Reformas educativas y desprecio al conocimiento – Por Marta Venceslao y Jorge Larrosa

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Reformas educativas y desprecio al conocimiento

Marta Venceslao y Jorge Larrosa*

Quisiéramos plantear algunas consideraciones sobre el marco ideológico de las últimas reformas educativas que, en la línea de sus predecesoras, ahondan en el menosprecio al conocimiento y suponen un vaciamiento todavía mayor del currículum de aquellas materias de estudio que durante siglos nos han invitado a pensar, haciendo de la escuela, entre otras cosas, un lugar para la emancipación.

Son muchas las voces que desde la enseñanza secundaria y primaria, pero también desde la universidad, los sindicatos y colectivos de profesorado, han venido señalando que este vaciamiento responde a una operación que sitúa a la escuela, de un modo cada vez más diáfano, al servicio de los requerimientos del capital. Sería ingenuo por nuestra parte no considerar esa función histórica del sistema escolar.

Sin negarla en ningún caso, lo que nos parece relevante subrayar en este espacio es que, a diferencia de otros momentos, el colaboracionismo contemporáneo entre las propuestas educativas y el proyecto neoliberal avanza de una forma tan implacable que deja cada vez menos espacio para que la escuela continúe sosteniendo su compromiso pedagógico.

Un compromiso que, nos recuerda Jordi Solé a propósito del pensamiento arendtiano, consiste en poner a las nuevas generaciones en contacto con la cultura, despertar el deseo de saber e invitarlas a formar parte del mundo (Solé, 2020: 102). No olvidemos que la escuela pública fue una conquista de la clase obrera en su apuesta por democratizar el acceso a las herencias culturales. La aspiración a universalizar ese acceso ha sido una reivindicación constante de los movimientos de izquierda.

Una revisión de las directrices de instituciones como la OCDE (2016, 2015, 2013, 2010) o la Unión Europea (2012) da cuenta de que lo que hoy se intentaría democratizar no es tanto el conocimiento como la ignorancia. Sus políticas educativas se entroncan abiertamente con los imperativos de la competitividad empresarial y la producción de subjetividades eficientes.

En los últimos años ha proliferado una discursividad pedagógica que sostiene la necesidad de ofrecer una formación integral que permita afrontar los desafíos del presente potenciando las competencias y capacidades del alumnado y alimentando su espíritu emprendedor. Como una letanía, insisten en remarcar que la sociedad se enfrenta –de forma aparentemente inevitable– a escenarios inciertos y cambiantes para los que será necesario estar preparado.

No es difícil entrever en ese futuro de “cambios veloces y desconocidos” el circunloquio con el que referirse al horizonte de precariedad que dibuja un contexto marcado por la progresiva pérdida de derechos, la precarización de la esfera laboral y la erosión de eso que Marina Garcés ha llamado mundo común (2013).

Este proceso de producción de sujetos flexibles, adaptables y dóciles a las exigencias de la economía podría condensarse en el siguiente enunciado: Nos quieren más tontos, que es precisamente el título del libro que Pilar Carrera y Eduardo Luque dedican al modelo neoliberal de escuela.

Y como nos quieren más tontos, es necesario vaciar los centros escolares de un determinado tipo de saberes, de lenguajes y de formas políticas que amenazan la escuela con convertirla en un dispositivo al servicio de la desmovilización intelectual y el atontamiento generalizado. Un atontamiento que, por cierto, llegó con fuerza también a la universidad con el Plan Bolonia (2007), esa gran operación de mercantilización de la enseñanza superior.

¿En qué aspectos podemos observar el menosprecio al conocimiento (Cañadell, Corominas y Hirtt, 2020) del sistema educativo? ¿Qué formas adopta ese vaciamiento de saberes en la escuela? Nos aventuramos a señalar dos elementos, a nuestro juicio, centrales: la pedagogía competencial y el auge de la educación emocional (sin dejar de mencionar, por supuesto, la deriva tecnológica cuyo abordaje excede las pretensiones de este artículo).

Siguiendo a los autores de Escuela o barbarie, puede afirmarse que la imposición progresiva del modelo educativo basado en competencias ha sido la nervadura fundamental del proyecto que sitúa la educación al servicio, exclusivamente, de las necesidades del capital (Fernández Liria et al., 2017: 23-24).

