Haití: el fracaso neocolonial y el “eterno castigo de su dignidad” – Por Gerardo Szalkowicz

Foto: María Ángeles Muñoz
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Por Gerardo Szalkowicz, editor de NODAL

La cinematográfica fuga de más de 3.600 presos, un vendaval de ataques armados y la posterior renuncia del primer ministro, Ariel Henry, amenazado y varado en Puerto Rico, han colocado por unos días a Haití en el foco de los grandes consorcios mediáticos y desnudaron su triste foto actual: el pequeño país caribeño, el más pobre del hemisferio occidental —o más bien, el más empobrecido— luce virtualmente gobernado por el crimen organizado. ¿Cómo se llegó a este vacío de poder institucional? ¿De qué manera se gestó la paramilitarización de su territorio? ¿Es Haití el gran laboratorio de las nuevas estrategias de dominación made in USA?

El pueblo haitiano arrastra una historia de formidables resistencias y tragedias inducidas. Protagonizó la primera revolución negra, que devino en el primer país independiente de las Américas y el primero del mundo que abolió la esclavitud. Por su libertad tuvo que pagarle a Francia una indemnización dantesca durante un siglo y medio. En 1915, los marines desembarcaron en Puerto Príncipe y se quedaron casi 20 años, en lo que fue la ocupación más extensa en la historia estadounidense; siguió un largo derrotero de dictaduras sangrientas e intervenciones extranjeras, que forjó una élite adicta al tutelaje de las potencias occidentales. Nada de lo que ocurrió en el último siglo escapó a la huella de Washington.

Haití también fue precursor en tener gobiernos de extrema derecha. Su debilidad institucional se profundizó con la llegada fraudulenta al poder del ultraconservador PHTK en 2011, primero bajo la presidencia de Michel Martelly y después con el empresario bananero Jovenel Moïse. El terremoto de 2010, que dejó más de 200.000 muertos y millones de desplazados, abrió paso al “intervencionismo humanitario” de las ONG que potenció la dependencia foránea.

Mientras Henry estaba en Kenia negociando el arribo de una misión militar, una alianza de grupos armados desató una feroz ola de violencia: bloquearon el aeropuerto, saquearon puertos, atacaron comisarías y lograron liberar a 3.696 presos.

Luego de la negativa de Moïse a convocar elecciones, el Congreso tuvo que bajar la persiana en 2020, acelerando una crisis política que tuvo su clímax con el magnicidio del propio Moïse en julio de 2021 por parte de paramilitares colombianos y estadounidenses. Quedó al mando Ariel Henry, nombrado primer ministro por Moïse justo dos días antes de su asesinato, con el apoyo de EE UU y Europa. Pero Henry también se quiso quedar en el poder más de la cuenta y ahora terminó cayendo.

Para este último capítulo entró en escena un factor novedoso: las crecientes bandas criminales como principal actor de poder. Mientras Henry estaba en Kenia negociando el arribo de una misión militar, una alianza de grupos armados desató una feroz ola de violencia: bloquearon el aeropuerto, saquearon puertos, atacaron comisarías y lograron liberar a 3.696 presos. Además, exigieron la renuncia de Henry y amenazaron con una guerra civil.

La Casa Blanca entendió que la situación era insostenible. Unas horas después de que el secretario de Estado, Anthony Blinken, le reclamara “una transición urgente”, Henry envió desde Puerto Rico un video con su renuncia. La decisión de soltarle la mano se había cocinado en una reunión en Jamaica junto a líderes de la Comunidad del Caribe (Caricom), Francia, Canadá y Naciones Unidas, en la que además se acordó conformar un consejo de transición.

El país quedó prácticamente paralizado, con toques de queda, la retirada de diplomáticos extranjeros, la suspensión de vuelos, el cierre de escuelas y hospitales, los edificios gubernamentales asediados y una cotidianeidad atravesada por la violencia y el caos.

Un verdadero Estado fallido, que no realiza elecciones desde 2016, sin Poder Legislativo, con el Poder Judicial intervenido, con actores externos decidiendo el rumbo del Ejecutivo y con las pandillas dominando buena parte del territorio.

Causas del auge paramilitar
La mirada generalizada sobre Haití, muchas veces marcada por prejuicios racistas y caricaturescos, suele invisibilizar su larga tradición de resistencia popular. En 2018 se dio una potente insurrección que llegó a movilizar a unas dos millones de personas —en una población de 11,5 millones— contra la disparada del precio de los combustibles y otras medidas impuestas por el recetario del FMI. La revuelta tenía una impronta abiertamente antineoliberal.

