La última dictadura militar argentina – Fases y estrategias (1976-1983) – Por Gabriela Águila

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La última dictadura militar argentina -Fases y estrategias (1976-1983)

Por Gabriela Águila

La dictadura impuesta en 1976 por las Fuerzas Armadas con apoyo civil tuvo varias fases y atravesó tensiones entre diversas visiones sobre la economía y el Estado. A diferencia de dictaduras como la chilena, en Argentina las Fuerzas Armadas ejercieron un poder colegiado entre las tres armas. A 40 años de la restauración democrática, resulta aún importante volver sobre los objetivos del golpe, sus dimensiones económicas y sociales regresivas y sus tecnologías represivas, y sobre los vínculos entre la sociedad y el régimen militar.

El golpe de Estado y la estructuración del régimen militar

El 24 de marzo de 1976, mediante un golpe de Estado, las Fuerzas Armadas derrocaban al gobierno constitucional liderado por María Estela Martínez de Perón e instauraban la última dictadura militar en la Argentina del siglo xx. Sin embargo, la intervención de las Fuerzas Armadas no era una novedad: desde 1930 en adelante, el país fue escenario de al menos un golpe de Estado por década (1930, 1943, 1955, 1962, 1966, 1976), lo que exhibe la debilidad de las instituciones democráticas y la constante presencia castrense en la vida política.

El golpe de 1976 fue una de las intervenciones militares más anunciadas y esperadas de la historia nacional. Era notorio, desde los meses previos, que el gobierno peronista se había quedado prácticamente sin apoyos sociales o atisbos de legitimidad política, lo que podría explicar no solo que el acontecimiento no despertara casi sorpresas en la ciudadanía, sino también que las resistencias, si es que las hubo, fueran imperceptibles. Hubo apenas un tibio anuncio de un paro general de actividades, dispuesto por un grupo de dirigentes sindicales de la Confederación General del Trabajo (cgt) y las 62 Organizaciones Gremiales Peronistas que se encontraban reunidos en la madrugada del golpe en el Ministerio de Trabajo, que no se confirmó ni tuvo ningún acatamiento. Tampoco las organizaciones político-militares que venían actuando desde principios de la década de 1970 pudieron organizar una resistencia efectiva, habida cuenta de los duros golpes que el accionar represivo comandado por las Fuerzas Armadas les venía asestando desde el año anterior, cuyo resultado más evidente fue la pérdida de gran parte de su capacidad militar y operativa. La ausencia de alternativas, expresada en la debilidad de la oposición político-partidaria, así como en un visible consenso político respecto de la intervención militar, abrió paso a una nueva salida golpista, en un contexto en el que la presencia de las Fuerzas Armadas se había acrecentado por su participación en la represión con el objetivo de «aniquilar a la subversión», tal como lo establecían los decretos firmados por el gobierno peronista en febrero y octubre de 1975. Los militares actuarían una vez más como árbitros en las disputas políticas, y se daba inicio al autodenominado Proceso de Reorganización Nacional (prn), la última y más cruenta dictadura militar del siglo xx.

Todas las evidencias disponibles muestran que el golpe fue en general bien recibido, tanto en el ámbito nacional como en el internacional. El involucramiento en la gestación del golpe de Estado de sectores de la derecha nacionalista católica y de grupos liberales, así como de las cúpulas empresarias, está consistentemente probado, y las Fuerzas Armadas recibieron amplios avales cuando distintos sectores del campo político, social e institucional se pronunciaron públicamente a favor del gobierno militar, de sus objetivos o de algunas de sus políticas. El consenso inicial –y activo– del que gozaron los golpistas puede medirse a través de diferentes datos: en las declaraciones públicas de simpatía o apoyo hacia el régimen militar, en la participación de civiles en los elencos gubernamentales, en la intervención en la elaboración y/o la inspiración ideológica que proveyeron intelectuales de la derecha al programa económico, al plan represivo, a la política educativa o cultural, por solo citar los más notorios; a la vez que el régimen militar fue acompañado de diversas maneras por un conjunto de actores políticos, sociales, institucionales y corporativos.

Entre los objetivos definidos en los documentos básicos del prn, se planteaba el alineamiento con el «mundo occidental y cristiano», y ello requería, en particular, el reconocimiento de Estados Unidos, su principal potencia. La embajada estadounidense en el país estaba dirigida por Robert Hill (un republicano veterano de la Guerra de Corea y ferviente anticomunista), quien conocía los preparativos militares y vio con buenos ojos que el derrocamiento del gobierno peronista fuera incruento. Los documentos desclasificados del gobierno estadounidense muestran que desde antes del golpe manejaba información sobre posibles violaciones a los derechos humanos en Argentina y que el titular del Departamento de Estado, Henry Kissinger, sostuvo la necesidad de apoyar al gobierno militar. En tal sentido, ha sido señalada esta dualidad de posiciones: de un lado el sostenido apoyo de Kissinger al gobierno militar y, en general, a las dictaduras del Cono Sur, como secretario de Estado, frente a la posición de aquellos que –ante las críticas de los sectores liberales del Congreso y de la opinión pública estadounidense a la política exterior ejercida por ese país– pedían prudencia, no intervención (hands off) y no cometer los mismos errores que con las dictaduras de Chile y Uruguay, sosteniendo gobiernos que violaban los derechos humanos1. A pesar de las diferencias, terminó primando la posición favorable al apoyo a los militares argentinos y, a pocos días de producido el golpe, eeuu reconoció diplomáticamente al nuevo gobierno y, como una muestra más de apoyo a la Junta Militar, el Fondo Monetario Internacional (fmi) aprobó un crédito de 127 millones de dólares.

