La modernidad cuestionada – Por Carlos Gutiérrez
Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.
Carlos Gutiérrez*
El ruego lastimero de miles de personas para que el verano no se extienda y para que el fenómeno del Niño llegue a su final, se escuchó repetidamente a lo largo de semanas en distintos espacios de Bogotá, en las iglesias y en los centros de estudio escolar, en oficinas públicas, pero también en las universidades y en la calle en general.
Era, es, un decir común: “Ojalá San Pedro nos haga el milagro” y vuelvan las lluvias. Ruegos multiplicados una vez conocida la decisión del alcalde Carlos Fernando Galán de imponer un estricto racionamiento de agua por ciclos de 24 horas, en una urbe segmentada para este efecto en 9 sectores, corte del servicio que en ocasiones se extiende por varias horas más mientras el bombeo del escaso líquido logra que el misma retome su potencia y al abrir el grifo no se escuche un lamentable quejido.
Un rogar ‘al divino’, en épocas de internet 4 y 5G, Inteligencia Artificial, comunicación en tiempo real, y demás sofisticados desarrollos derivados de la tercera y cuarta revolución industrial, que parecían completar el ciclo de integración de la conurbanizada sociedad bogotana a los mercados globales, además de sumirla en el más crudo racionalismo. Pero no es así, la crisis del vital líquido, producto de un previsible fenómeno natural cíclico, tal vez agudizado por efectos del cambio climático global, la llevó a esconder en las sotanas y los altares religiosos la fallida planeación estratégica que han perfilado por lo menos sus últimas diez alcaldías, evidencia de sus mediocres administraciones.
Una realidad de precariedad administrativa que permitió y facilitó la extensión de la ciudad por toda la sabana, en un turbio juego de intereses especulativos que llevó en menos de un siglo a la ciudad aldea de 100 mil habitantes y 260 hectáreas a la deformada metrópoli actual, extendida a lo largo de 1.636 km, imposibles de abarcar con la vista aunque se ascienda hasta la parte más alta de las montañas que la rodean.
Bogotá, que pasó a ser Distrito Especial iniciando la segunda mitad del siglo XX, cuando su población se había multiplicado por 7 y su lenta pero imparable extensión anexó los municipios vecinos de Usme, Engativá, Fontibón, Bosa, Suba, Usaquén. Un crecimiento en población que ya no pararía, una vez sometida al arribo de cientos de miles de campesinos despojados y desplazados por fuerzas armadas, oficiales y no oficiales, en ciclos de violencia que fueron tomando forma desde los años 40, y hasta ahora no cerrados.
Crecimiento que también sería en kilómetros, en un festín especulativo con tierras rurales convertidas en urbanas por arte de normativas aprobadas en su Concejo, enriqueciendo en pocos años a quienes las compraban previamente por hectáreas, sabiendo el proceso que vivirían en poco tiempo cuando se medirían por metros y pasarían de ser fincas para el pastoreo de unas cuantas vacas o la siembra de trigo, cebada u otros cereales, a ser rotas por buldócer y darle paso a nuevas avenidas y numerosas edificaciones con miles de apartamentos donde una endeudada clase media pasaría a vivir.
A la par de ello, en la lucha por el derecho a la vivienda, otras miles de familias se lanzarían, poco a poco, a ocupar terrenos para construir en ellos un techo bajo el cual poder vivir, o comprarle a los testaferros de Fetecua, Porras, Estrada…, un lote para edificar, con mano propia y el apoyo de los convites, su vivienda. Lo demás, que no era lo de menos –agua, luz, alcantarillado, escuela y colegio para los hijos, centro de salud, transporte público– llegaría después fruto de las movilizaciones y paros en barrios y localidades enteras, como de las intrigas de los especuladores urbanos con los políticos que regían la ciudad y de los especuladores que estaban al acecho de las medidas por tomar en el Concejo en áreas como vivienda, transporte y otros.
Así fue creciendo la urbe, entre oleadas de migrantes sometidos a los dictados de fuerzas legales e ilegales interesadas en que la misma continuará extendiéndose, ocupando fincas para especular con esa tierra, aprovechando la necesidad de vivienda de miles de familias. En 1964 las cifras oficiales indican que Bogotá sumaba cerca de 1.700.000 personas, las mismas que 9 años después se acercaban a los 3 millones; en 1985 ya son 4.236.000 y ocho años después 5.500.000. Las avenidas se amplían, y el precario sistema de transporte urbano, bajo el control de unas cuantas familias, llevaba y traía como racimos de plátano la mano de obra, formal o informal, a sus sitios de trabajo o de rebusque.
