Desafíos de la izquierda después del progresismo fracasado – Por Roberto Pizarro Hofer
Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.
Roberto Pizarro Hofer*
Los gobiernos progresistas, que nacieron en la década del 2000, no fueron capaces de impulsar un proyecto de cambios sustantivos y ello ha abierto paso a las derechas. En efecto, asociaron crecimiento con desarrollo; no cuestionaron el papel de nuestros países como proveedores de recursos naturales y las economías se subordinaron, sin mediaciones, a la globalización neoliberal; y, tampoco fueron capaces de impulsar políticas sociales universales, aceptando la focalización.
El progresismo fracasó, se confundió con el neoliberalismo, y ahora el desafío del desarrollo está en manos de la izquierda.
En la década del 2000, los gobiernos progresistas se extendieron por toda Sudamérica. Fue la consecuencia inevitable del desastre provocado por las políticas neoliberales de los años noventa (el Consenso de Washington), con desigualdades profundas, desempleo, pobreza, pequeños empresarios quebrados por la apertura económica radical al mundo, y una clase obrera disminuida y desorganizada con el retroceso sufrido por la industrialización.
Por cierto, Lula, los Kirchner, Chávez, Correa, Evo Morales, Lagos-Bachelet y Tabaré-Vásquez-Mujica tenían diferencias, pero compartían un discurso en favor de la justicia social y reducción de desigualdades. El nombre de gobiernos progresistas es útil para aglutinar a esos líderes y sus gobiernos[1]. La emergencia de esos gobiernos progresistas alimentó esperanzas de una mejor vida para los pueblos de la región. Es verdad que los altos precios de las materias primas permitieron disminuir la pobreza y aumentar el consumo. Pero, agotado el ciclo expansivo de precios de las materias primas, las políticas adoptadas por sus gobernantes, más allá de diferencias nacionales, no lograron responder a las demandas de justicia e igualdad de una ciudadanía que había sido duramente golpeada por el neoliberalismo.
Por otra parte, esos gobiernos si bien asumieron la idea de democracia no fueron capaces de mantener una relación fluida con las organizaciones sociales, feministas, indígenas y medioambientalistas, las que originalmente los apoyaron.
El resultado no fue satisfactorio. La región vivió la derrota de Cristina Kirchner en el 2015, en Argentina; la emergencia de Sebastián Piñera en 2010; el golpe blando contra Dilma Rousseff, en el 2016 y la emergencia de Bolsonaro en Brasil; el golpe contra Evo Morales, el 2019, en Bolivia. A ello se agregó la traición de Lenin Moreno al proyecto político que inició el presidente Correa en Ecuador, así como la interminable tragedia económica y social que vive Venezuela.
Esperanzas frustradas
La incapacidad del progresismo para atender las demandas populares generó frustración en vastas capas ciudadanas.
El principal error de los gobiernos progresistas fue mantener el modelo de crecimiento fundado en la explotación de los recursos naturales, que es precisamente el fundamento material del neoliberalismo.
Esos gobiernos no realizaron esfuerzos en favor de la industrialización, obnubilados por los altos precios de las materias primas y, muy por el contrario, las economías incluso se reprimarizaron para atender la creciente demanda china de minerales y alimentos.
El caso de Brasil es expresivo sobre la reprimarización que ha vivido la región. En efecto, el crecimiento de las exportaciones de soya y de minerales redujo la participación de las manufacturas en el total de exportaciones brasileñas: en 2019 fue 34,6%, cifra muy inferior al 55,1% de 1997. A ello se agrega que la participación de la industria en el PIB en 2019 fue 21,1%, lo que significa 7,5 puntos porcentuales menos que hace 15 años atrás[2].
Y, sobre todo, los gobiernos progresistas aceptaron la misma tesis de derecha que el crecimiento y desarrollo son la misma cosa. El expresidente chileno Ricardo Lagos llegó al extremo cuando tuvo la audacia de decir en un seminario empresarial, en 2017, que “La tarea número uno de Chile es crecer y todo lo demás es música”[3].