A partir del golpe de Estado, y a diferencia de Chile, donde el poder se personalizó en la figura de Augusto Pinochet, las Fuerzas Armadas argentinas ejercieron un poder «colegiado» con representación de las tres armas en las distintas juntas militares, si bien el Ejército tuvo primacía. La primera Junta Militar, conducida por el general Jorge Rafael Videla, gobernó el país desde marzo de 1976 hasta los primeros meses de 1981. Entre 1981 y 1983 se sucedieron otras tres juntas también encabezadas por generales del Ejército: Roberto Eduardo Viola (entre abril y diciembre de 1981), Leopoldo Fortunato Galtieri (de diciembre de 1981 a junio de 1982) y Reynaldo Bignone (de junio de 1982 a diciembre de 1983). Se trataba de un elenco gubernamental integrado mayoritariamente por militares –como expresión del alto grado de militarización del Estado–, si bien contó con algunos civiles en puestos importantes, como en los ministerios de Educación y Economía (a cargo de los dos principales sectores civiles que acompañaron al prn, respectivamente los nacionalistas católicos y los liberales). Por su parte, las gobernaciones de las provincias y las grandes ciudades del país quedaron también en manos de altos oficiales de las tres Fuerzas Armadas, quienes incorporaron a algunos civiles en sus gobiernos con variaciones según cada provincia, mientras que fue en los ámbitos municipales y/o comunales donde se verificó la mayor presencia de civiles en los puestos de gobierno –en general, afiliados a los partidos «amigos del Proceso» (organizaciones o alianzas de centroderecha encolumnadas con el régimen militar) o vinculados a las «fuerzas vivas» o los sectores «representativos» en el nivel local–.

En términos puntuales, y a diferencia de lo sucedido en la anterior dictadura (1966-1973), los militares no prohibieron la actividad político-partidaria, aunque le impusieron importantes restricciones. El mismo día del golpe de Estado, junto con la clausura del Congreso Nacional, las legislaturas provinciales y concejos municipales, la Junta Militar dispuso la suspensión de la actividad de los partidos políticos, y en junio se disolvieron o ilegalizaron varias decenas de agrupaciones políticas, sindicales y estudiantiles, casi todas ellas ligadas a la izquierda peronista y marxista, lo que complementaba la embestida represiva dirigida hacia los militantes y simpatizantes de esa parte del espectro político (que, aunque venía produciéndose desde 1974-1975, se intensificó luego del golpe). Por su parte, la ley 21.323 suspendió la actividad política, si bien permitió la supervivencia de algunos espacios para que las organizaciones que no fueron ilegalizadas –los considerados partidos «parlamentarios»– pudieran seguir funcionando, aunque con serias limitaciones. Con todo, los partidos no desaparecieron y sostuvieron ciertas actividades políticas internas y externas.

Con la excepción de las organizaciones de la derecha liberal y conservadora, que se alinearon abiertamente con las Fuerzas Armadas, el resto de los partidos políticos no apoyó el golpe de Estado. Sin embargo, al menos en lo que refiere a los partidos que siguieron siendo legales, tampoco se posicionaron en la resistencia ni alentaron actitudes de confrontación o crítica abierta a las nuevas autoridades militares. Sobre todo durante los primeros tramos, se mantuvieron en una silenciosa expectativa, se expresaron con cautela o mantuvieron un perfil bajo frente al gobierno de las Fuerzas Armadas, abriendo un «compás de espera» que facilitó la consolidación del régimen militar. A la vez, algunos dirigentes mantuvieron contactos informales con el gobierno de facto o sus funcionarios y, cuando plantearon críticas, estas se centraron sobre todo en la política económica2.

Los golpistas se propusieron objetivos muy ambiciosos con la pretensión de refundar y reorganizar la nación, para cerrar una etapa que definían como de caos, desgobierno y corrupción, todo lo que había favorecido el surgimiento y desarrollo de la denominada «subversión». En la definición de metas y objetivos, la restauración del orden tenía primacía: para ello, las Fuerzas Armadas desplegaron una violenta represión con particular intensidad en los primeros años, que tuvo amplios efectos no solo sobre los sectores movilizados sino también sobre parte de la sociedad argentina. El otro objetivo central de los golpistas fue la reestructuración de la economía, vinculada a la implementación del plan liberal del ministro José Alfredo Martínez de Hoz. Este propugnaba una restructuración profunda del patrón de acumulación vigente mediante la apertura de la economía y la liberalización de los mercados (particularmente el financiero), el drástico recorte de la presencia y el papel del Estado en la gestión económica, el fortalecimiento del sector financiero, la reducción de la centralidad que ostentaba la industria en la estructura socioeconómica y la contracción de los salarios y de la participación de los trabajadores en la distribución del ingreso, para lo que contó con amplios apoyos en ámbitos económicos nacionales e internacionales.

A estos se podrían sumar otros elementos que formaron parte de los discursos y proyectos de las Fuerzas Armadas y sus aliados civiles, que referían al funcionamiento del sistema político y la relación con los partidos, la política sindical y laboral, las políticas educativas y culturales, además del autoritarismo, la censura y las restricciones a los derechos ciudadanos, lo que denota un proceso global de una amplitud y unas características que aparecen como inéditas en la historia nacional por su profundidad y amplitud. Sin embargo, no hubo una necesaria correlación entre los objetivos definidos en el momento del golpe, su aplicación en planes y políticas específicas a lo largo de la dictadura y los resultados obtenidos. Más bien, la implementación de las metas y propósitos de los golpistas mostró vaivenes y contradicciones, derivados en gran parte de la existencia de conflictos, tensiones e incluso de proyectos divergentes en el seno del gobierno militar.

