Fotografías de la violencia estatal en El Salvador – Por Verónica Cabido

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Fotografías de la violencia estatal en El Salvador

Por Verónica Cabido

Miles de hombres casi desnudos, amontonados uno al lado del otro y uno detrás del otro, sin espacio entre sí, conformando un patrón ordenado y repetitivo de cuerpos en un hacinamiento asfixiante. Todos rapados, con la cabeza gacha, las manos esposadas en sus espaldas y encadenadas a los tobillos. Las filas humanas se extienden a través de cuerpos solo cubiertos, parcialmente, por los dibujos de sus tatuajes. Las imágenes fueron difundidas con orgullo por el propio presidente Nayib Bukele a través de sus redes sociales. Allí, celebraba el arribo de 2.000 pandilleros a la mega cárcel de El Salvador, la más grande de América, que promete alojar a 40.000 personas.

Desde hace décadas, las pandillas atemorizan a la población salvadoreña. Las principales son las llamadas MS-13 y Barrio 18, grupos rivales que surgieron en Estados Unidos y, luego, fueron trasladados a El Salvador por medio de deportaciones. En 2015, el país centroamericano registraba una tasa de criminalidad récord, con 105 homicidios por cada 100.000 habitantes. El presidente Bukele, en respuesta a una escalada de violencia registrada en los últimos años, declaró una “guerra contra las pandillas” y decretó un régimen de excepción que confiere facultades extraordinarias, limita derechos constitucionales y posibilita detenciones arbitrarias sin orden judicial. Como resultado, la tasa disminuyó a 17,6% y comenzó a ubicarse como la nación menos violenta de la región. Por supuesto, estas cifras nada dicen sobre la violencia que es ejercida por parte del Estado.

El establecimiento penitenciario, denominado CECOT (Centro de Confinamiento del Terrorismo) fue denunciado por la organización Human Right Watch (HRW) por las condiciones de “hacinamiento extremo”, a causa de las detenciones sin orden judicial. La organización ha registrado violaciones sistemáticas y generalizadas a los derechos humanos de cientos de personas. Juan Papier, subdirector de HRW, advirtió que algunas personas fueron sometidas a desapariciones forzadas, muchas de ellas torturadas, y sufrieron procesos judiciales kafkianos, donde no se garantizó a los acusados la posibilidad de defenderse.

Amnistía Internacional (AI), por su parte, denunció que, en el marco del régimen de excepción, las autoridades salvadoreñas han cometido “violaciones masivas de derechos humanos, miles de detenciones arbitrarias y violaciones al debido proceso, tortura y malos tratos, y al menos 18 personas han muerto bajo tutela del Estado”. Además, AI advirtió que “miles de personas están siendo detenidas sin que se cumplan los requisitos legales -existencia de orden de aprehensión administrativa o judicial, o situación de flagrancia-”, solo por ser percibidos como personas señaladas de criminales en los discursos de estigmatización del gobierno, ya sea por tener tatuajes, por haber sido acusadas por un tercero de tener vínculos con una pandilla, por tener un familiar perteneciente a una pandilla, por antecedentes penales de cualquier tipo o solo por vivir en una zona controlada por una pandilla, que son precisamente áreas de abandono estatal histórico.

Este escenario remite a la elocuente advertencia que formula Nils Christie en La industria del control del delito, donde alerta que el mayor peligro de la delincuencia en las sociedades contemporáneas es que el pretexto para reprimirla conduzca al totalitarismo. La demagogia de las estrategias punitivas se caracteriza por un marcado populismo y esto puede verse en la importante popularidad que ha logrado Bukele. Los discursos que propugnan la restricción de las libertades en beneficio de la seguridad, en realidad, sustituyen la democracia por el totalitarismo, dando forma a una ampliación del poder punitivo y al control social mediante el sistema penal. Es la violencia desmesurada, no solo porque no se mide, en el sentido de su desbocada vocación expansiva, sino porque su medición no interesa. Las fotografías no ocultan la violencia estatal, la exponen con la jactancia de un logro, mientras aseguran que el país es menos violento.

Es casi imposible que la masividad de cuerpos amontonados que se exhiben en las imágenes no nos evoque a las fotografías de los campos de concentración y exterminio nazis, de prisioneros de guerra o del traslado y comercio de africanos esclavizados. Las fotografías son el registro visual de la crueldad racionalizada. Expresan la banalidad del mal impregnada en una maquinaria sofisticada de burocracia de la crueldad, destinada a recibir cuerpos humanos de a miles y a suministrarles dolor uno por uno. Las imágenes se justifican y hasta celebran con el pretexto del combate contra las maras. El modelo, incluso, se presenta como “exitoso” por haber reducido el número de homicidios.

El parecido de las imágenes con aquellas otras situaciones que suscitan nuestro espanto (el holocausto, la esclavitud) no es exagerado y podría ser una brújula que reoriente nuestra sensibilidad. Se podrá señalar una diferencia: la condición de inocencia de quienes son sometides a esa crueldad. Mientras que las víctimas del holocausto o las personas esclavizadas nada hacían para “merecer” aquellos tratos, quienes son retratados en las fotografías difundidas por Bukele son pandilleros, enemigos en el marco de una guerra que el propio Estado libra contra una porción de sus habitantes.

El tono bélico del discurso hace pie en un maniqueísmo simplista, que clasifica a les habitantes entre los ciudadanos de bien y los peligrosos, adjudicándoles a unos y otros una serie de atributos que los hace fácilmente reconocibles. Quienes no son seleccionados por el aparato represivo pueden reconfortarse en su inocencia, en su condición de ciudadanos buenos, mientras que aquellos que sí son alcanzados por el sistema penal son el enemigo. En tanto enemigos, son ajenos a la comunidad y, por lo tanto, no merecen el reconocimiento de los mismos derechos, perdiendo su cualidad de personas.

Además de eso, y amén de los innumerables casos registrados por las organizaciones de derechos humanos en los que las víctimas de la violencia estatal no pertenecen a ninguna pandilla, debemos recordar que la defensa de los derechos humanos nos convoca a la construcción de un mundo donde la dignidad inherente a todo ser humano sea respetada de manera efectiva, con total abstracción de la condición de inocente o culpable. Al igual que la esclavitud o el holocausto, que existieron paradójicamente al interior de Estados pretendidamente democráticos, las cárceles y la violencia institucional son la expresión del poder punitivo y la lucha por su eliminación es la lucha por la libertad y la dignidad humana.

La Tinta

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