Sálvese quien pueda, era la máxima impuesta en la práctica. Crecimiento a la fuerza, tal y como eran sacadas del campo las familias, y como ellas trataban de sobrevivir en la dureza del asfalto al que llegaban a levantar un rancho de paroi o de latas, mientras se daban mañas para reemplazarlo por ladrillo. La solidaridad entre negados y excluidos levantó su voz y las protestas, manifestaciones y paros cívicos tomaron forma, para obligar a las alcaldías de turno a resolver lo que no parecía tener solución.
El sistema financiero, ya integrado a redes globales, comprendió el potencial de ese oleaje de población y le dio cuerpo a las corporaciones bancarias dedicadas a financiar la construcción de vivienda, bajo programas financieros como el Upac que la obligaban a pagar un crédito a lo largo de más de dos décadas, gota a gota mensual con incremento de intereses que espoliaba los ahorros de cientos y miles de familias. Quien no pagaba no era asesinado pero sí embargado y luego lanzado de su inmueble.
Llegan más y más. En el año 2005 las cifras oficiales confirman que en el territorio capitalino ya vivían 6.778.000 mil personas, las que alcanzan los 7.400.000 mil en el 2018. Hoy, en la zona extendida sobre los municipios de la Sabana, la metropoli, que desde 1991 ha dejado de ser Distrito Especial, transformada en Distrito Capital, suma 10 millones, según cálculos informales.
En estas décadas de crecimiento físico y humano, como hidra de Lerna, las construcciones de uno o dos pisos dan paso a las de 10, 15 y más niveles, hasta superar los 20 y mucho más, a la par que las calles y avenidas ganan en anchura dando prioridad al automóvil y con este al transporte de la mercancía más preciada, la fuerza de trabajo, arrinconando a los de a pie, que tienen que exponer su humanidad en la desigual competencia contra el feroz motor que ruge sin cesar ni descanso.
De esa manera, del tranvía que cruzaba la ciudad en los años 30 y 40, se pasa en los años 50, por fuerza del negocio de la familia Ospina a los buses, los mismos que en los años 80 arrinconan a los trolebuses, el sistema de transporte propiedad pública sobreviviente a la desaparición del tranvía. Un ir y venir de cientos de miles de personas que en los años 80 y subsiguientes es colonizado por el negocio global del automóvil, artefacto privilegio por años de los más ricos y pudientes, favorecido en ello por la incorporación de nuevos materiales, así como de cambios tecnológicos que permiten la automatización del ensamble, reduciendo sus costos de producción, al igual que por un galón de gasolina barato; masificación del automóvil también financiado a la clase media y luego a la popular por el sistema bancario que traduce cada necesidad en fuente para multiplicar sus ingresos.
Es un proceso de ampliación del mercado local que lleva a que la ciudad sea planeada no alrededor de las necesidades de sus pobladores, y bajo el cálculo de cuántas personas más puede albergar, sino bajo la presión de una demanda de mayor consumo, como de un parque automotor en incesante crecimiento que desborda toda lógica natural, sometiendo a la urbe a un costo ecológico hasta ahora no calculado en agua, tierra, aire, vidas humanas, ni en fauna y flora,.
Es un crecimiento desbocado, individualista, con una población que padece la ruptura de las redes solidarias que pudo tener en otros tiempos, individualismo potenciado por el neoliberalismo, fase del capitalismo que domina la lógica de reproducción del capital desde los años 80, integrando en el mercado global todas las actividades que se llevan a cabo en una urbe como Bogotá: vivienda, ahorro, trabajo, educación, comunicación, transporte, etcétera.
Es así como de las tiendas de barrio se pasa a los supermercados y luego a las cadenas de mercado presentes en todos los centros comerciales que como arañas tendrán varias patas en cada una de las localidades en que está distribuido el territorio capitalino; a la par de lo cual las universidades de garaje, evidencia de la excelencia especulativa de su negocio, se pasa a grandes edificaciones para construir los cuales se desaloja, poco a poco, especulando con el valor del suelo, pero también dejando por parte de la ciudad de atender las necesidades de mantenimiento y remodelación de barrios enteros, hasta que la lluvia, el abandono y la maleza ensombrecen otrora viviendas familiares, hasta que se pasa a su demolición y así escuchar sobre sus ruinas el grito de victoria de la especulación urbana.