Represión y disciplinamiento social

Las Fuerzas Armadas asumieron el comando de las acciones represivas en el curso del año 1975, convocadas por el gobierno constitucional para «aniquilar a la subversión». En febrero comenzaron a operar en la provincia de Tucumán, para eliminar el foco guerrillero instalado por el Ejército Revolucionario del Pueblo (erp), y a partir de octubre ese accionar se extendió a todo el territorio nacional, dividido en zonas, subzonas y áreas bajo control de las autoridades militares. Así, la represión fue diseñada, coordinada y ejecutada por las Fuerzas Armadas y contó con la participación activa de otras fuerzas represivas. Se trataba, en suma, de organismos e instituciones estatales –y sus agentes: militares, policías, gendarmes, personal de inteligencia– que existían desde mucho antes del golpe de Estado y que adecuaron sus estructuras y prácticas para el aniquilamiento del «enemigo interno» utilizando para ello procedimientos legales, semilegales o clandestinos.

Las víctimas potenciales de la represión eran, sobre todo, aquellos con una actuación militante o una vinculación en algún grado con lo que la jerga policial y de inteligencia denominaba «bandas de delincuentes subversivos» o «bandas de delincuentes terroristas», constituidas en primer lugar por las organizaciones político-militares de izquierda, incluidos sus frentes legales o estructuras de superficie barriales, sindicales y estudiantiles. Sin embargo, la categoría «delincuente subversivo» poseía alcances tan amplios como difusos, y en ella fueron incluidos tanto los militantes de las organizaciones guerrilleras como los integrantes de otras corrientes, en general de izquierda.

La modalidad más extendida fueron las prácticas clandestinas, en un circuito que se iniciaba con la detección por parte de los organismos de inteligencia, seguía con procedimientos y secuestros realizados por los «grupos de tareas» y traslados a centros de detención clandestina (donde se utilizó en forma sistemática la tortura para obtener información), y muchas veces culminaba en la desaparición o el asesinato de las víctimas. Esta represión paralegal se articuló con otra «normativizada», constituida por una batería de leyes y decretos que otorgaron el marco jurídico-legal a las tareas de aniquilamiento de la «subversión», algunas de las cuales habían sido dictadas en los años previos –como la Ley Nº 20.840 de Seguridad Nacional y Actividades Subversivas– y fueron mantenidas o refrendadas por el gobierno militar y complementadas con otras. Por otro lado, el ejercicio de la represión involucró a diversas agencias e instituciones estatales, en primer lugar las cárceles, que constituyeron un dispositivo represivo clave desde mucho antes de la última dictadura. Sin agotar el despliegue de prácticas represivas, también es necesario mencionar su dimensión transnacional, es decir la realización de acciones extraterritoriales por parte de agentes y organismos militares, policiales y de inteligencia de los distintos países de la región, de las cuales la Operación Cóndor es la experiencia más conocida y estudiada.

En términos más amplios, la dictadura cercenó las libertades públicas, limitó la participación política y censuró las expresiones de disidencia, si bien, por otro lado, no desdeñó la institucionalización y la legalidad, las apelaciones a la democracia o la relación con dirigentes de diversas procedencias partidarias. A la vez que ostentó una faceta clandestina o paralegal en el ejercicio del accionar represivo, recurrió –como estrategia de legitimación– a la continuidad de un conjunto de mecanismos institucionales (la vigencia de la propia Constitución nacional) y/o a la construcción de un marco jurídico-legal más afín a sus objetivos (el Estatuto para el Proceso de Reorganización Nacional, al cual se supeditaba la Constitución; una batería de leyes y decretos, una nueva Corte Suprema de Justicia, etc.).

No es posible dimensionar cabalmente el alcance y la significación de las medidas que conformaron el programa implementado a partir de abril de 1976 si no se enlazan con el embate disciplinador dirigido hacia los trabajadores. La estrategia económica de la gestión de Martínez de Hoz –que redujo el nivel adquisitivo del salario cerca de 40% respecto de la primera mitad de la década3– y, en una perspectiva conexa, la represión hacia el movimiento obrero buscaron y tuvieron como principal efecto la distribución regresiva del ingreso y el disciplinamiento de la mano de obra.

Si bien la persecución hacia los trabajadores había comenzado bastante antes del golpe –con frecuencia, con el argumento de enfrentar a la «guerrilla fabril» y la delincuencia subversiva–, la situación se agravó a partir de la toma del poder por parte de las Fuerzas Armadas, cuando efectivos militares y policiales ocuparon varias plantas fabriles en las principales zonas industriales del país, se establecieron rigurosos controles sobre los trabajadores de empresas estatales y privadas, y se produjeron numerosas detenciones e incluso desapariciones de dirigentes, delegados y activistas, la inmensa mayoría vinculados a corrientes sindicales de izquierda o antiburocráticas4.

Durante los primeros meses del régimen militar, el marco normativo e institucional de funcionamiento del sindicalismo fue alterado unilateralmente mediante la derogación, la suspensión y la reforma de las leyes laborales fundamentales, como la de Contrato de Trabajo, Convenciones Colectivas, Asociaciones Profesionales y Obras Sociales. Con el objetivo de «reordenar» la actividad sindical, luego del golpe la Junta Militar dispuso la intervención de la cgt y de decenas de sindicatos y federaciones, que quedaron en manos de interventores militares o delegados normalizadores. Se prohibieron las actividades político-gremiales y se suspendieron las negociaciones colectivas; se suprimieron los fueros sindicales; se suspendió el derecho de huelga y se modificó el régimen de contrato de trabajo, lo que afectaba la estabilidad en el empleo y eliminaba garantías laborales.