Tremenda efervescencia social no podía ser contenida por una represión clásica, ya que la policía apenas contaba con 7.000 efectivos y las Fuerzas Armadas habían sido disueltas en 1995. Además, acababa de retirarse la última misión militar de la ONU, que ocupó el país entre 2004 y 2017 con tropas de una veintena de países. La llamada Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (Minustah) había dejado un tendal de denuncias de crímenes, al menos dos mil violaciones e incluso fue la responsable de introducir el cólera que mató a más de 30.000 personas.

“Las bandas siempre existieron, pero a partir de ese ciclo de movilizaciones comenzaron a crecer y a multiplicarse, con la llegada de ex marines, milicianos, contratistas y armas provenientes de Estados Unidos”, relata a El Salto Henry Boisrolin, coordinador del Comité Democrático Haitiano.

Según un informe de la Oficina de la ONU contra la Droga y el Delito publicado en 2023, cerca del 80% del armamento de estos grupos armados proviene de Florida.

En solo cinco años, Haití pasó de tener una criminalidad relativamente baja a contar con federaciones de pandillas con enorme financiamiento y armadas hasta los dientes. Las cifras de asesinatos, secuestros, robos y violaciones van creciendo año a año: en 2023 se registraron 4.789 homicidios, 119% más que en 2022.

El terror inoculado por las bandas, que controlan al menos el 60% del territorio metropolitano de la capital, provoca un éxodo constante. La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) registró al menos 362.000 personas que debieron huir de sus hogares en el último año; las y los desplazados más afortunados logran emigrar al exterior, los menos se ubican en precarios campamentos de refugiados.

El modelo de paramilitarización y el control territorial por parte de poderes no estatales, no es nuevo: en América Latina tiene largos antecedentes en países como México, El Salvador o Colombia.

La explicación de fondo que comparte Boisrolin es contundente: “Estamos viviendo un caos planificado para desarticular la protesta social y el tejido comunitario. El pueblo viene sufriendo el accionar de estos escuadrones de la muerte, que constituyen instrumentos de la élite haitiana y de la comunidad internacional, principalmente de EE UU, para doblegar al movimiento popular, sembrar el terror y evitar otro levantamiento”.

El modelo de paramilitarización, la tercerización del control territorial en factores de poder no estatales, no es nuevo: en América Latina tiene largos antecedentes en países como México, El Salvador o Colombia, y hoy se expande en silencio por toda la región con el ejemplo más crudo de Ecuador.

La particularidad en Haití es que pareciera estarse yendo del control de sus creadores. Ahí aparece la controversial figura de Jimmy Chérizier, alias Barbecue, un ex policía hoy devenido en vocero principal de la alianza de pandillas, a quien algunos intentan arropar de un aura casi revolucionaria y otros describen como apenas un mercenario con vocación política. Como sea, Barbecue adelantó que no reconocerán “a ningún gobierno de transición”.

La otra singularidad, la más determinante, es que el fenómeno paramilitar en Haití se complementa con un Estado totalmente quebrado y dependiente. En palabras de Boisrolin, “este desgobierno expresa la descomposición del sistema neocolonial”.

Intervención capítulo mil
Ante las pocas voces en la “comunidad internacional” que piden una salida con respeto a la soberanía haitiana, y el debilitamiento del movimiento popular producto del despliegue paramilitar, se abre paso una nueva intervención colonial.

La administración Biden quiere mantener el control de ese enclave geoestratégico en el mar Caribe —cercano a Cuba y Venezuela— pero tercerizando la conducción de la operación, para no pagar los costos políticos traducidos en un eventual voto rechazo de la diáspora haitiana en las elecciones de noviembre.

Una nueva intervención implicaría volver a imponer por la fuerza la misma receta que fracasó una y otra vez, que no sólo no fue la solución sino que pareciera ser el problema mismo. Boisrolin concluye: “Hace 30 años que mandan misiones y solo empeoraron las cosas. Violaron, masacraron, manipularon elecciones, nos trajeron el cólera. Nos convirtieron en un país invivible. Por eso creemos que la única salida es recuperar nuestra soberanía y nuestro derecho a la autodeterminación, es decir, encontrar una respuesta haitiana que rompa con este sistema neocolonial”.

Una vez más cobran vigencia las palabras de Eduardo Galeano cuando describía a Haití como “un país arrojado al basural por eterno castigo de su dignidad”.