Costa Rica: la batalla por la igualdad y el repudio al odio – Por Jaime Delgado Rojas

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Jaime Delgado Rojas*

Hay hechos, aparentemente aislados pero que, en su conjunto, hablan de una concepción cultural, de un sentido común dominante. Me refiero a prácticas o retóricas de odio o discriminación hacia las mujeres, los indígenas, afrodescendientes e inmigrantes; incluso a minorías etarias como adultos mayores o jóvenes y a personas en condiciones especiales y diversidad de género. La gente lo ve como normal, aunque no lo verbalice: es su sentido común, que acompaña rechazos a políticas de justicia social y a instituciones democráticas, las que son resultado de décadas de luchas sociales y culturales.

Empiezo con un acontecimiento en apariencia marginal. Apenas se iniciaba este año y, a escasos 30 días de las elecciones municipales, se realizó en San José de Costa Rica una marcha frente y contra el Tribunal Supremo de Elecciones repudiando una resolución suya mediante la cual quedaban fuera de las elecciones municipales algunas candidaturas de dos partidos oficialistas. Se les sancionaba por haber incumplido “el principio de paridad horizontal” en la integración de las papeletas; una norma que los obliga a postular igual número de varones y mujeres. En su recurso de apelación los representantes de los partidos afectados argumentaron que las mujeres de esos partidos no estaban “100 % convencidas de querer participar”. La manifestación hecha el día 5 de enero era, en apariencia y según las proclamas, democrática. Pero se hacía en repudio a una de las instituciones garantes de la vida democrática del país que, a su vez, amparaba su resolución en otra de la Sala Constitucional del Poder Judicial. Por ello, por su contenido y el contexto en que se daba, esa toma de calles fue una marcha antidemocrática.

La norma electoral y la resolución del TSE protegía y garantizaba el derecho de participación de las mujeres. Sin embargo, había mujeres en la manifestación que tomaron tribuna y vociferaron contra aquella resolución; fueron, también, mujeres quienes firmaron una demanda contra Costa Rica ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos: es decir, se tomaba una ruta usual para la reivindicación de derechos violentados contra una acción institucional sustentada en un principio democrático.

No omito que hace un siglo la lucha por el derecho al sufragio para las mujeres, liderado por las llamadas “sufragistas”, ocupaba espacio en páginas de periódicos, sometiendo a las partícipes, en muchos casos, al escarnio y la burla por parte de los hombres: las mujeres pugnaban contra un sentido común.

No había calado en la cultura aún la batalla retórica iniciada en Francia, en 1791 cuando la escritora Marie Gouze (Olympe de Gouges) había hecho pública la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, como reclamo por la omisión expresa de las mujeres en la Declaración de los Derechos del Hombre emitida en 1789. Este instrumento fundacional con sabor ilustrado había catapultado, en la primera gran revolución, la burguesa, la legitimidad de los derechos humanos como derechos democráticos. Por su osadía, aquella escritora subversiva murió en la guillotina: para fines del siglo XVIII era inaceptable la pretensión.

Sin embargo, ahora, en Costa Rica, las pocas mujeres que acompañaron la marcha neoconservadora contra el TSE ni se imaginaban que la norma electoral que esos partidos violaron era resultado de muchas luchas sociales y debates culturales de lo iniciado, dos siglos y un tercio atrás, en la Ilustración y en la Revolución Francesa. De tal forma que, la toma de calles del pasado 5 de enero se constituyó en un movimiento muy poco democrático. Esa norma, sobre la paridad, garantizada por el TSE, fue instaurada para evitar las prácticas excluyentes y de discriminación hacia las mujeres, por parte de los partidos políticos y, como en el caso de marras, de las dos organizaciones leales al presidente Rodrigo Chaves.

La lucha cultural por la igualdad, que se constituyó en uno de los pilares de la revolución francesa tuvo antecedentes notables en la historia de la humanidad; pero en la Francia de la ilustración era parte de la agenda de emancipación de las mayorías del dominio de la nobleza y el clero: se pretendía romper privilegios reales, sociales y económicos, estampados culturalmente como si fueran naturales. Desde entonces, ha venido adquiriendo contenidos mucho más amplios en las agendas de las izquierdas: expresa el clamor de los marginados del poder político, económico, social y cultural. Esa lucha de las mujeres frente a la sociedad patriarcal sería acompañada por las demandas de los movimientos LGTBI+, a lo que se agrega, en paralelo, las batallas frente a la cultura colonial y sus instituciones sociales y políticas que reivindican mayorías marginadas, que podría ser los indígenas de Bolivia o Guatemala, o grandes poblaciones sojuzgadas y esclavizadas como los afrodescendientes en Estados Unidos. Pero, el repudio a esa lucha por la igualdad se expresa en el odio: lo contrario de la otra consigna ilustrada, la fraternidad.