Todas estas medidas tuvieron importantes efectos sobre la actividad sindical, en tanto redujeron los niveles de conflictividad y constriñeron los márgenes de acción de las dirigencias tradicionales, pero no eliminaron los conflictos laborales (que incluyeron huelgas o medidas abiertas de protesta, quites de colaboración o trabajo a reglamento, además de sabotajes, trabajo «a tristeza» y otras acciones de resistencia), que se registraron en distintos momentos a lo largo de toda la dictadura. Tampoco anularon a las cúpulas sindicales, que se recompusieron relativamente rápido y comenzaron a actuar como interlocutoras del gobierno. La respuesta del régimen militar fue, en general, represiva –expresada en las detenciones, el secuestro e incluso la desaparición de activistas y dirigentes sindicales, la prohibición o ilegalización de las medidas de fuerza, etc.–, replicada por las propias patronales a través de la suspensión o el despido de delegados obreros o dirigentes sindicales, si bien en muchos casos los trabajadores consiguieron la satisfacción total o parcial a sus demandas, sobre todo si eran de tipo salarial.

Por su parte, la represión se dirigió en forma señalada hacia el sistema educativo y se tradujo no solo en la persecución y la desaparición de docentes y estudiantes, sino también en el control de los contenidos de la enseñanza, la imposición de rígidas medidas disciplinarias para los alumnos5 y la erradicación de las actividades políticas en escuelas y universidades.

La nueva propuesta educativa tenía objetivos ambiciosos y la reforma de planes de estudio fue el medio a través del cual se propuso internalizar en los niños y jóvenes un conjunto de valores y dogmas tradicionales, representados en el trípode Dios-Patria-Hogar, que atravesó el conjunto de la educación y expresó la notable influencia de la Iglesia católica en este ámbito (que, por cierto, no era nueva en la educación argentina). Uno de los aspectos paradigmáticos fue la introducción de los cursos obligatorios de Formación Moral y Cívica en las escuelas secundarias, a lo que se sumaron la uniformización de los contenidos, un marcado sesgo antirracionalista y anticientífico, o la eliminación de la educación primaria de los aspectos «subversivos» que introducía la matemática moderna.

En el caso de la universidad –considerada como uno de los escenarios privilegiados en los que se desplegaba la acción de los «ideólogos de la subversión»–, ese objetivo se llevó a cabo mediante una drástica reorganización de las casas de altos estudios, intervenidas desde marzo de 1976 por el Poder Ejecutivo Nacional, la promulgación de una nueva ley universitaria, la imposición de un rígido régimen de ingreso con cupos por universidad, el arancelamiento de los estudios universitarios, el cierre de algunas carreras y la suspensión del ingreso en otras, cambios en los planes de estudio, etc., que se sumaron al exilio, asesinato o desaparición de miles de docentes y estudiantes universitarios.

No debería perderse de vista que a la brutal acción de los comandos represivos, con su secuela de muertos y desaparecidos, se sumó una sistemática ofensiva sobre los jóvenes y sus ámbitos de sociabilidad, expresada sobre todo en la satanización de la noche y en la imposición de un conjunto de valores retrógrados que impactó fuertemente sobre la vida cotidiana de estos grupos etarios6.

Se trató de un periodo de proscripciones y restricciones, que se desplegaron a través de la censura y la autocensura, así como de dispositivos de «acción psicológica», de estrategias, políticas culturales y propaganda implementadas desde diversas agencias estatales. Un entramado que funcionó como un conjunto de mecanismos de legitimación y, en la esfera de lo simbólico, complementó el uso de la violencia física y contribuyó a modelar comportamientos sociales y valores. Los custodios de la seguridad interior, la «moral y las buenas costumbres» impusieron una larga lista de prohibiciones que incluían libros y publicaciones, la censura de filmes y obras de teatro y la difusión de ciertos artistas y músicos, lo que cercenaba las posibilidades de expresión y de creación individual y colectiva, así como el derecho a gozar libremente de ellas.

En la mayor parte de los estudios sobre la última dictadura, el despliegue del terror por parte de las fuerzas represivas y sus efectos han sido la principal clave explicativa de los comportamientos y actitudes sociales visualizadas durante ese periodo. Tal afirmación tiene un consistente asidero, en tanto el ejercicio de la violencia represiva fue un elemento constitutivo del régimen militar. Es posible postular que el uso de la violencia (o la amenaza de ello) operó sobre la sociedad como un contundente mecanismo de disciplinamiento social, produciendo temor, apatía, inmovilidad o generando conformismo o aceptación pasiva del nuevo orden de cosas y, en otra dimensión, reduciendo al mínimo las expresiones de cuestionamiento al régimen, pero ello no explica el conjunto de comportamientos y actitudes sociales. El gobierno militar, aunque nunca buscó una base de masas, sino la despolitización y desmovilización social, ensayó estrategias y convocatorias hacia la sociedad que recibieron el apoyo (explícito o no tanto) de diversos sectores y que contribuyeron a configurar climas sociales y políticos denotados por, al menos en apariencia, un amplio consenso con las acciones del régimen. Esto resultó evidente sobre todo en algunos contextos, como el de la realización de la Copa Mundial de Fútbol de 1978, que para la dictadura se presentó como una apuesta política de primer orden para contrarrestarse una imagen internacional cada vez más desfavorable, sobre todo debido al impacto de las denuncias de exiliados argentinos e informes críticos de organizaciones internacionales defensoras de los derechos humanos que proliferaron en el exterior en aquel contexto7.

