Los años tontos: ¿Cómo salir de la condición de idiotas? – Por Abraham Verduga
Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.
Abraham Verduga *
Jesús Quintero, el entrañable “loco de la colina”, uno de los periodistas más populares de la radio y televisión española, una vez dijo: “Nunca como ahora la gente había presumido tanto de no haberse leído un puto libro en su vida”. Con esta frase, apuntaba a una tendencia preocupante: el culto a la ignorancia. En tiempos de redes sociales y flujos interminables de información superficial, la reflexión crítica parece haber perdido terreno frente al espectáculo. El analfabetismo político, que Bertolt Brecht definía como el peor de los males, es hoy más evidente que nunca.
El 3 de octubre de 2023, un día después del debate presidencial entre Luisa González y Daniel Noboa, el analista político y excandidato a la alcaldía de Quito, Antonio Ricaurte, expuso en varios espacios digitales una tesis que se volvió viral en redes sociales. Ricaurte opinaba sobre los performances exhibidos por los aspirantes a Carondelet, sus discursos, comunicación no verbal, etc. Al comentar sobre el candidato Daniel Noboa, actual presidente de la República, lo describió como un “cojudo”, sugiriendo que esta característica podía ser ventajosa para ganar elecciones.
“Se lo vio a Daniel Noboa medio cojudón, medio pendejón, pero esto no es tan malo, porque para ganar elecciones hay que ser medio cojudo. Porque cuando el candidato es medio cojudo, la gente lo ve diferente y distinto, porque cuando el político habla con mucha fluidez, enseña números, estadísticas, propuestas, la gente duda y dice… está mintiendo”, y sentenció de manera entusiasta que “en política, ser medio cojudo es importante”.
Bien podríamos tomarnos este análisis como lo que es: una vulgar loa a la ignorancia y la banalidad del espectáculo político; una tesis deprimente y cínica que es síntoma inequívoco de una crisis civilizatoria. Pero me gustaría proponerte una reflexión un poco más profunda sobre los inquietantes tiempos políticos que vivimos: la creciente aceptación del “cojudismo” como norma y la pérdida de interés por el pensamiento crítico. Lo dicho por Ricaurte es una alarma sobre una crisis más amplia de la que quizá no estamos plenamente conscientes. Los medios de comunicación y las redes sociales juegan un papel crucial en mantener esta dinámica, diseñando distracciones y todo tipo de placebos para una población que, por hábito o por elección, se aleja cada vez más del debate público y del compromiso cívico. Una población que se despolitiza.
Imaginemos por un momento que “hacerse el cojudo” es, efectivamente, una cualidad, casi un atributo necesario para los políticos de nuevo tiempo. ¿Qué implicaría esto? Pues, para empezar, sugeriría que el votante promedio de nuestro país no solo es intelectualmente perezoso, sino que tiene cierta simpatía por la trivialidad y la ignorancia. ¿Es esto cierto? Yo creo que no, sin embargo, no puedo evitar admitir que la idea de usar el “cojudismo” como una forma de distinguir a los votantes de una u otra tendencia es, cuanto menos, tentadora.
Siguiendo con esta provocación, con fines pedagógicos, planteemos que el eje que fractura hoy al Ecuador es el “cojudismo”. Si esta división es real, entonces cada uno de nosotros tendría que elegir de qué lado de la línea quiere estar. Durante la última campaña electoral, un usuario de la red social “X” (antes Twitter) escribió sin ningún tipo de recato:
“Prefiero votar por un cojudo antes que por un correísta”. Mi amiga Soledad Angus, una abogada brillante de agudo ingenio, respondió con sarcasmo exquisito que esa afirmación era coherente porque, al final, las elecciones se basan en criterios de representación. Así que, si eres cojudo, tiene sentido votar por otro cojudo. Su respuesta daba en el clavo: a veces, las personas buscan candidatos que reflejen su propia mediocridad.
Ahora hablemos más en serio. Siempre me he distanciado de la tendencia a culpar al electorado. Epítetos como “desclasados”, “florindos” o “lassies” se arrojan con facilidad cada vez que el voto popular favorece a candidatos de derecha. Soy de los que cree que no podemos quedarnos en ese regocijo tranquilizador de que nuestra lucha, la del progresista, es moralmente superior y que, por tanto, la única explicación posible de las derrotas se debe únicamente a mecanismos poderosos que nos cercan.
