valoración de la misma en términos negativos que genera un efecto en cada uno de nosotros, aunque sea inconsciente.

En resumen, los frames ayudan a entender y ordenar lo que sucede a nuestro alrededor, pero a la vez limitan, seleccionan y jerarquizan la información. Esto tiene como consecuencia no solo un efecto en nuestras valoraciones, sino también en las emociones que experimentamos.

La especialidad de la ultraderecha: administrar ‘frames’

Las distintas fuerzas de la ultraderecha en toda Europa han aprendido a dominar la utilización estratégica de los frames. Han comprendido que estos últimos son el vehículo para relacionar determinadas emociones con determinadas temáticas y a partir de allí aprovechar electoral y políticamente las reacciones de los afectados. Es por ello que para cada tema de su agenda desarrollan diferentes frames que son incluidos en su discurso de forma sistemática.

Por otra parte, los ultraderechistas manejan muy bien el uso de las narrativas. Mediante su empleo, la transmisión de los frames, de los valores que estos conllevan y de las emociones que posteriormente despiertan es mucho más eficiente. Y esto funciona por lo que el filósofo y matemático Nassim Nicholas Taleb denomina “la falacia narrativa”.

Para nuestro cerebro la información es costosa. En primer lugar, debe invertir recursos en obtenerla; en segundo término, debe invertir recursos en guardarla; y, finalmente, debe invertir recursos en reutilizarla. Las historias son el instrumento perfecto para que el cerebro pueda ahorrar la mayor cantidad de esos recursos. En ellas, la información aparece ordenada, posee coherencia y permite establecer causalidades entre hechos. Estas características no solo colaboran con la reconstrucción de la misma, es decir, con la memoria, sino que la información es almacenada como una experiencia vívida y no como un mero compendio de datos.

Sin embargo, esta narrativa también implica la simplificación de la información. Aumentan las chances de caer en el reduccionismo y, a raíz de su capacidad explicativa y su coherencia, parece verosímil pese a exponer solo un aspecto del tema. En consecuencia, las conclusiones que se pueden derivar de ella corren un alto riesgo de ser falaces o infundadas. Las narrativas nos dejan expuestos a una serie de sesgos cognitivos que pueden ser aprovechados para manipular la visión que desarrollamos sobre un debate en particular. Con el fin de simplificar y a la vez procesar rápida y eficientemente la información que recibimos constantemente, nuestro cerebro toma atajos cognitivos. Es decir, utiliza su experiencia para tomar decisiones sin que ni siquiera nos percatemos de ello. En general, esta es una función muy útil; sin embargo, en ocasiones estos atajos nos llevan a desviaciones de interpretación. Estas últimas son denominadas “sesgos cognitivos”.

La tendencia a pensar que un argumento es fuerte porque es creíble (belief bias), a enfocarse solo en la información que confirma lo que se creía previamente (confirmation bias), o bien, a preferir un resultado seguro aunque pueda ser perjudicial (risk aversion) son algunos de esos sesgos cognitivos. La potencia de ellos radica en que los ignoramos. Es decir, suceden tan naturalmente que demanda una enorme inversión de energía poder tomar conciencia de ellos y, eventualmente, revisar las decisiones derivadas de los mismos. Por las mencionadas características, la falacia narrativa se convierte en un instrumento preferencial de las ultraderechas. Tanto para transmitir sus frames como para asegurar su multiplicación a través de la repetición. Veamos algunos ejemplos.

El ‘frame’ de la injusticia: la frustración crónica

La discusión sobre la distribución de la riqueza ha sido históricamente parte de la agenda de los partidos de izquierda. La lucha de clases, la justicia social o los derechos de los trabajadores son elementos propios de esa cuestión o issue. No obstante, la pertenencia de este tema ya no es exclusiva de este sector del espectro político. En efecto, la ultraderecha ha sido capaz de arrebatarle esa hegemonía y, con ello, ha instalado un frame en el debate público que compite con el de la izquierda e intenta redefinir el problema.

La ultraderecha promociona el frame de la injusticia mediante el cual mantiene la mala redistribución de los recursos como el problema a resolver, pero modifica su definición. La causa no tiene que ver con ricos y pobres, como argumenta la izquierda, sino que se trata de un problema horizontal, entre pobres y extranjeros pobres. Es decir, establecen una conexión entre el tema migratorio y los sectores vulnerables. Al hacerlo, los pone a competir por los recursos del Estado, por los puestos de trabajo, por la educación para sus hijos, por la adjudicación de viviendas. La lista es interminable.

En el caso alemán, este frame funciona a la perfección con la narrativa sobre la llegada de los refugiados en 2015. En ella, los refugiados no son más que visitantes indeseados a quienes la canciller Angela Merkel “les abrió la puerta”. En España, el caso Aquarius es otro ejemplo del desarrollo de ese tipo de narrativa con el frame de la injusticia. La ultraderecha de ese país lo calificó de “ferry con horario regular”.