Las victorias del seleccionado nacional en los partidos que disputó generaron un creciente fervor popular y, sin mediar convocatoria gubernamental ni mediática, se produjeron festejos masivos y espontáneos en todo el país, que en ocasiones se han analizado como una oportunidad para la movilización de masas y la ocupación del espacio público en un contexto dominado por el autoritarismo, la prohibición de las reuniones masivas y las severas restricciones a la circulación de la información y de las personas8. Pero, además de la celebración callejera por los triunfos deportivos, en esos días también se produjeron otros episodios de exteriorización del apoyo al gobierno militar. El más conocido ocurrió al día siguiente de la obtención de la Copa Mundial por la Selección Nacional, cuando centenares de jóvenes (o miles, según las crónicas) que festejaban en Plaza de Mayo reclamaron la presencia de Videla al grito de «Si no sale [al balcón] es un holandés»9, «Videla corazón», «Y dale, dale flaco». La respuesta del presidente de facto fue salir a la calle y abrazarse con algunos manifestantes y, más tarde y en un gesto que volvería a repetir el general Galtieri en el contexto de la Guerra de Malvinas, asomarse a saludar a la multitud desde los balcones de la Casa Rosada. Estas manifestaciones no pueden ser explicadas únicamente a través de la manipulación del régimen militar y sus campañas de acción psicológica; seguramente la pasión futbolística, con su innegable impronta nacionalista, contribuyó a la legitimación –así fuera transitoria y efímera– de la dictadura.

Tensiones, conflictos y crisis

Como se ha demostrado, la dictadura no fue un régimen homogéneo10: la dirección de la economía (dividida entre los partidarios del liberalismo a ultranza, los sectores más corporativistas, los tecnócratas, los heterodoxos), el reparto de poder entre las distintas armas, la relación con los partidos políticos, los tiempos de la transición, entre otros problemas, tensionaron e incluso fracturaron el régimen y a sus personeros.

En esta dirección, es posible distinguir periodos o fases por las que transitó el gobierno militar. En los primeros años, durante gran parte del quinquenio en que gobernó Videla (1976-1981), los militares tuvieron un importante margen de maniobra para poner en marcha su proyecto. Fue un periodo que se caracterizó por un amplio y sistemático accionar represivo que concentró la mayor cantidad de detenciones, desapariciones y asesinatos y el momento de mayor aceptación social del régimen, mientras las expresiones de resistencia activa y organizada fueron exiguas y corrieron a cargo de grupos minoritarios, en particular en torno de la denuncia por las violaciones a los derechos humanos. La situación se modificaría hacia 1979-1980, al compás de un deterioro de la economía que afectó la legitimidad del régimen.

En octubre de 1980 fue designado por la Junta Militar el sucesor de Videla, el general Roberto E. Viola, para desempeñar el cargo de presidente de la Nación hasta 1984. Sin embargo, su gobierno sería considerablemente más breve: en diciembre de 1981 fue reemplazado por el general Leopoldo F. Galtieri, quien gobernó solo unos meses más, hasta el final de la guerra con Reino Unido en junio de 1982. El último tramo de la dictadura militar fue presidido por otro general del Ejército, Reynaldo B. Bignone, quien gestionaría los resortes del gobierno militar hasta la asunción de un gobierno civil en diciembre de 1983. Se abría así una etapa marcada por la inestabilidad social y política, que mostraba signos de agotamiento del proyecto de las Fuerzas Armadas.

El plan económico de Martínez de Hoz fue el tema principal de las críticas y cuestionamientos al gobierno militar desde sus primeros años. Las políticas implementadas favorecieron la concentración del capital y la distribución regresiva del ingreso y beneficiaron a los sectores dominantes, si bien es un dato cierto que además de afectar duramente a los asalariados, también tuvieron consecuencias perjudiciales sobre algunas ramas de la industria y ciertas actividades productivas en el interior del país. Esto provocó quejas y críticas por parte de diversos sectores y organizaciones sindicales, políticas y empresariales del agro y la industria, que se profundizaron a medida que se hacían sentir sus efectos sobre la estructura socioeconómica. Estas críticas provenían incluso de quienes valoraban en forma positiva otras políticas del gobierno militar, en particular su accionar en la denominada «lucha contra la subversión».

Por su parte, la otra cuestión que adquirió visibilidad en la agenda política fue la de los derechos humanos. Aunque los militares se ocuparon de negar públicamente los crímenes, atribuirlos a «excesos» propios de una guerra irregular o a una «campaña antiargentina» organizada por la subversión, existían suficientes evidencias para probar las violaciones masivas a los derechos humanos que eran denunciadas desde el inicio de la dictadura por exiliados, por el movimiento de derechos humanos y por organizaciones humanitarias internacionales. Asimismo, la situación se discutió en distintas oportunidades en organismos internacionales como la Subcomisión de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (onu) y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (cidh) de la Organización de Estados Americanos (oea).