A diferencia de las izquierdas de los años sesenta, esa suerte de centrismo progresista aceptó entonces que nuestras economías fuesen proveedoras de minerales y alimentos para la industrialización y urbanización china. Así las cosas, sus gobiernos mantuvieron intocado el modelo productivo, junto a una apertura incondicional a la economía mundial, impidiendo la diversificación económica lo que redujo la pobreza, pero favoreció empleos precarios y no ayudó a mejoras tecnológicas.
En segundo lugar, ese modelo productivo genero una particular alianza entre los gobiernos progresistas y las corporaciones transnacionales dedicadas a los agronegocios y al extractivismo.
Los gobiernos Lula-Rousseff son el mejor ejemplo. Concentraron sus esfuerzos en la industria extractiva, las finanzas y los agronegocios. Intensificaron la producción de recursos naturales y aprovecharon para ello la demanda china, especialmente de soya.
Gracias al auge de los precios de las materias primas la economía brasileña experimentó un notable crecimiento que, con políticas sociales asistencialistas redujo la pobreza, pero no mejoró la distribución del ingreso. Y, al momento que cayeron los precios de las materias primas se agotó el dinamismo económico brasileño y el asistencialismo se vio limitado.
La Venezuela de Chávez fue un caso extremo, que entusiasmó a la izquierda en sus inicios. Utilizó los altos precios del petróleo para distribuir mejor y reducir la pobreza de los venezolanos. También, le sirvió a Chávez para ejercer cierto liderazgo en América Latina. Sin embargo, no se interesó en diversificar la estructura productiva del país y no tuvo preocupación alguna por cuidar las cuentas fiscales y, con la caída de los precios del crudo y la hiperinflación, Venezuela inicia un inédito ciclo de deterioro social y económico, que ha golpeado a toda la región con sus inéditos flujos migratorios.
Por su parte, Evo Morales, en Bolivia, tuvo un manejo macroeconómico más sensato que el venezolano, pero también perdió la oportunidad de utilizar los ingentes ingresos de la exportación del gas natural para financiar un proyecto de desarrollo nacional de largo plazo.
El presidente Correa del Ecuador mostró diferencias con el resto de los gobiernos progresistas en el ámbito económico. Señaló, desde un comienzo, la necesidad de diversificar la economía ecuatoriana. Pero, sólo en marzo de 2015, la Vicepresidencia de la República presentó el Plan Estratégico para el Cambio de la Matriz Productiva. Allí se sintetiza la propuesta para pasar de una estructura productiva primario–exportadora hacia una economía generadora y exportadora de valor agregado.
Lamentablemente, el tiempo no le alcanzó a Correa. La caída de los precios del petróleo y la dolarización que restaron flexibilidad al manejo fiscal y lo obligaron a concentrarse en la macroeconomía. Pero lo más grave fue lo que vino después: la traición de su sucesor, Lenin Moreno, que arrasó con todos los avances de Correa, incluido el proyecto productivo transformador.
El triunfo de los gobiernos progresistas tuvo un gran apoyo de los movimientos indígenas, ecologistas y feministas, los que mostraron una presencia política destacada en los primeros años. Sin embargo, con el correr del tiempo se desataron fuertes conflictos entre esos movimientos y los gobiernos.
Durante el periodo Lula-Rousseff, en Brasil, no se cumplieron los acuerdos programáticos con el mundo rural, y se renunció a la reforma agraria. Se postergó a los trabajadores sin tierra en favor de los productores de madera y soya, quienes expandieron sus negocios con una política gubernamental que les entregó parte de la selva amazónica. Por su parte, en Bolivia existieron serios conflictos con sectores indígenas; y, en Ecuador la relación de Rafael Correa con indígenas y sectores feministas fue extremadamente conflictiva.
Adicionalmente, los gobiernos progresistas se caracterizaron por prácticas personalistas, clientelares, y en varios casos corruptas, generando el rechazó de vastos sectores de la sociedad, lo que fue capitalizado por la derecha. Autoridades de alto rango cayeron en la corrupción o fueron tolerantes con ella.
