Uruguay, radicalización de la violencia – Por Gabriel Tenenbaum
Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.
Uruguay, radicalización de la violencia
* Gabriel Tenenbaum
El primer homicidio, el asesinato, viene en aumento en Uruguay. De acuerdo a los datos oficiales, 2012, 2018 y 2022 presentan los saltos de crecimiento de la tasa de homicidios cada 100 mil habitantes más significativos en lo que va del siglo. Es el indicador a considerar en cualquier discusión seria sobre la evolución de este delito.
Cualquier debate sensato sobre el primer homicidio debería manejar datos en series de tiempo (curvas, tendencias) y no comparaciones fotográficas (mes con mes, semestre con semestre) y también debería manejar unidades temporales más cortas (días, meses) de las que se suelen comunicar (trimestres, semestres).
Pero la tasa de homicidio no es el único indicador a considerar en esta discusión. Las personas con causa de muerte indeterminada
–mal llamada muerte dudosa, como si no se pudiera constatar la certeza del fallecimiento–, las desapariciones de personas y las muertes por legítima defensa (civil y policial) son otros indicadores necesarios para entender que el dato estadístico sobre el primer homicidio es una construcción metodológica y burocrática, y no un reflejo auténtico de la realidad.
El problema de los homicidios se complejiza más si se consideran los milagros, el azar o la mala puntería. El intento de primer homicidio es otro indicador a considerar, pero tiene problemas de registro cuando se trata de enfrentamientos entre grupos delictivos. A menudo, los sobrevivientes no denuncian los hechos en los que resultaron heridos porque ellos mismos están implicados en el crimen. En estos casos, el Estado no representa la figura del tercero imparcial que ejerce justicia; más bien se percibe lo contrario.
Según datos oficiales, más de la mitad de los primeros homicidios en el país tiene motivos asociados al conflicto entre organizaciones criminales dedicadas al tráfico de las drogas ilegales. Esta tendencia se fue fortaleciendo año a año durante la última década. El ensanchamiento del mercado de las drogas ilegales en el país, la proliferación de distribuidores y semiorganizaciones locales, la parcial «gobernanza» criminal en territorios concretos y la incapacidad en la gestión de la seguridad del Ministerio del Interior son parte del contexto explicativo (no los factores explicativos) del aumento de los homicidios.
En paralelo, se observa un efecto de desplazamiento entre delitos de distinta naturaleza: el actor racional que cometía delitos contra la propiedad (rapiñas y hurtos) se traslada hacia el mercado ilícito de las drogas motivado por las ganancias diferenciales y los costos semejantes que reportan unos y otros delitos. Esta hipótesis, que explicaría, en parte, la caída de las denuncias de hurtos y rapiñas, no cuenta con evidencia contundente, pero observaciones aisladas e indicadores indirectos permiten plantear tentativamente la proposición. Llamativamente, el Ministerio del Interior de la última década no comunica los delitos comprendidos en la Ley de Estupefacientes, a pesar de ser uno de los principales problemas de la criminalidad que estamos teniendo en el país.
Atención, en el escenario presentado, aunque parezca contraintuitivo, la demanda de drogas ilegales local no se modificó, aunque algunos intentan instalar la idea contraria. La evidencia disponible muestra que la oferta de sustancias psicoactivas dirigida a los jóvenes (cocaína, pasta base, éxtasis, metanfetaminas, etcétera) es relativamente constante entre 2014 y 2021.1 ¿Hace falta más investigación? Sí, claro. Pero la información disponible no permite pensar en un aumento de la oferta de drogas ilegales para satisfacer la demanda local. Por el momento, el país está muy lejos de Cracolandia. El gran problema nacional es otro, es el almacenamiento temporal y el trasiego de sustancias psicoactivas con fines de exportación por, básicamente, el Puerto de Montevideo. El primer informe global sobre cocaína de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito lo dejó en evidencia, aunque ya lo sabíamos. No obstante, cuando se trata del puerto, los silencios aturden y la timidez se apodera de los verborrágicos.
Ahora bien, la cosa no termina acá. Hay otro problema gravísimo, llamativamente desconsiderado en el debate público: el segundo homicidio. De acuerdo a Heinrich Popitz,2 el segundo homicidio es la destrucción definitiva de la integridad de la víctima asesinada. Es la desmesura de la violencia, como si toda violencia no fuera excesiva. El acto de matar ya no es símbolo de la «victoria completa», ya no representa el grado máximo de la violencia.
El segundo homicidio es la desintegración del cuerpo del mundo físico, es la muerte de la identidad material. Se dirige contra el cuerpo sin vida para quitar lo último que queda por quitar: la despedida final.
El ejercicio de la crueldad contra el cuerpo muerto comienza a tener un lugar importante en la fenomenología del asesinato de los grupos delictivos del tráfico de drogas, pero también en los femicidios. Los operadores judiciales poco a poco van incorporando la figura jurídica del vilipendio del cadáver asesinado en sus sentencias. Cuerpos calcinados, cuerpos desmembrados, cuerpos acribillados en cunetas, volquetas, campos y un largo etcétera. No es necesario enlistar las formas de destrucción del cuerpo luego del primer homicidio y caer en el placer del consumo de la crueldad3 con los efectos que ello tiene en la neutralización del espanto.
El segundo homicidio viene acaparando la práctica y la simbología del castigo en el delito común y esa es la novedad, no su existencia como tal. Su genealogía es lejana, se manifestó en la modernidad en los diversos campos de concentración y exterminio, así como en los terrorismos de Estado sudamericanos, por poner algunos ejemplos. Tampoco es nuevo que la destrucción por la destrucción del cuerpo es un mensaje al exterior. Se orienta al reconocimiento de los otros inmediatos, a la glorificación de los pares y a la intimidación de los enemigos, tan reales como ficticios, pero también es una amenaza para los propios «amigos».
La tendencia hacia el segundo homicidio muestra la radicalización de la violencia y ello es algo que no puede eludir una política pública en seguridad.
Notas
- Observatorio Uruguayo de Drogas.
- Heinrich Popitz (2019),Fenómenos del poder, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México.
- Michel Wieviorka (2003), «Violencia y crueldad», enCiudadanía e Inmigración, Ciudadanía e Inmigración. Anales de la Cátedra Francisco Suárez, vol. 37, págs. 155-171.
*Doctor en Ciencia Social con especialización en Sociología. Docente de la Universidad de la República, Uruguay. Nota publicado en el semanario BrechaBrecha