La llegada a la Presidencia del demócrata James Carter en 1977 representó un cambio en las relaciones entre Washington y la dictadura argentina, ya que durante el gobierno republicano, y mientras Kissinger estuvo al frente del Departamento de Estado, primó el apoyo al gobierno militar11. La política exterior de Carter, de promoción y defensa de los derechos humanos, se tradujo en presiones a la Junta Militar a través de distintos medios: las visitas al país de su enviada Patricia Derian (a cargo de la Oficina de Derechos Humanos del Departamento de Estado), contactos y reuniones con diplomáticos y jefes militares donde se trató la cuestión, que incluyeron un encuentro entre Videla y Carter en septiembre de 1977, o condicionalidades para el otorgamiento de préstamos a Argentina. Como corolario, el gobierno estadounidense forzó a la Junta Militar a aceptar la visita de la cidh para verificar la situación de los derechos humanos en el país, lo que se concretó en 1979 y tuvo un significativo impacto. La Comisión recogió un total de 5.580 denuncias de familiares, víctimas y organismos de defensa de derechos humanos y, sobre esa base, elaboró un crítico informe acerca de la situación argentina, en el que se detallaban las prácticas represivas clandestinas –secuestros, desapariciones y torturas– que fue publicado en abril de 1980 pero cuya circulación fue prohibida en el país12. Esta línea de la política exterior de eeuu, bajo el gobierno de Carter, contrastaba fuertemente con la de la Unión Soviética, que no solo mantuvo durante estos años relaciones comerciales privilegiadas con Argentina, sino que en los foros internacionales evitó condenar al país cuando se trataron los casos de violaciones a los derechos humanos. Concretamente, en 1977, la urss votó en contra de incluir a Argentina como país a ser investigado por la Comisión de Derechos Humanos de la onu y repitió el voto negativo en 1981, cuando la resolución fue finalmente aprobada. Ello planteaba una diferencia notable con la posición de Moscú frente a otras dictaduras latinoamericanas, sobre todo el régimen de Pinochet en Chile. En relación con el intercambio comercial, este se profundizó sobre todo a partir de 1979, cuando la urss se convirtió en el principal socio comercial de Argentina y en su principal comprador de cereales hacia 1980-1981; un intercambio que alcanzó cifras récord en particular cuando eeuu puso en marcha el embargo de cereales por la intervención soviética en Afganistán13.

Solo hacia 1981-1982 el tema de los desaparecidos se incluyó de manera clara en los discursos y declaraciones de un conjunto de actores políticos, sociales e institucionales (entre ellos, partidos políticos, sindicatos y la Iglesia católica) y la cuestión de los derechos humanos se convirtió en un problema importante para el régimen militar14, que se sumó a la creciente conflictividad laboral y la reanimación de la actividad político-partidaria. Para ese momento estaba claro que se había reducido mucho el margen de maniobra del gobierno de las Fuerzas Armadas y, sobre todo, que la iniciativa ya no estaba solamente del lado del régimen, tal como lo evidenció la constitución en julio de 1981 de la Multipartidaria –un acuerdo entre cinco partidos que tenían existencia legal: la Unión Cívica Radical, el Partido Justicialista, el Partido Intransigente, el Partido Demócrata Cristiano y el Movimiento de Integración y Desarrollo–, que se situó como un polo de oposición civil al gobierno militar y demandó una pronta salida constitucional.

Para los primeros meses de 1982 arreciaron las críticas, en particular a las medidas económicas, por parte de entidades políticas, sindicales y empresarias. La denominada cgt Brasil15 anunció la realización de una marcha en la capital argentina y en distintas ciudades el 30 de marzo para decir «basta» a la dictadura, repudiar la política económica y reclamar la normalización constitucional, que puso en alerta al gobierno militar. La movilización más importante se produjo en la ciudad de Buenos Aires, en Plaza de Mayo, y estuvo jalonada por serios incidentes y choques entre los manifestantes y las fuerzas policiales, con un saldo de centenares de heridos y detenidos. En Mendoza, la feroz represión culminó con una persona muerta; en Rosario, la campaña intimidatoria previa a la realización de la marcha y el enorme despliegue policial fueron efectivos para evitar que los manifestantes llegaran a la plaza 25 de Mayo; en Córdoba, Tucumán y Mar del Plata también hubo detenidos y heridos. Así, se clausuraba con una durísima represión la más masiva concentración obrera desde el inicio del gobierno militar en marzo de 1976. Dos días después el país se despertaba con el anuncio del desembarco de tropas argentinas en las islas Malvinas16, una aspiración largamente sostenida por las Fuerzas Armadas y, en particular, por la Marina, a lo largo del siglo xx.

El gobierno de Galtieri esperaba que la operación militar forzara al gobierno inglés a negociar, en tanto se especulaba con que este no respondería a la acción argentina y que eeuu –a quien se consideraba un aliado, sobre todo después de la asunción del republicano Ronald Reagan a la Presidencia en enero de 1981– adoptaría una posición de neutralidad. En ambas cuestiones, los militares se equivocaron completamente: Reino Unido respondió con preparativos de guerra y eeuu, una vez que advirtió que el gobierno militar no cedería en su posición de mantenerse ocupando las islas, calificó a Argentina de país agresor y definió el apoyo diplomático y logístico a su tradicional aliado inglés. Como otra paradoja para una dictadura fervientemente anticomunista, las búsquedas de apoyos diplomáticos del gobierno militar en los foros internacionales contra el colonialismo inglés solo tuvieron eco en algunos países del llamado Tercer Mundo, entre los que se encontraba la Cuba comunista.

La ocupación de las islas Malvinas despertó una ola de entusiasmo nacionalista en la sociedad argentina, que operó como un elemento principal de legitimación de un gobierno cuestionado y desacreditado, tal como lo había mostrado la movilización del 30 de marzo. La guerra (abril-junio de 1982) modificó el curso de los acontecimientos, y durante un periodo relativamente breve, los conflictos que habían atravesado la escena social y política a lo largo de los últimos meses parecieron diluirse. Remedando una situación similar a la de la Copa Mundial de Fútbol de 1978, la iniciativa quedaba nuevamente del lado del régimen.