En Brasil, varios políticos del partido de gobierno, el PT, fueron investigados y condenados por el Poder Judicial. Dineros para comprar legisladores y aprobar leyes en el Parlamento y financiamiento para campañas electorales. Se instaló una alianza espuria entre empresarios corruptores y políticos corruptos. De ello también se aprovechó la derecha para inculpar injustamente a Lula. En Argentina y Venezuela se presentó algo similar. Así las cosas, se juntaron corruptores y corruptos, en una misma moral, para proteger negocios ilícitos y desprestigiar a quienes se llaman progresistas.
Por su parte, el personalismo de Evo Morales (que se ha hecho muy evidente en el momento actual, en peleas recurrentes con el actual presidente Arce) facilitó el golpe blando en su contra. Derrotada la consulta plebiscitaria para aprobar su reelección, apeló al tribunal electoral, proclive a su candidatura, y así logró una controvertida reelección presidencial. La derecha y los norteamericanos se aprovecharon de su pérdida de legitimidad para dar el golpe blanco contra Evo.
Chile es un caso distinto. Ha sido el paradigma del neoliberalismo, dónde la ciudadanía no encuentra mayores diferencias entre los gobiernos de derecha y los de la Concertación/Nueva Mayoría. Pero sí hay que reconocer que el progresismo de la denominada “centroizquierda”, con Lagos-Bachelet, y a diferencia de la derecha, se ha puesto de manifiesto en las libertades culturales: divorcio, aborto, acuerdo vida en pareja para homosexuales.
Pero, en política económica y social, ha habido coincidencias ineludibles con la derecha neoliberal en los compromisos con los grandes empresarios. La economía creció y disminuyó la pobreza, pero la explosión social del 18 octubre del 2019 fue la evidente manifestación del profundo descontento ciudadano contra el modelo económico-social generador de desigualdades e injusticias: fue un rechazo a la clase política, tanto a la derecha como a la centro- izquierda.
El Frente Amplio uruguayo es una excepción. Su progresismo ha tenido éxito en disminución de la pobreza y mejoramiento de la distribución del ingreso. Después de 15 años de gobierno frenteamplista. Uruguay destaca por su buen ingreso per-cápita y cierto control de las desigualdades. Su economía agroexportadora ha logrado, en años recientes, ciertos avances de diversificación con el crecimiento de la industria de servicios, comunicaciones, transporte y sobre todo con las tecnologías de la información.
La derrota del Frente Amplio, en favor de la derecha sólo revela ese cansancio natural de los electores después 15 años del mismo gobierno, una creciente inseguridad y reducción de la actividad económica en los dos años previos al triunfo de la derecha. En este caso se trata de una alternancia en el poder, sin cambios sustantivos en la estrategia de desarrollo, lo que habla bien de la democracia uruguaya[4].
En suma, en los países de Sudamérica sin iniciativas de transformación productiva ni políticas sociales universales, el progresismo ha optado por el pragmatismo, con un cierto temor por las transformaciones. Ello puso en evidencia su incapacidad para impulsar un proyecto de izquierda y más bien se movió en el centro político. Más grave aún es que el progresismo ha operado en las cúpulas, distanciándose de los movimientos sociales. Y, cuando no existe un proyecto propio, con arraigo social efectivo, se termina en la corrupción.
El extractivismo, fundamento material del neoliberalismo
La incomprensión del progresismo sobre el fundamento material del neoliberalismo lo condujo a aceptar, e incluso profundizar el extractivismo. Sus gobiernos no lograron superar paradigma de un tipo de crecimiento que se sustenta en el uso indiscriminado e irracional de los recursos naturales, lo que dejó ausente el desarrollo como estrategia. Fue también, entonces, funcional a la globalización neoliberal
Así la cosas, a partir del 2011 y durante toda esa segunda década del siglo se iniciaron una serie de movilizaciones ligadas a reformas sociales, a proyectos de impacto ambiental y a muchas otras demandas sociales. El progresismo se vio cercado tanto por la derecha como por la izquierda, en un proceso de desgaste que llevó a la caída de casi todos los gobiernos progresistas.