Alvaro García Linera nos ilustra sobre el odio cultivado en las poblaciones no indígenas de Bolivia al calor del golpe de estado de 2019 contra el gobierno indígena de Evo Morales. Organizaron, dice “hordas motorizadas 4×4 con garrote en mano a escarmentar a los indios, que los llaman collas y que viven en los barrios marginales y en los mercados”. Cantaban consignas llamando a “matar collas” y dice, “si en el camino se les cruza alguna mujer de pollera, la golpean, la amenazan y la conminan a irse de su territorio.” (La Jornada 17/11/19 y García Linera 2020, p. 251).  Por esa vía no faltaron los asesinatos callejeros de indígenas, en cruel venganza porque durante el gobierno de Morales, indígenas como los ajusticiados en la calle habían ocupado cargos de ministros y diputados.

De igual forma, el odio se vive como expresión de sentido común en las poblaciones supremacistas norteamericanas, lo que también escenificó una particular batalla cultural que aún no ha concluido: la indignación provocada por el asesinato de George Floyd, un afrodescendiente estadounidense que murió después de haber sido violentamente detenido por la policía de Minneapolis en mayo del 2020. Ese asesinato fue celebrado por las bases sociales que escenificaron el asalto al Capitolio de Washington, en enero del 2021, para impedir la declaración presidencial de Joe Biden, en aquel momento agitados por el mensaje de fraude vociferado por Donald Trump. Tal pareciera que ese ejemplo de los supremacistas, apelando a fraude electoral se pueda estar emulando en Costa Rica.

Los costarricenses también tenemos nuestras vergüenzas que contar. Los inmigrantes nicaragüenses han sido durante muchos años la fuerza laboral más importante en el agro como peones en cafetales, cañaverales y frutales. De igual forma en labores de vigilancia comunal y en construcción de viviendas. Sin embargo, el escarnio y la burla han cundido en todo el territorio: una perversa cultura colonial que no nos abandona. En el año 2005 (11 de noviembre) un indigente nicaragüense, Natividad Canda Mairena fue muerto por dos perros rottweiler (Hunter y Oso) cuando incursionaba, para robar en una propiedad privada. Las bromas en secreto y a gritos, dirigidas a declarar a aquellos perros como héroes nacionales sonaban en rincones del país. Aun se sigue creyendo que la violencia y delincuencia viene de afuera en vez de considerarla gestada desde adentro.

Pero esta interpretación no es solo tica. Los inmigrantes en cualquier nación receptora son considerados como humanos de segunda categoría: llegan a buscar trabajo y compiten por salarios más bajos lo que los convierte en útiles funcionales del sistema capitalista al constituirse en ejército de mano de obra de reserva. En donde lleguen carecen de derechos, de patrimonio, de protección estatal e incluso, la cultura dominante del país receptor los convierte en adversarios: de ahí que encuentren en la delincuencia un cómodo espacio de subsistencia. Así catalogados tampoco son bien recibidos en su país de origen donde los espera la cárcel, sin derechos, ni juicios justos como sucede en El Salvador con las juventudes maras.

Los otros discriminados son los campesinos, los obreros nacionales, los marginados por el sistema capitalistas que se suman a las poblaciones inmigrantes en los ejércitos de reserva para presionar junto a aquellos y en su contra, a la baja las condiciones laborales, salariales y los servicios de la seguridad social: la competencia se torna feroz y el odio enrarece la vida democrática. Mientras, como en toda tragedia humana, los dueños del poder económico y político disfrutan como en la Roma clásica, desde las graderías de los capitolios el espectáculo ofrecido en el redondel por los esclavos, muchos de los cuales se sienten alagados de morir promoviendo el disfrute de sus amos. En Nuestra América están proliferando esos circos romanos y esos émulos de emperadores neoconservadores al estilo de Trump, Bolsonaro y Milei.

La batalla cultural por la igualdad, de mujeres, indios, afrodescendientes, minorías sexuales y etarias, es parte de la lucha política que enarbolan los empleados públicos, los obreros y campesinos por un mundo mejor para todos.

Muy diferente al espectáculo que vimos en San José el día 5 de enero cuando un grupo de ciudadanos y ciudadanas atacaba trincheras de nuestra democracia en nombre de una mal comprendida democracia, excluyente y discriminadora, en la que solo ellos creían.

* Doctor en Filosofía del Posgrado Centroamericano en Filosofía de la Universidad de Costa Rica, Maestro en Ciencias Sociales, con énfasis en Ciencia Política de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), México. Especialidad en Teoría de la Integración e Integración latinoamericana.

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