Son esos cientos y miles de familias, ahora desplazadas intraurbanas, las que pasan a la periferia bogotana, y más allá, para habitar nuevas edificaciones, ahora no de 200 o 150 metros, como era norma común décadas atrás en las casas de cualquier sector de Bogotá, con antejardín y en un hábitat que invitaba a compartir en el vecindario, sino de 60, 40, 30 y menos metros, viviendas unifamiliares les llaman, especulación urbanística llevada al límite, que lo único que garantiza es el espacio para extender unos pocos muebles en los cuales estirar el cuerpo y dormir, reponer fuerzas y salir al despuntar del nuevo día a vender la fuerza de trabajo. La recreación, cuando es posible gozarla, también queda integrada a las lógicas globales, pagando por ella en el cine, en el restaurante de la gran superficie, en los parques de diversión, etcétera.
Y la ciudad continúa creciendo. El fenómeno del Niño viene a recordar que no es posible proseguir por esta senda y lógica, que todo tiene un límite, que la naturaleza está determinada por unos ciclos y unas potencialidades, ahora llegadas a su frontera, en extremis, también, por efecto del cambio climático. Si bien hoy la ciudad cuenta con represas a su alrededor que le han garantizado agua sin cesar, ciudad beneficiada además por una extensa red de páramos como ninguna otra en el mundo, ecosistema de frailejones y naturaleza canalizado en represas que no pueden extenderse según los caprichos humanos. Hay que ponerle límite a esa hidra, es imperativo planificar sin sentido mercantil, hay que impedir que los urbanistas y todo tipo de negociantes continúen especulando con la necesidad de miles que siguen padeciendo el desplazamiento y llegan s la urbe en procura de sobrevivir.
De esta manera, el agotamiento de sus reservas de agua, así sea por un fenómeno transitorio, es la oportunidad para repensar el modelo urbano que tomó forma en el país, el cual tendrá en pocos años no 50, sino 60, 70 y más millones de pobladores. Un modelo que en el caso capitalino acecha con superar la frontera que aún lo separa de los vecinos municipios de La Calera, Chia, Cota, Funza, Mosquera, Madrid, Sopó, Gachancipá, ahora dependientes de su acometida de agua.
El interrogante es uno: ¿seguir por la vía de Ciudad de México, Sao Paulo, Shangai, Nueva Deli, Guangzhou o construir una extensa y armoniosa red de ciudades, con no más de un millón de pobladores, bajo administración colectiva y común, en vida acorde con la naturaleza? Es un reto factible. Es un giro por dar que implicará no solo el modelo de poblamiento sino también el de servicios públicos en toda su variedad y complejidad, así como el desestimulo al uso del vehículo privado, la distribución plausible de los espacios internos de estas nuevas urbes, la localización de las viviendas, los centros de estudio y de producción, facilitando una cotidianidad en la cual pueda gozarse el caminar libre y tranquilo de un sitio a otro sin el rugir del vehículo motorizado y sin el agobio del aire contaminado. La producción de alimentos debe ser realizable en sus alrededores y cercanías, en una dinámica que reduzca costos, sea lo más limpia posible y disminuya la agrandada huella ecológica y el excesivo gasto de energía que hoy implica surtir de alimentos a las metrópolis.
Es un paso por dar, proyectando nuestra vista hacia la mitad y el final del presente siglo. Hoy es viable, con todos los avances tecnológicos alcanzados, integrar sin destruir campo y ciudad; hoy es posible concretar en común todo lo indispensable para satisfacer la vida en dignidad. En medio de las múltiples crisis que vive nuestra especie, así como la naturaleza, entre ellas la climática, debemos unir voluntades para llevar a cabo un giro de tal agudeza, indispensable para ganar en calidad de vida por parte de quienes vivimos en esta parte del mundo, con beneficio para toda la humanidad.
Manos a la obra. No hay que desperdiciar las enseñanzas que nos da la vida.
*Director de Le Monde Diplomatique, edición Colombia.