En un cuadro de frustraciones populares y de reducción de los precios de las materias primas, las derechas de la región recuperaron la iniciativa política, que habían perdido a inicios de los primeros años de la década del 2000.
Cuando la economía mundial se debilita y se agotan los ingresos que permitieron mantener el consenso social, se reaviva la ambición de la derecha por recuperar el poder político. Y, la desmovilización de las organizaciones sociales dejó a los gobiernos progresistas sin respaldo popular para contrarrestar la ofensiva de la derecha en su intento por reinstalar el neoliberalismo.
Hay que reconocer, entonces, que los gobiernos progresistas no tocaron los intereses de los más poderosos: las desigualdades persistieron, la concentración económica se mantuvo, favorecieron la alianza con las grandes corporaciones para la explotación de los sectores extractivos y no lograron entenderse con las organizaciones sociales que originalmente los apoyaron.
Y llegaron Macri, Piñera y Bolsonaro. Los tres con similitud en el plano económico; es decir con propuestas liberales para achicar el Estado, reducir el gasto social y profundizar la globalización. Sin embargo, Bolsonaro se diferencia de Macri y Piñera, y se acerca a la nueva oleada populista de extrema derecha: niega la existencia de la debacle medio ambiental, restringe los derechos de las mujeres y las disidencias sexuales y, además, promueve intensificar la represión contra las organizaciones de trabajadores y medioambientalistas.
Sin embargo, la ola derechista con Bolsonaro, Piñera y Macri en el cono sur también fracasa. Y, retorna Lula al gobierno, después de un intento de golpe por parte de Bolsonaro, vuelve el peronismo a la Argentina con Alberto Fernández a la cabeza y asumen Gabriel Boric en Chile y Gustavo Petro en Colombia.
Pero, lamentablemente, la crisis económica, la hiperinflación y la pobreza en Argentina abren camino a la extrema derecha ultraliberal, con el presidente Milei. Por otra parte, el gobierno de Boric sufre un acoso brutal desde la derecha que le plantea serias limitaciones para impulsar su propuesta de transformaciones.
El presidente Lula, sin embargo, en su nuevo gobierno (y seguramente dado el nuevo contexto internacional de neoproteccionismo) plantea que la industria debe estar en el centro de la economía de Brasil. Su Gobierno ha presentado un plan de impulso de la industria para la próxima década que incluye 60.000 millones en créditos blandos, subsidios y subvenciones para reactivar la economía[5] Al mismo tiempo, Lula lanza una transición verde con un plan de inversión de US$350.000 millones[6]. La actual propuesta de industrialización de Brasil contrasta con la reprimarización que ha vivido el país.
El camino que adopta el nuevo gobierno de Lula debiera ser seguido por todos los países de la región y especialmente por Boric en Chile y Petro en Colombia, porque el desarrollo no puede eludir la industrialización si se quiere eliminar la pobreza, generar empleos de calidad, reducir la informalidad y mejorar la productividad.
Además, debiera entenderse de una vez que el crecimiento por sí solo no asegura el desarrollo, lo que al fin ha sido entendido la CEPAL, recuperando la visión de Prebisch. En efecto, Alicia Bárcena, su anterior Secretaria Ejecutiva, afirmaba hace tres años atrás que el modelo de desarrollo se agotó por la ausencia de una política industrial y ausencia de propuestas de innovación. Reconoció, al mismo tiempo que el modelo extractivista concentra la riqueza, crea escasa innovación tecnológica y genera indeseados impactos sociales y medioambientales.[7]
Los desafíos del desarrollo, responsabilidad de la izquierda
Lula está indicando el camino que deben seguir la región para avanzar al desarrollo. Al mismo tiempo, Ha Joon Chang, destacado economista coreano, ha sistematizado desde la Universidad de Cambridge la importancia de la industrialización para avanzar al desarrollo, lo que permitió incluso a ciertos países, como Japón o Corea del Sur, impulsar industrias no vinculadas a los recursos naturales[8].
