El peso de la mentira: Ayotzinapa – Por Abel Barrera Hernández

1.227

Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Abel Barrera Hernández*

Como madres, nunca habíamos cargado una pena tan pesada y tan larga en nuestra vida. Tampoco nos habíamos metido en problemas con la gente del gobierno. Qué íbamos a imaginar que dejaríamos nuestras casas y nuestros animalitos, para salir en busca de nuestros hijos. Teníamos una gran ilusión de que estudiaran para ser maestros. Por eso cuando nos dijeron que los habían admitido, juntamos algo de dinero para comprar su ropa y pagar los gastos de su viaje.

A pesar de la pobreza, vivíamos tranquilas en nuestras comunidades, íbamos al campo a sembrar y a cortar quelites para comer. Cuidábamos nuestros chivos y una que otra vaquita. Varios de nuestros esposos salían a trabajar como jornaleros y algunos se iban como braceros a Estados Unidos.

En el pueblo, aunque no hay dinero, la puedes ir pasando con los trabajitos que vas haciendo en la casa y que vamos vendiendo entre nuestras comadres y vecinas. Lo que más nos pone en aprietos es cuando alguno de nuestros hijos se enferma. Tenemos que pedir prestado dinero para llevarlo al médico.

Ahora cualquier medicina te sale cara. En los hospitales, aparte de que no nos atienden, todo nos cobran, como si fuera una clínica particular. Dios nos ayuda en nuestros males. Bien o mal vamos saliendo de nuestras deudas con lo poquito que vendemos, como las flores que sembramos en todos santos; las servilletas que tejemos, el pan que a veces hacemos, la comida o antojitos que preparamos; algunas artesanías que compramos y hasta el mezcal que producimos en nuestras pequeñas fábricas. Desde el 26 de septiembre todo se arruinó en nuestra vida. Tuvimos que dejar a los hijos más pequeños y abandonar la casa para marchar en las calles y gritar los nombres de los 43. Salimos con mucho coraje porque tanto al gobernador le valió gorro lo que pasaba en Iguala, como a Peña Nieto nunca le importaron nuestros hijos.

Todo lo dejaron en manos del delincuente Abarca y de sus narcopolicías. Desde esa noche que nos dieron la mala noticia, no nos equivocamos al señalar que el Ejército había participado en la desaparición de nuestros 43 hijos. Los expertos del GIEI nos informaron que una patrulla del 27 batallón de infantería llegó a la clínica Cristina de Iguala. Persiguieron a los estudiantes heridos. Como si fueran delincuentes entraron a la clínica cortando cartucho. En lugar de apoyar y brindar auxilio a Édgar, que estaba sangrando, le dijeron: “aguántense, cabrones, ustedes se lo buscaron, se creían muy chingones. Allá fuera están dos de sus compañeros muertos”.

No tomaron en cuenta la petición que les hacían, de que les ayudaran a conseguir una ambulancia. A las 2 de la mañana nuevamente aparecieron donde se encontraban los tres autobuses balaceados y los cuerpos de los dos estudiantes muertos.

Llevamos 107 meses cargando la cruz de la desaparición de nuestros hijos. Los seis informes del GIEI nos han confirmado que el Ejército formó parte de la red criminal que atacó a los 43 estudiantes. A pesar de las pruebas que han recopilado, vemos que el Presidente de la República no ha obligado al secretario de la Defensa Nacional a que entregue toda la información que tienen en sus archivos. Sentimos que los protege. Así como el gobierno de Peña Nieto protegió a Tomás Zerón y nos mintió con su verdad histórica, los militares ocultaron la verdad de forma dolosa, presentaron testimonios y declaraciones falsas para obstruir la justicia.

Los mismos funcionarios de la PGR se opusieron a que el GIEI entrevistara a los miembros del Ejército del 27 batallón. Limitaron su participación y los condicionaron a que sólo estuvieran presentes en las diligencias que realizaban los ministerios públicos. Los ignoraron y nunca los invitaron para que participaran en estas entrevistas.

Siempre encubrieron a los militares y no permitieron que el GIEI los interrogara. Se las hicieron cansada, le pidieron que escribieran sus preguntas para que fueran revisadas por la Seido. Creyeron que el GIEI se quedaría con los brazos cruzados. Por el contrario, puso en evidencia la red criminal de la que formaban parte los policías de varios municipios, el Ejército y la Marina. Desenmascaró a la misma PGR que tergiversó la investigación al decir que los normalistas estaban infiltrados por Los Rojos, en lugar de investigar el trasiego de drogas de México a Estados Unidos.

Para nosotras, el GIEI fue nuestro escudo, y en estos nueve años ocuparon un lugar importante en nuestro corazón. En cada informe nos infundieron ánimo con sus hallazgos; siempre presentaron pruebas y datos que mostraban las mentiras de las autoridades. La misma fiscalía federal protegió a los militares al solicitar la cancelación de 16 órdenes de aprehensión. En lugar de proteger nuestros derechos, se alinearon con el Ejército.

Los jefes militares se atrevieron a decir que el GIEI era un peligro para la soberanía nacional porque estaba conformado por personas extranjeras. Salvador Cienfuegos, que era secretario de la Sedena se lanzó contra ellos: ¿Qué quieren saber? Yo no voy a permitir que traten a los soldados como criminales. Dio el golpe en la mesa para que nadie se atreviera a pedir cuentas a los militares.

A pesar de ese menosprecio al GIEI, Ángela, Carlos, Claudia, Francisco y Alejandro fueron el paño de lágrimas que alivió nuestro dolor. No sólo se acercaron para consolarnos y darnos fuerza, sino que demostraron ser personas comprometidas con la verdad. Conocimos a seres extraordinarios, que nos transmitieron confianza y que nunca nos traicionaron. Su sencillez y su sabiduría son admirables. Nos dieron un lugar central como madres, como familias trabajadoras que tenemos el derecho a saber la verdad. Los avances de sus investigaciones y el contenido de sus informes los conocíamos antes de que los difundieran. En ese ambiente de confianza siempre nos escucharon y fueron muy respetuosos de nuestro dolor.

El peso de la mentira del Estado no nos aplastó ni nos destruyó. Aquí estamos exigiendo al gobierno que nos diga dónde están nuestros hijos. Ya le demostramos, que a pesar de la muerte de Minerva y el fallecimiento de tres papás, no nos van a doblegar. Las enfermedades que se multiplican en nuestros cuerpos tampoco nos van a desmovilizar. Como madres de los 43 continuaremos en las calles. No regresaremos a nuestras casas si antes no sabemos qué pasó con nuestros hijos. Por eso exigimos al Ejército que nos diga dónde se los llevaron. Ya no queremos más mentiras ni informes falaces del gobierno. Las recomendaciones del GIEI nos han trazado la ruta para llegar a la verdad.

* Director del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan e integrante de la Comisión de la Verdad para la Guerra Sucia

LA JORNADA

Más notas sobre el tema