Las (sacrosantas) competencias se introdujeron en el sistema educativo –importadas del mercado laboral, cabe recordarlo– con la LOE del año 2006. Las reformas posteriores, la LOMCE y la actual LOMLOE, han contribuido a afianzarlas a pesar de –o acaso por– contar con evidencias sobre el empeoramiento de los resultados académicos entre el alumnado en materias tan relevantes como las ciencias y las matemáticas[01].

Casi dos décadas más tarde, el discurso competencial continúa presentándose como una innovación que posibilita la adquisición de aprendizajes considerados más prácticos y transferibles al mercado de trabajo. Es decir, se defiende sin ningún tipo de ambages la dimensión utilitaria y economicista de la educación en el sentido apuntado por Christian Laval (2004): la escuela como una empresa.

Encontramos un ejemplo ilustrativo en la llamada metodología de trabajo por proyectos. Se trata de un enfoque del aprendizaje sin duda interesante, apunta Concha Fernández Martorell (2022: 122), pero que sugiere que esa forma de trabajar será el mejor tipo de contrato (por proyectos) al que puedan aspirar los jóvenes formados en esta propuesta educativa.

Parece que lo importante es el aprendizaje no de conocimientos (tachados despectivamente de enciclopédicos[02]), sino de competencias individuales como la creatividad, la flexibilidad, la iniciativa emprendedora, la autonomía o la adaptación frente al cambio. Y, sobre todas ellas, la competencia primordial. Esa que aparece como nuevo imperativo pedagógico: aprender a aprender.

La explicación que ofrece el Ministerio de Educación es esclarecedora a este respecto: “La competencia para aprender a aprender requiere conocer y controlar los propios procesos de aprendizaje para ajustarlos a los tiempos y las demandas de las tareas y actividades que conducen al aprendizaje” para lograr que este sea “más eficaz y autónomo”[03].

En otras palabras, hay que sustituir el saber por el saber hacer y orientarlo hacia la optimización de individuos, procesos y conductas. Y además hacerlo de forma autónoma, porque el maestro parece estar convocado a un papel inexorablemente irrelevante. En esta línea se pronunciaba recientemente el secretario de Estado de Educación, José Manuel Bar[04], cuando afirmaba que el profesor como “trasmisor de conocimientos puro y duro es un modelo ya obsoleto”.

 Y daba dos razones. En primer lugar, “los inputs que reciben los alumnos no se limitan a las clases. Están continuamente en Internet y recibiendo información de mil sitios (…). Eso, a la figura clásica de profesor la deja fuera”. Y en segundo, “el puro embutido de conocimientos no es útil para la vida, no es competencial (…). Los conocimientos tienen que tener una utilidad práctica porque si no el alumnado tampoco estará motivado”.

Queremos hacer notar aquí dos aspectos significativos. El primero se refiere al desplazamiento de una de las nociones fundamentales en el campo educativo, el interés, por el concepto de motivación. Parecería que no se trata tanto de despertar una inclinación o amor al saber, sino de motivar al alumno con la misma lógica que se motiva a trabajadores y consumidores: producir y consumir más y mejor.

El segundo aspecto tiene que ver con el ahondamiento y la devaluación progresiva y permanente de un oficio tradicionalmente centrado en eso que ahora las últimas reformas desdeñan, el conocimiento.

Sabemos que no hay educación sin contenidos, esto es, sin materia de estudio. Y que esa materia de estudio en la enseñanza escolar es, como dice el pedagogo PhilippeMierieu (2016), la cultura. La cultura en sus múltiples y variopintas manifestaciones: el álgebra, la biología, el Banquete de Platón o la métrica poética de una canción de hiphop.

Despojada de estos saberes, la escuela ya no es el lugar para descubrir el mundo y sus misterios o para despertar interés, sino un lugar para adquirir habilidades transferibles al mercado laboral, esto es, un lugar para hacer de los alumnos capital humano. ¿Para qué instruir en materias de estudio si la producción de sujetos empleables requiere, más bien, de un entrenamiento en habilidades técnicas y, como veremos a continuación, emocionales? La transmisión de la cultura queda así vedada y sustituida por el aprender a aprender… nada.

El segundo aspecto que da cuenta de la devaluación del conocimiento lo encontramos en la ofensiva de la educación emocional. Hemos visto en los últimos años cómo este enfoque privilegia lo emocional sobre lo intelectual y desplaza los contenidos culturales anteponiendo un trabajo sobre la interioridad de los alumnos, y replegándose en ella.