Está claro entonces que los actuales regímenes productivos deberán reestructurarse. Los países que fundamentan su actividad económica en los recursos naturales pueden crecer, pero no desarrollarse. Éstos presentan serios desequilibrios económicos, regionales y sociales; muestran inestables ingresos de exportación dependiente de los ciclos de precios internacionales.
El desarrollo verdadero, entonces, no puede fundarse en la exclusiva producción de recursos naturales o en la especulación financiera. La transformación productiva, junto con la ciencia y la tecnología, son indispensables para avanzar al desarrollo.
En segundo lugar, el Estado tiene la tarea de impulsar políticas económicas de fomento en favor de actividades industriales o participar directamente en iniciativas productivas que al sector privado no le interesan. Así ha avanzado el desarrollo en Corea del Sur y otros países del Asia, hoy industrializados de altos ingresos.
En tercer lugar, la apertura en fronteras no puede ser indiscriminada. La apertura al comercio exterior es necesaria, especialmente para países pequeños; sin embargo, la importación de bienes y las inversiones externas deben ser reguladas en favor de las prioridades de los sectores industriales de transformación.
Cuarto, se precisa aumentar sustancialmente la inversión en ciencia, tecnología e innovación, condición indispensable para que la inteligencia se incorpore en la transformación de los procesos productivos y agregue el valor indispensable para diversificar la producción de bienes y servicios.
Quinto, un nuevo proyecto productivo fundado en la industria precisa mejorar radicalmente la educación formal y la capacitación de los trabajadores, así como un sistema de salud pública de calidad para toda la sociedad. Nuevas tecnologías, máquinas y procesos modernos exigen profesionales y trabajadores con formación. Esto resultará en mayor productividad, mejores salarios y distribución del ingreso. Como se conoce en Finlandia y otros países nórdicos.
Finalmente, habrá que hacer un esfuerzo de integración efectiva entre países de la región. Al menos entre mercados vecinos tendrán que encontrase espacios de complementación productiva, así como esfuerzos conjuntos en ciencia, tecnología y en educación superior. El fracaso económico y político de los proyectos formales de integración regional debe ser remplazado por iniciativas pragmáticas entre países para mutuo beneficio
Para enfrentar las desigualdades, crecer con equilibrios territoriales y medioambientales y mejorar la productividad se requiere una economía diversificada, fundada en la industria. Es preciso, entonces, modificar la base material que da sustento al neoliberalismo.
Si no se rectifica y se comete el error de insistir en lo de siempre, se avecinarán nuevos peligros políticos y sociales para la región. Esto debieran entenderlo todos los gobiernos de Sudamérica, y especialmente los nuevos gobiernos de izquierda encabezados por Boric, Lula y Petro.
Notas
[1] En realidad, allí había denominaciones diversas, según sus propias historias políticas: Peronismo, Frente Amplio, Partido de Trabajadores, Concertación por la Democracia, Revolución Ciudadana e incluso algunos se atrevieron a autocalificarse de Socialistas del Siglo XXI. [2] https://correspondenciadeprensa.com/2020/01/16/brasil [3] 03-08-2017 [4] La economía uruguaya creció 67% a precios constantes entre 2005 y 2018, según cifras de la Cepal. Fue la sexta que más avanzó en el período. En 2005 tenía el cuarto PIB per cápita de América Latina, 9.069 dólares. En 2018 subió a 14.535 dólares y se ubicó segundo detrás de Chile, superando a Brasil y México, la pobreza cayó de forma sostenida: En 2007 era 19,3%, y en 2017 se ubicó en apenas 2,7%, el mínimo latinoamericano por mucho margen. La desigualdad también bajó mucho. El coeficiente de Gini pasó de 0,468 en 2007 a 0,390 en 2017, también el mínimo en América Latina. La diferencia de ingresos entre el 10% que más gana y el 10% más pobre pasó de 21 a 12 veces. (Infobae 30-11-2019) [5] El País, 23-01-2024 [6] Bloomberg, 01-08-2023 [7] Diario El País de España, 07-02-2020 [8] CIPER, 30.05.2016*Economista, académico, consultor y político socialista chileno, exministro de Estado del presidente Eduardo Frei Ruiz-Tagle y exrector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.