Una vez conocida la noticia del desembarco argentino en las islas Malvinas, el mismo 2 de abril, una multitud se congregó más o menos espontáneamente en la Plaza de Mayo de Buenos Aires y en las principales plazas de otras ciudades. Lo mismo se repitió el 10 de abril –cuando visitó el país el secretario de Estado de eeuu, Alexander Haig, en medio de las negociaciones de paz entre los dos gobiernos– y volvieron a producirse concentraciones en Buenos Aires y el interior. Ese día el general Galtieri salió al balcón de la Casa Rosada y dirigiéndose a las 100.000 personas que llenaban la Plaza de Mayo, dijo con tono desafiante: «Si quieren venir, que vengan, les presentaremos batalla». Situaciones similares se produjeron en distintas ciudades del país, como en Rosario o Córdoba, que fueron escenario de marchas y concentraciones de apoyo a la acción militar, respaldo que se extendió a muchos representantes civiles y militares del régimen que participaron de los actos y homenajes.

A lo largo del conflicto y en casi todo el país hubo manifestaciones de toda índole convocadas por las autoridades gubernamentales y militares y por organizaciones sindicales, políticas y estudiantiles, así como diversas exteriorizaciones de apoyo a la decisión del gobierno: un caudal inagotable de pronunciamientos, declaraciones y comunicados de prensa emitidos por partidos políticos, entidades empresarias, sindicatos, organizaciones sociales, colegios profesionales, instituciones educativas, culturales, clubes de fútbol, sociedades vecinales, asociaciones étnicas, «personalidades de la cultura y el deporte», etc., que expresaban su entusiasta adhesión a la recuperación de las islas. Las manifestaciones sociales no se limitaron a llenar las plazas ante las convocatorias del gobierno y otras organizaciones de la sociedad civil o a publicar declaraciones, sino que la guerra despertó una enorme movilización de energías sociales que se tradujo en diversas iniciativas. Mientras duró la guerra, cientos de mujeres tejieron pulóveres, bufandas y gorros de lana, se redactaron miles de cartas que se acompañaban con chocolates para paliar el frío, se recolectaron toneladas de ropa de abrigo y alimentos para ser enviadas a los soldados que combatían en el lejano sur y se realizaron festivales y recitales, actividades culturales de difusión y de solidaridad. Finalmente, la guerra tuvo un impacto directo sobre la conflictividad social, a punto tal que la mayor parte de las movilizaciones que se verificaron en esos meses fueron a favor del gobierno militar o de su iniciativa de ocupar las islas. Las críticas o resistencias al conflicto bélico, aunque existieron, no fueron públicas o abiertas, ni siquiera en el caso de las fuerzas de la izquierda.

A poco de iniciados los combates, resultó evidente que los efectivos argentinos estaban peor equipados y entrenados que los británicos (cuyas fuerzas contaban con soldados profesionales, tropas de elite, integrados en batallones y fuerzas especiales) y fueron muy notorias las desventajas materiales y tecnológicas. Si bien el triunfalismo que dominaba los reportes de guerra brindados por la prensa difícilmente hacía prever una clara derrota, luego de la primera visita del papa Juan Pablo ii al país y a poco más de dos meses de la ocupación de las islas, se anunció el fin del conflicto bélico en el Atlántico Sur. El 14 de junio, el general Mario Benjamín Menéndez, gobernador y comandante militar de las islas, firmó la rendición. La guerra culminaba con un saldo de 649 combatientes muertos y casi 1.200 heridos.

El final de la dictadura

Así como la noticia del desembarco argentino en las islas Malvinas el 2 de abril había generado un notable caudal de apoyos y adhesiones políticas y sociales que alcanzaron al gobierno militar y se mantuvieron durante casi todo el trámite de la guerra, cuando se conoció la derrota militar a mediados de junio, la situación política y el clima social cambiaron drásticamente. Una combinación de alivio por el fin del conflicto, de desencanto y, finalmente, de estupor se adueñó de la sociedad argentina, al compás de la difusión en los medios de comunicación de las cifras de los caídos en combate, de las denuncias por los malos tratos sufridos por los soldados a manos de los oficiales e incluso del manejo irregular de las masivas donaciones ciudadanas. La abierta y generalizada expresión de resistencias y cuestionamientos a la dictadura mostraba a una sociedad en ebullición17.

El poder militar se resquebrajó: se produjeron cambios en la Junta Militar, el general Galtieri, la cara visible de la derrota, fue forzado a renunciar, y en su lugar el Ejército designó como presidente al general Bignone. La Armada y la Fuerza Aérea comunicaron que se retiraban de la conducción política del prn, que quedaba a partir de ese momento en manos del Ejército, aunque se mantuvieron en la Junta Militar para tener injerencia en algunas cuestiones como las de seguridad y defensa.

Tras asumir el cargo de presidente, el general Bignone anunció el fin de la veda política y el traspaso del poder a un gobierno civil para el primer trimestre de 1984. Además, todas las carteras del gabinete nacional, excepto el Ministerio del Interior, quedaron en manos de civiles.

La situación política y social cambió bruscamente y abrió paso a la salida constitucional. La crisis económica y política en la que se sumió el régimen acicateó la protesta social y se generalizaron las expresiones de resistencia y los cuestionamientos a la dictadura en el ámbito laboral y sindical, el movimiento de derechos humanos y los movimientos barriales o vecinales, de mujeres o juveniles, los partidos políticos y los espacios culturales.