Conceptos como necesidades y competencias emocionales, motivación, autoestima, resiliencia o proactividad han pasado a convertirse en contenidos pedagógicos de primer orden, conformando así una nueva cultura escolar más interesada en las competencias emocionales y las habilidades de gestión personal que en la adquisición de conocimientos.

Antes de continuar, tal vez sea necesario aclarar que no estamos negando en ningún caso la importancia de atender el mundo interior de las infancias y adolescencias. Más bien tratamos de cuestionar la centralidad de las emociones en la escuela y la posición ideológica desde la cual se las aborda. O, por utilizar la jerigonza hegemónica, se las gestiona. Y es que la llamada gestión emocional aparece hoy como otro de los nuevos imperativos educativos.

El enfoque más extendido en la educación emocional es el que pertenece a la psicología positiva, definida por Edgar Cabanas y Eva Illouz (2019: 18) como el brazo académico de la ideología neoliberal y el capitalismo de consumo. Sus principales objetivos son el crecimiento personal y la felicidad, postulando que el bienestar no depende de los condicionantes externos, sino de nuestra percepción de la realidad y que, además, es posible cambiarla a base de voluntad.

Este discurso, inscrito en lo que algunos autores han denominado ethos terapéutico (Ecclesteon y Hayes, 2009; Illouz, 2007 y 2010), plantea un uso productivo de las emociones en virtud del cual conocer y manejar las propias emociones permite alcanzar no solo el bienestar emocional, sino también el éxito. En esta línea se ubica el documento de la OCDE “Habilidades para el progreso social.

 El poder de las habilidades sociales y emocionales” (2016: 26) que enfatiza el papel de la educación para “contribuir a aumentar el número de ciudadanos motivados (sic), comprometidos y responsables mediante el fortalecimiento de las habilidades que importan”, y señala que “al controlar las emociones y adaptarse al cambio”, los individuos “pueden estar más preparados para capear las tormentas de la vida, como la pérdida del empleo, la desintegración familiar”, etc.

 Sin ningún tipo de perífrasis, plantean la educación emocional como una suerte de disciplinamiento social que borra toda dimensión estructural para responsabilizar, cuando no culpabilizar, al sujeto de su situación. Esta invisibilización de las cuestiones estructurales es particularmente inquietante en situaciones de desigualdad social, en las que la desposesión material se afronta ofreciendo competencias emocionales individuales que, en nombre del optimismo y la resiliencia, conminan al alumnado a sostener comportamientos meramente adaptativos.

Con relación a este último aspecto, vale la pena volver a insistir en el modo en que la educación emocional se ha sumado a la estrategia de conformación de subjetividades neoliberales (Laval y Dardot, 2013), atravesadas por nuevas formas de individualización y despolitización.

La propuesta emocional no solo supone un repliegue al mundo interior, sino también un entrenamiento para que los alumnos cambien sus percepciones antes que sus condiciones de vida. Se trata de generar nuevas formas de conformismo social. La premisa de partida es sencilla: no existen problemas estructurales, sino deficiencias psicológicas individuales. El nuevo antídoto ante la desposesión cultural y material es la papilla emocional.

Ilustremos esta lógica con el programa de inteligencia emocional “Educación responsable”, analizado por Ani Pérez (2022: 36-37). Impulsado por la Fundación Botín –vinculada al Banco Santander, el principal inversor mundial en el filantrocapitalismo educativo–, dice tener como propósito el crecimiento emocional, social y creativo de niños y jóvenes, y la mejora de la convivencia en los centros escolares a partir del trabajo con docentes, alumnado y familias.

El programa se ha implementado en unas 230 escuelas, algunas de ellas ubicadas en barrios depauperados, en los que el alumnado realizó dibujos que representaban el miedo a ser desalojados de sus casas. Si consideramos que el Banco Santander es responsable de decenas de miles de desahucios, de los cuales más de un 80% los sufren familias con al menos un menor a cargo, “poco se puede añadir –dice la autora– ante la desfachatez de quien con una mano echa a niños de sus casas y con la otra presume de ayudarles con su miedo a ser desahuciados”.

No quisiéramos concluir este apartado sin realizar una breve consideración sobre el lugar al que esta dimensión psicologizante de la educación convoca al profesorado. Ya en los inicios de la década de los 90, Tomás Pollán (1991: 34) escribía a propósito de la LOGSE que la figura del profesor quedaba relegada a la de “padre espiritual”.