La frustración que genera este frame, potenciado por la narrativa, activa los apoyos de aquellos cuyas expectativas no están satisfechas. Muchos ya no confían en el sistema ni en los partidos políticos tradicionales. Se sienten decepcionados, marginados y olvidados. El descontento de esos grupos puede desatarse cuando encuentran este tipo de chivos expiatorios mucho más palpables que los ricos, los bancos o los consorcios internacionales.

El frame de la injusticia permite así evitar que el conflicto sea de tinte xenófobo, al menos en la superficie, y otorga razones a los indignados para rechazar al refugiado o el africano que a duras penas se salvó de morir en el Mediterráneo. No se trata de atacarlo, sino de defender lo propio. Y aquí es donde el sesgo cognitivo es muy claro: poner el foco solo en la información que confirma las preconcepciones (confirmation bias). Los políticos, en quienes no se confía, han traicionado a su pueblo al permitir que extranjeros lleguen a aprovecharse de los recursos. La historia de la ultraderecha confirma entonces que esos políticos son el problema del país, y su reemplazo debería ser la solución. Esto nos lleva al segundo ejemplo.

El ‘frame’ de la amenaza latente: miedo y odio

El discurso ultraderechista se caracteriza por establecer lógicas binarias. El pueblo frente al enemigo del pueblo. Ambos son conceptos que la ultraderecha se encarga de definir y otorgarle entidad según convenga. La vieja política, la Unión Europea, la banca especuladora o los medios de comunicación pueden ser enemigos del pueblo. Y este último ejerce ese rol de enemigo al actuar en contra de los intereses del país, entendido este último como la representación colectiva de los ciudadanos.

La construcción de esta narrativa es bastante elemental, pero no por ello menos eficiente. Por un lado, aparece un villano, el enemigo, que es causa de los problemas y del sufrimiento de la víctima. Por otro, puede surgir un cómplice, que no hace más que legitimar al villano y colaborar con él. Finalmente, surge el héroe, aquel que llega para combatir el mal, pero que tiene que superar dificultades para cumplir con su cometido. En esta simple estructura narrativa, la ultraderecha transmite su marco interpretativo más efectivo: el frame de la amenaza latente.

La víctima es el pueblo del país que corresponda. El pueblo está en peligro. Es interesante destacar que la visión no es meramente materialista, no se trata solo de los recursos mal distribuidos, como se mencionó previamente, aquí están amenazados los valores del pueblo. La víctima sufre por el temor a perder su cultura, su religión o su forma de vida, el miedo a que nada vuelva a ser como antes, la inseguridad de la incertidumbre. Todos estos valores se resumen en la cuestión de la identidad nacional.

Paralelamente la amenaza, o el villano, se manifiesta de múltiples formas en la narrativa ultraderechista. Puede ser el islam, en tanto “religión extraña, sin raíces en Europa y para colmo causante del terrorismo”. También se puede expresar en los inmigrantes en tanto grupo externo, “sin interés en integrarse, con costumbres foráneas y muy posiblemente contrarias a la moral local”. Los políticos, o los partidos tradicionales, también pueden ocupar este rol de enemigo. Así su “comportamiento antipatriótico, egoísta y despreciativo con los intereses de sus representados” los convierte en el “germen patógeno” del sistema.

Según el tema en cuestión, los villanos también pueden convertirse en cómplices. La política “abriendo las puertas a la inmigración” o los medios de comunicación “ocultando la verdad” son dos claros ejemplos. Finalmente, el héroe no es otro que la formación ultraderechista, en general encarnada en su líder, que llega para “defender al pueblo” y cumplir varios objetivos paralelos: “alertar al pueblo sobre la amenaza latente”, “señalar a los culpables de sus males”, “recuperar los valores ultrajados” y “restaurar el orden en el país”.

La amenaza latente es un frame que contiene otros subframes que aparecen en la narrativa ultraderechista. El miedo a convertirse en “minoría en el propio país” es un ejemplo de ello. Varios partidos y movimientos han utilizado esta frase para alarmar sobre un supuesto reemplazo cultural (Umvolkung), así como también sobre el deterioro de las identidades nacionales. El componente nacionalista, o el nativismo, oculto en este subframe no solo activa el miedo, sino que propaga el odio hacia las culturas foráneas.

El rol de la mujer, la identidad de género, el matrimonio entre personas del mismo sexo, entre otros, son algunos de los debates en los que la ultraderecha aplica el frame de la amenaza latente. En su relato se reivindican elementos ultraconservadores y los utiliza como ariete en contra de los límites de lo políticamente correcto. En este sentido, lo que era considerado una falta de respeto hoy puede ser transformado en una verdad que nadie se anima a decir. La ultraderecha se erige así como una suerte de movimiento liberador en contra de la tiranía del mandato progresista. De esta forma, desafiar lo políticamente correcto ya no implica un castigo social, sino que pasa a ser una defensa de determinados valores. Ese último elemento está relacionado con el miedo a la incertidumbre, la falta de reglas o la pérdida del statu quo como vehiculizador.

*Licenciado en Ciencias de la Comunicación de Facultad de Ciencias Sociales-Universidad de Buenos Aires. Profesor de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata. Director de Promoción de Masculinidades para la igualdad del Ministerio de Mujeres, Políticas de Género y Diversidad sexual de la Provincia de Buenos Aires.

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