Bolivia: la masacre de Huayllani y la lucha por la memoria – Por Boris Ríos Britos
Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.
Boris Ríos Britos*
El 15 de noviembre de 2019 en Cochabamba la masacre sí fue transmitida en vivo por redes sociales, las radios y la televisión boliviana. Se veía un inmenso contingente policial reforzado por otro no menor de militares que llegaban en vehículos militares. Sus uniformes camuflados verduscos y azulados son muy diferentes a los de la Policía en su verde olivo oficial. Tal vez la diferencia más chocante es que los policías tenían equipos antimotines y los militares armas de guerra: fusiles de asalto.
De repente, la Policía se formó al frente y preparó sus lanzagranadas, los militares más viejos tomaron las barandas del puente de Huayllani en la entrada a Sacaba, hubo un silencio incómodo, al frente los cocaleros multicolores se movían como en una feria de pueblo: de un lado al otro, algunos reían, otros hablaban. De pronto, del lado de policías y militares, alguien gritó que los medios dejen de transmitir, un militar se acercó a la pequeña colmena de periodistas y camarógrafos que estaban en el lugar y les pidió que apagaran sus equipos y que retrocedieran; los más sumisos obedecieron, los más profesionales se dieron modos para defender el derecho del pueblo a la información.
Una lluvia de gases blanquearon el cielo de los cocaleros e inmediatamente los militares de las barandas que se pusieron en posición de tiro empezaron a disparar; era un sonido hueco, frío y pequeño, no creo que nadie lo haya presentido antes, pero eran balas mortales como fue demostrado por peritos muchos meses después. Los cocaleros cayeron, lloraron, murieron. ¿Qué boliviano se había preparado para recibir las balas del Ejército en pleno siglo XXI?
El golpe de la masacre fue tan duro que hasta muchas y muchos de los que levantaban barricadas y colgaban pititas en la ciudad de Cochabamba se consternaron y lloraron. La vida no valía nada para quienes habían montado un operativo criminal que masacró a 11 cocaleros del Chapare: Roberto Sejas, Placido Rojas Delgadillo, Armando Carballo Escobar, Marco Vargas Martinez, Omar Calle Siles, Cesar Sipe Merída, Juan López Apaza, Emilio Colque León, Lucas Sánchez, Filemón Salinas Rivera, Roberth Ariel Calisaya Soto, y que, con los años, por las secuelas de las balas, se llevó a otros dos: Julio Pinto Mamani y Roberto Jukumari.
Pero el crimen sangriento de Janine Áñez, Arturo Murillo y sus acólitos no fue un hecho aislado, la mano cambió de rostro, pero era el mismo odio –como decía en una de sus canciones Silvio Rodríguez–, venía desde lejos: del odio a la indiada, de lo insoportable que es para quienes han nacido con la piel más clara dejar un privilegio colonial y para quienes no se tragan escuchar la voz de esos indios a los que les habían quitado la voz. Las justificaciones fueron tan ridículas que solo quienes fanática y rabiosamente no querían ver lo evidente las aceptaron.
Esa marcha cocalera de Huallyani venía de siglos atrás; desde la primera resistencia al colonialismo español hace más de 500 años ya que, pese a que Bolivia había dejado el republicanismo por el plurinacionalismo, nada había cambiado: la “blanquitud” no reconocía a los indios sino el derecho a servir sumisos o morir.
Los cocaleros del Chapare, que se conformaron por campesinos pobres de las alturas huyendo de la pobreza, que se alimentaron de mineros “relocalizados” en los inicios del neoliberalismo y de otros desventurados de las zonas rurales y periurbanas en busca de mejores condiciones de vida, articularon un movimiento social a partir de la sobrevivencia; primero contra un medio que les era ajeno y hostil y luego contra el narcotráfico, la guerra falsa contra el narcotráfico que libró el imperialismo yanqui y las élites criollas que no tardaron en encontrar en esas mujeres y hombres humildes y trabajadores el chivo expiatorio perfecto para hacerlos enemigos y poner a funcionar la gran maquinaria de esa guerra falsa que castigaba a los productores de hoja de coca y protegía a los grandes narcotraficantes. ¿Cómo, las y los cocaleros, no iban a guardar el rencor de un pueblo oprimido y masacrado ante estas acciones?
Finalmente, el imperialismo yanqui terminó imponiendo sanciones, represión y hasta políticas públicas en una Bolivia sometida y obediente que fácilmente naturalizó la brutal violencia ejercida contra el movimiento cocalero y de vez en cuando la desaparición física de alguno de sus miembros. Había, por parte de los cocaleros, un sentido contradictorio contra el imperialismo yanqui y su política anticampesina en Bolivia y un sentimiento antioligárquico que había virado de un capitalismo de Estado a uno de libre mercado, pero en una versión absurdamente dogmática y de la mano de los predilectos de la Escuela de Chicago y el propio y ruin Milton Friedman que había promovido el neoliberalismo allí donde el pueblo había sido sometido, como en el ensangrentado Chile de Augusto Pinochet.
De esta manera, el neoliberalismo también se hizo un sentido de contradicción para el movimiento cocalero, lo que confluyó con la larga marcha del movimiento campesino en pleno que se encontraba frente a su independencia, a asumirse sujeto político y construir un proyecto histórico común. Fue allí cuando nacía una esperanza y con ella una convicción por luchar. Así, como escribiría en algún lugar Manuel Scorza: “para ellos, la Historia nunca había estado en el pasado inmóvil ni en el presente roto: la Historia, la verdadera Historia, los guardaba en el porvenir hacia donde caminaban”.
Ese fue el inicio de una posibilidad que se hizo de muchas luchas de miles de mujeres y hombres que en su tiempo y de cientos de formas perdieron el miedo y se enfrentaron al opresor, a la explotación o simplemente mascullaron su odio de clase y nación contra aquellos que los negaban y los sometían a un tiempo que no era de ellas y ellos.
Hoy ese movimiento cocalero chapareño, esos tropicalizados cuerpos andinos venidos de la resistencia de abajo, son vapuleados por muchos que ven en ellos, nuevamente, a un enemigo a doblegar y a humillar. Será por eso, tal vez, la hiriente e indefendible falta de justicia para esos 13 muertos en y por la masacre de Huayllani. Tan poco ha avanzado el juicio que ya han pasado cuatro años y recién hace muy poco la Fiscalía ha presentado una acusación formal contra quienes dispararon las balas de la muerte y a muy pocos de los que dieron las órdenes desde los cuarteles y desde los olimpos gobernantes.
Pero, ¿qué queda para un pueblo que parece no terminar de rebelarse nunca?, ¿un pueblo que no se cansa de caer en la misma piedra y volver a levantarse? ¿Hemos vuelto a desoír a nuestros muertos? ¿Se ha quedado, acaso, nuestro odio convertido en una mariposa liberal que olvida, obedece y consume? No lo sé, pero de lo que estoy seguro es que nuestras y nuestros muertos esperarán en silencio a que la Memoria no los olvide, a que la Verdad se imponga a la falsa historia de los vencedores y que la Justicia los vuelva a escuchar.
* Sociólogo boliviano, analista de La Época.