 Las últimas reformas han avanzado en estos derroteros para terminar concibiendo al maestro como una suerte de terapeuta, alejado de las funciones que lo constituyen: provocar curiosidad por el mundo y las cosas que lo conforman, y conservar y trasmitir de modo crítico el legado de las generaciones anteriores.

De esta suerte, no podemos sino mirar con inquietud la penetración paulatina en las escuelas de dispositivos promovidos por la cultura neoliberal, como el mindfulness o el coaching, que suponen un paso más en el proceso de mercantilización del sistema educativo y de su puesta al servicio del mundo empresarial.

Pensar las formas de resistencia requiere, como apuntó GillesDeleuze (1995: 284), de un conocimiento acerca de los modos en los que se está llevando a cabo la instalación progresiva y dispersa de este nuevo régimen de dominación.

Es urgente analizar las formas en las que la racionalidad neoliberal de las competencias y la educación emocional socavan el sentido de lo educativo y reconfiguran (radicalmente) la concepción, los fines y los métodos de la escuela. Y, con ellos, las conceptualizaciones de la enseñanza, el aprendizaje y los propios sujetos de la educación.

La escuela está hoy doblemente amenazada. Por un lado, de privatización (al ponerse al servicio de los intereses de la economía) y por otro de gubernamentalización (al ponerse al servicio de los programas educativos de los gobiernos de turno). La privatización y la gubernamentalización son las dos caras de la misma moneda. El Estado, y más en materia educativa, ya es inseparable del capital.

 Las nuevas reformas educativas son harto elocuentes en ese sentido. Sin embargo, el ideal de la escuela moderna fue un ideal republicano (en el viejo y cada vez menos vigente sentido de res publica, de interés común) que, tal vez, sea interesante repensar y recuperar.

Nos parece necesario, desde ahí, proteger la escuela de la economía y de la instrumentalización política para que siga siendo escuela. Es decir, un espacio y un tiempo libres y liberados para el mundo, para la atención y el cuidado del mundo, para el saber del mundo o, si se quiere, para la democratización y la redistribución de las herencias culturales.

La educación escolar tiene que ver con abrir el mundo, con hacerlo interesante, con hacerlo significativo, con conocerlo y transformarlo. No hay emancipación ni pensamiento sin conocimiento. No hay república sin escuela. A no ser que empecemos a llamar escuela a un inmenso mecanismo de coaching para gestionar la estabilidad emocional de una población condenada a la precariedad, o a un gigantesco mecanismo cognitivo para desarrollar competencias flexibles y adaptables (es decir, vacías) para una economía en transformación acelerada.

Hubo una vez en que en las plazas se gritaba “le dicen democracia y no lo es”. Lo que viene es una escuela que no lo es. De ahí que, para la tarea inexcusable, desde la izquierda, de defender la escuela pública, sea preciso pensar, otra vez, qué quiere decir escuela y qué significa pública.

Defender la escuela orientada al mundo, es decir, al conocimiento, es también defenderla de su desprestigio y de su degradación. De ese runrún de que es una institución caduca y rancia, una antigualla, de ese runrún de que la enseñanza es un paquete indigesto de contenidos inútiles y carentes de sentido.

En la escuela no hay contenidos sino materias de estudio, es decir, esos pedazos de mundo y de formas de nombrar y de conocer el mundo que decidimos que son lo suficientemente interesantes como para ser transmitidos, compartidos y renovados.

Terminamos con unas palabras de Hannah Arendt:La educación es el punto en el que decidimos si amamos el mundo lo bastante como para asumir una responsabilidad por él y así salvarlo de la ruina que, (…) de no ser por la llegada de los nuevos y los jóvenes, sería inevitable”. Y continúa, “también mediante la educación decidimos si amamos lo suficiente a nuestros niños para no apartarlos de nuestro mundo ni abandonarlos a sí mismos, (…) y, en cambio, prepararlos de antemano para la tarea de renovar un mundo común.

*Marta Venceslao es profesora en la Facultad de Educación de la Universidad de Barcelona y miembro del Grup de Recerca sobre Exclusió i Control Social (GRECS) de la misma universidad. Jorge Larrosa es profesor jubilado de Filosofía de la Educación en la Universidad de Barcelona y miembro del Grup de Recerca sobre Exclusió i Control Social (GRECS)

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