Panamá: transitismo en autofagia – Por Guillermo Castro Herrera
Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.
Por Guillermo Castro Herrera *
“El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma del gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país.”.
José Martí, 1891[1]
Panamá tiene dos grandes problemas pendientes de solución desde que en diciembre de 1999 la ejecución del Tratado Torrijos – Carter culminó la liquidación del enclave militar-industrial norteamericano conocido en su momento como la Zona del Canal. Uno es el de la integración del Canal en la economía interna.
El otro, el de la integración de esa economía en el mercado global. Ambos están estrechamente relacionados entre sí, y el desdén por ese vínculo ha generado una crisis que bien podría abarcar el modelo de organización territorial de la economía y el Estado imperante en el país desde mediados del siglo XVI.
Esa organización territorial al servicio del tránsito interoceánico fue establecida tras la conquista europea del Istmo, con el propósito de monopolizar el tránsito de personas y mercancías entre la metrópoli española y sus posesiones en el Pacífico de nuestra América. A partir de allí Panamá ha venido a ser una formación económico-social que cabe designar como transitista.
En esa formación, tal monopolio ha generado “una determinada producción” que asigna a todas las otras actividades productivas presentes en el Istmo “su correspondiente rango de influencia”, como “un éter particular que determina el peso específico de todas las formas de existencia que allí toman relieve.”[2] Esa determinada producción se sostiene en una peculiar concentración de poderes.
Desde el siglo XVI, el Estado – antes extranjero, después nacional – controla el tránsito por un único corredor interoceánico, en beneficio primordial de quienes controlan al Estado. Ese control se extiende al conjunto del territorio, que queda así al servicio de las necesidades de recursos naturales, alimentos y fuerza de trabajo para servir al tránsito de mercancías, capitales y personas por el Istmo.
Esa organización territorial y política de la producción de servicios es percibida y promovida como natural, y no histórica, por los grupos de poder económico dominantes en el país. Eso ayuda a entender, por ejemplo, que quienes controlan el poder en Panamá no hayan estado ni estén interesados en trazar una estrategia nacional de desarrollo desde que se hicieron cargo del Estado tras la intervención militar norteamericana de diciembre de 1989.
Por el contrario, su interés se ha concentrado en transformar el viejo enclave militar-industrial norteamericano que fue la Zona del Canal en otro, mucho más amplio, que provee servicios logísticos y financieros a la circulación del capital en el mercado mundial. Ese otro enclave abarca hoy todo un Corredor Interoceánico que va de la ciudad de Panamá, en el Pacífico, a la de Colón, en el Atlántico, y lo segrega del resto del país. Con ello, la recuperación por Panamá de su soberanía sobre el enclave canalero amplió el carácter monopólico del transitismo, y acentuó aún más la ancestral conflictividad cultural, política y económica entre «la Capital» y el «interior» del país.
Hoy, la economía de enclave así organizada se ha metastizado con la creación de un enclave minero en la región Centro-Occidental del litoral Atántico, al cual podrían agregarse otros en la península de Azuero y la Comarca Ngöbe-Buglés, en el centro y el Occidente del litoral Pacífico. Esa metástasis, sin embargo, no es tanto un signo de desarrollo como un síntoma de agotamiento, que está llevando al transitismo a una fase de autofagia, en la que solo puede subsistir en la medida en que devora las condiciones naturales y sociales de las que finalmente depende su existencia: el agua, la tierra y la gente.
Ante tal situación, la sostenibilidad del desarrollo humano en Panamá demanda una política que haga competitivas nuestras grandes ventajas comparativas, como la posición geográfica del Istmo, su carácter de puente entre las América y su abundancia en agua y biodiversidad. Eso no implica renunciar a la oferta de servicios a la circulación del capital. Supone, sí, generar una oferta de servicios ambientales y de seguridad alimentaria necesarios para encarar una crisis socioambiental que ha pasado de la fase de calentamiento a la de hervor global.
Eso requiere transformar la organización territorial de la economía y el Estado en Panamá, con el fin de ampliar la base social del mercado mediante el fomento de la producción cooperativa y comunitaria, y el ejercicio del derecho al autogobierno y el control social de la gestión pública, que han demostrado ser imposibles ante el centralismo que sirve de garantía a la economía de enclave imperante en el país. Panamá requiere, en suma, construir una sociedad que sea popular por lo revolucionaria, y revolucionaria por lo democrática que sea su organización.
El problema de Panamá no es el tránsito, sino el transitismo que lo organiza como una economía de enclave. En esto, los teóricos del transitismo tienen una claridad mucho mayor sobre los intereses que defienden que la que tienen sus adversario de los suyos. En esto cuentan incluso con la ventaja ideológica de haber logrado que grandes sectores sociales consideren al transitismo como un hecho natural, y no como una forma de organización social y económica cuyo tiempo se está cumpliendo.
Esto permite a los teóricos del transitismo presentar a la empresa minera como otro enclave que, con todos sus males, tendrá al menos la virtud de compensar la tendencia al agotamiento del enclave de servicios.[3] Precisamente por esto es necesario distinguir entre el modelo general de desarrollo y la forma histórica que hoy se agota.
La clave de ese agotamiento se expresa en las crecientes dificultades ambientales que encara el funcionamiento del enclave de servicios articulado en torno al Canal,que alberga ya a más de la mitad de la población del país, en la medida en que el calentamiento global y la ausencia de una gestión territorial adecuada vienen afectando la oferta de agua para el funcionamiento del Canal, la actividad productiva y la vida humana. Sin Canal no hay país, nos decían; sin país no habrá Canal, podemos decir hoy.
La conclusión, por abstracta que parezca hoy, no hará sino concretarse en la medida en que la crisis progrese: si deseamos un ambiente distinto, tendremos que construir una sociedad diferente, que permita la sostenibilidad del desarrollo humano en Panamá. Esta tarea define hoy el interés general de nuestra sociedad, que se expresó con la movilización social de julio de 2022, y se viene ampliando desde entonces. De nuestra capacidad para atenderla, pasando de la denuncia al análisis y de la protesta a la propuesta dependerá cada vez más que podamos construir el país que queremos llegar a ser.
Notas
[1] “Nuestra América”. El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. VI, 17. [2] Marx, Karl (2007: I, 27 – 28.): Elementos Fundamentales para la Crítica de la Economía Política (Grundrisse) 1857 – 1858. I. Siglo XXI Editores, México. [3] Al respecto, por ejemplo, la argumentación más consistente fue presentada en 2021 por el economista Guillermo Chapman en su ensayo “Hacia una nueva visión económica y social de Panamá. Una propuesta para la reflexión”, donde destaca el aporte de la exportación de concentrado de cobre al crecimiento y diversificación de la economía panameña. https://www.indesa.com.pa/wp-content/uploads/2021/04/HACIA-UNA-NUEVA-VISION-ECONOMICA-Y-SOCIAL-EN-PANAMA-GUILLERMO-CHAPMAN-JR..pdf