Mientras se aceleraba el final de la dictadura y los tiempos electorales (las elecciones se fijaron para octubre de 1983), el problema de los desaparecidos y las denuncias de los organismos de derechos humanos alcanzaron un impacto significativo social y político. Hacia 1983, los militares decidieron sistematizar su propia versión de la represión, que incluía, por un lado, la reivindicación de todo lo actuado durante la «guerra antisubversiva» y, por otro, el reconocimiento de «errores» o «excesos». Dictaron, además, una ley de autoamnistía que limitaba cualquier posibilidad de penalizar a los integrantes de las Fuerzas Armadas y de seguridad acusados o sospechados de haber violado los derechos humanos. Todo ello recibió un amplio repudio del movimiento de derechos humanos, los partidos políticos y las organizaciones sociales. Finalmente, el 30 de octubre de 1983 se realizaron las elecciones que dieron el triunfo a Raúl Alfonsín, quien asumió la Presidencia de la Nación el 10 de diciembre de ese año. Se clausuraba así la última y más cruenta de las dictaduras argentinas –y, con ella, el rol que habían desempeñado las Fuerzas Armadas en el sistema político-institucional argentino y el ciclo de alternancia entre civiles y militares que caracterizó el siglo xx–, algunos de cuyos efectos todavía son visibles hoy, a 40 años de ese acontecimiento.

  • 1. «Transcript of Proceedings, ‘The Secretary’s Staff Meeting – Friday, 3/26/76’, Secret», 26/3/1976 en Archivo Nacional de Seguridad de EEUU, disponible en https://nsarchive.gwu.edu.
  • 2. Hugo Quiroga: El tiempo del «Proceso». Conflictos y coincidencias entre políticos y militares. 1976-1983, Fundación Ross, Rosario, 1994; Paula Canelo: La política secreta de la última dictadura argentina (1976-1983), Edhasa, Buenos Aires, 2016.
  • 3. La participación de los asalariados en la distribución del ingreso se redujo de 48,5% en 1975 a 30,4% en 1977. Eduardo Basualdo, Juan Santarcángelo y otros: El Banco de la Nación Argentina y la dictadura. El impacto de las transformaciones económicas y financieras en la política crediticia, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2016.
  • 4. Daniel Dicósimo: «Represión estatal, violencia y relaciones laborales durante la última dictadura militar en la Argentina» en Contenciosa. Revista sobre violencia política, represiones y resistencias en la historia iberoamericana No 1, 2013. Tb. AAVV: Responsabilidad empresarial en delitos de lesa humanidad. Represión a trabajadores durante el terrorismo de Estado, EDUNAM, Posadas, 2016.
  • 5. En mayo de 1976 se establecieron como faltas de conducta: el desaliño personal, la falta de aseo, el cabello largo que exceda el borde del cuello de la camisa en los varones y no recogido en las niñas, el uso de barba en los varones y maquillaje excesivo en las mujeres, vestimenta no acorde con las instrucciones impartidas por las autoridades, juegos de manos, desobediencia a órdenes impartidas por las autoridades, indisciplina general, resistencia pasiva, incitación al desorden, asentar leyendas, llevar revistas u otros elementos ajenos a las actividades propias del establecimiento, fumar, etc. V. La Capital, 22/5/76.
  • 6. Laura Luciani: Juventud en dictadura: representaciones, políticas y experiencias juveniles en Rosario: 1976-1983, UNGS / UNLP / UNAM , Los Polvorines-La Plata-Posadas, 2017.
  • 7. Marina Franco: El exilio. Argentinos en Francia durante la dictadura, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2008.
  • 8. Ver Pablo Alabarces: Fútbol y patria, Prometeo, Buenos Aires, 2002.
  • 9. Recordemos que Argentina disputó con ese país europeo la final de la Copa del Mundo.
  • 10. Paula Canelo: El Proceso en su laberinto. La interna militar de Videla a Bignone, Prometeo, Buenos Aires, 2008.
  • 11. Daniel Mazzei: «El águila y el cóndor. La relación entre el Departamento de Estado y la dictadura argentina durante la administración Ford (1976-1977)» en Huellas de los Estados Unidos No 5, 2015.
  • 12. CIDH: Informe sobre la situación de los derechos humanos en Argentina, 4/1980, disponible en www.cidh.oas.org/.
  • 13. Sobre las dimensiones políticas de estos vínculos, v. Andrey Schelchkov: «El Partido Comunista de la Unión Soviética, el Partido Comunista argentino y la dictadura militar, 1976-1983» en Revista Izquierdas No 51, 7/2022.
  • 14. M. Franco: El final del silencio. Dictadura, sociedad y derechos humanos en la transición (Argentina, 1979-1983), FCE, Buenos Aires, 2018.
  • 15. Denominada así por la calle donde se ubicaba su sede en Buenos Aires, y diferenciada del sindicalismo más negociador con la dictadura, fue dirigida por Saúl Ubaldini.
  • 16. Federico Lorenz: Las guerras por Malvinas, Edhasa, Buenos Aires, 2006 y Malvinas. Una guerra argentina, Sudamericana, Buenos Aires, 2009; Andrea B. Rodríguez: Batallas contra los silencios. La posguerra de los ex combatientes del Apostadero Naval Malvinas: 1982-2013, UNGS / UNLP / UNAM, Los Polvorines-La Plata-Posadas, 2020.
  • 17. Ver Marcos Novaro y Vicente Palermo: La dictadura militar. 1976/1983. Del golpe de Estado a la restauración democrática, Paidós, Buenos Aires, 2003, pp. 511-512.

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