A estas alturas del partido, negar que jugamos en cancha inclinada, con árbitro vendido y condiciones de competencia desiguales sería una insensatez, pero ¿de qué nos sirven las justificaciones y la autocomplacencia del rigorismo ético cada vez que pierden los proyectos que defendemos? Lo que realmente necesitamos entender es por qué tanta gente maltratada, que ha sufrido en su carne los embates del neoliberalismo, elige opciones políticas que parecen contrarias a sus intereses, en lugar de proyectos genuinamente democráticos que priorizan al ser humano sobre el capital. ¿No será que el adversario ha logrado una hegemonía cultural tan fuerte que ha penetrado incluso en las mentes de quienes más sufren?
No se trata de condenar desde un purismo ideológico a los que mandan y a los que obedecen, se trata de comprender cómo puede ser que después de tantos golpes, un segmento considerable de la población sigue votando por sus tiranos. Necesitamos desentrañar cómo se está formando este nuevo sentido común de época y arribar a una estrategia para resignificarlo. Si queremos transformar la realidad, decía el viejo Marx, primero necesitamos interpretarla. Aprovecho este guiño a Carlitos para hacer notar que aquel mantra que reza que “son las condiciones materiales las que determinan la conciencia” (materialismo dialéctico), fue concebido en un mundo donde no existía Ecuavisa, MasterChef, Netflix o Tiktok. Así que la batalla cultural y la manipulación ideológica tienen una dimensión completamente diferente hoy.
Quizá por eso necesitamos a Gramsci más que nunca, para entender que las transformaciones históricas no dependen solo de factores económicos, sino de una voluntad social colectiva que surge de un trabajo ideológico y cultural en la sociedad civil. La realidad es que no todos votamos en función de nuestros propios intereses y por ello el hecho decisivo es la transformación subjetiva.
Dicho todo lo anterior, me veo obligado a concluir que resulta imperativo que una buena parte de la población votante despierte y salga de la condición de idiota. Y no me refiero hablo del término en su sentido vulgar, sino de su significado original en el contexto griego. El problema aquí es mucho más grave que ser simplemente un “cojudo”. Permíteme explicarte.
En la Grecia clásica -te apuesto a que no conocías este dato- ser “idiota” era una condición política que indicaba algo preocupante. El idiota era aquella persona que se desentendía por completo de la vida pública, alguien que no se involucraba en los asuntos de la polis, la ciudad-estado. Tales personas sin compromiso cívico eran consideradas enfermas de «idioteia», una suerte de virus que llevaba al desinterés crónico por el bien común, por lo que es de todos. El término «idiotés», del cual deriva la palabra “idiota”, se refería a esta enfermedad social que hoy debemos erradicar en el Ecuador, y que necesitamos hacerlo con urgencia.
Salir de la condición de idiota implica, para empezar, involucrarse en los asuntos públicos con un poco más de pasión y mucho menos de ingenuidad. Sí, estoy hablando del voto inteligente, el que se guía por el amor de patria y una pizca de memoria histórica. Un voto consciente puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Y no, esto no es una exageración. Como dijo el papa Francisco, “el neoliberalismo mata”. ¿Ejemplos? Basta con mirar el gobierno de Lenín Moreno, quien en plena pandemia del coronavirus decidió que pagar deuda anticipada a tenedores de bonos era más importante que invertir en salud pública. ¿Resultado? Ecuador fue noticia mundial por ser uno de los países con mayor exceso de muertes registradas durante la crisis.
¿Sorprendido? No deberías estarlo. Salir de la condición de idiota es aprender a identificar a los políticos que priorizan al capital por encima del ser humano, a los negocios antes que a los derechos. No podemos esperar soluciones mágicas de quienes han hecho fortunas explotando a los más débiles y eludiendo sus obligaciones fiscales. Para ser más claro: no podemos seguir aceptando que la misma gente que apoyó la llamada “descorreización del Ecuador” sea la que ahora se presente como salvadora de la patria. La doctrina del shock, de la que habla Naomi Klein, es un manual que recomiendo para entender cómo las élites aprovechan las crisis para imponer sus agendas.
¿Realmente alguien se sorprende de que Daniel Noboa, heredero del Grupo Noboa, que aún hoy sigue siendo el mayor deudor del Estado, esté usando su poder político y las instituciones públicas para favorecer sus negocios? ¿O de que Guillermo Lasso, en solo dos años como presidente, incrementara su patrimonio en más de veintiún millones de dólares? El Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (CELAG) ha demostrado que en 2021 se lavaron 3,500 millones de dinero sucio a través del sistema financiero ecuatoriano. Si no logramos conectar el hecho de que la corrupción y los privilegios grotescos de nuestras élites contribuyen directamente al aumento de la violencia y el deterioro de la democracia, entonces quizá estamos optando por la condición de idiotas por voluntad propia y, tristemente, es posible que incluso nos lo merezcamos un poco.
Salir de la condición de idiota también significa entender que no podemos esperar que un grupo de “filántropos” compasivos de la oligarquía puedan terminar con la pobreza sin la necesidad de ninguna solución política o una reorganización sistémica.
Así que, para ustedes, Santiago y queridos lectores, es claro que ya no podemos permitirnos el lujo de mantenernos en la condición de idiotas, simplemente porque el país no lo aguanta más. No podemos seguir creyendo en farsantes que manipulan a la gente con discursos engañosos y que reciben tribuna en medios de comunicación comprometidos con el status quo. Ser idiota en el siglo XXI es dejar que los demás definan tu destino mientras tú solo observas. Y es en esta pasividad donde la manipulación mediática y las operaciones de lawfare encuentran terreno fértil para destruir nuestra democracia desde dentro. El costo de ser idiota es elevado: cada día que permitimos que la indiferencia y la frivolidad se impongan, perdemos un poco más las libertades y los derechos que tanto nos costó conquistar.
Era Kant quien advertía sobre una “culpable minoría de edad”: la de quien pudiendo estar emancipado, se somete voluntariamente a la esclavitud. Llegará ese momento en el que miraremos atrás y reconoceremos esta etapa marcada por el lawfare como los “años tontos”: un periodo en el que la verdad era secundaria y el relato lo era todo; esos años oscuros donde resultaba más fácil culpar a Correa por cada problema del país, mientras que los verdaderos delincuentes saqueaban las arcas fiscales en nuestras propias narices. Esos años donde la mentira era la moneda de cambio, y donde se decía que si algo iba mal era porque el gobierno lo estaba haciendo bien, y si antes las cosas iban mejor era porque el gobierno lo estaba haciendo mal. Voltearemos la mirada con vergüenza para recordar esa época en la que la soberanía nacional fue pisoteada de todas las maneras posibles y, como idiotas, muchos eligieron callar, o peor aún, aplaudir mientras se escuchaba a alguien decir “¡arrecho, mi presi!” cuando nos convertían en el hazmerreír internacional por asaltar un recinto diplomático, o cuando nos subían el IVA y los combustibles, y nos privatizaban hasta el oxígeno. Serán estos los años que nos traigan a la mente como fue que lo irrazonable se convirtió en norma, donde se condenaba a políticos por “influjo psíquico” y por llamar a la resistencia, mientras se premiaba a otros por cumplir obedientemente las imposiciones del FMI y La Embajada, muy a pesar del coste social.
Los “años tontos”, esos años de sinsentidos y disparates, donde tuvimos presidentes vinculados con mafias y ministros que suscribían acuerdos con naciones ficticias, o que pensaban que la Amazonía era un país. Sí, esos años, los del analfabetismo político rampante, solo quedarán como un triste recuerdo cuando dejemos de ser simples espectadores y decidamossacudir el letargo. Porque esta pesadilla no será siempre nuestra normalidad…
EXTRAÍDO DEL LIBRO “LAWFARE PARA TODOS”, A PUBLICARSE MUY PRONTO
* Fundador de La Kolmena, máster en Democracia y Buen Gobierno.