Gente terriblemente normal – Por Rosa Miriam Elizalde
Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.
Gente terriblemente normal
Rosa Miriam Elizalde*
La nueva banalidad del mal es el turismo, capaz de convertir en objeto de consumo un campo de concentración nazi, donde 200 mil personas fueron recluidas entre 1936 y 1945. En Sachsenhausen, cerca de Berlín, más de 30 mil murieron a causa de enfermedades, hambre, experimentos médicos, torturas o la cámara de gas.
Fue un centro concebido por su líder, Heinrich Himmler, como un campo modelo de su política de exterminio, que comenzó encarcelando a adversarios del régimen fascista, pero luego incluyó a todos los que los nazis consideraban inferiores racial o biológicamente. A partir de 1939, incluyó a los ciudadanos de los países ocupados por Alemania. Entre todos ellos hubo comunistas, socialistas, anarquistas, negros, gitanos, homosexuales, judíos, católicos, evangélicos y soldados de diferentes ejércitos.
El régimen nazi estuvo desde sus inicios inextricablemente unido a la brutalización de la política, a la necesidad de purificar con la violencia una sociedad decadente, como la Alemania del Tercer Reich. Lo hizo además construyendo una maquinaria perfecta de dolor y muerte como este campo de concentración que, mirado desde lejos, parece armado de bloques perfectos y ordenados, como un juego de Lego en que las piezas más inocentes pueden ser pervertidas y transformadas en elementos de destrucción.
Mientras caminas por ahí, una guía electrónica que te colocas en la oreja te va contando en tono impersonal cuál era la función de cada bloque, y no pierde ocasión para reiterar que los soviéticos que liberaron a los prisioneros en abril de 1945 cometieron tantos abusos como los nazis. Olvida muchos detalles, como que después de la guerra, apenas 6 por ciento de los soldados alemanes de Sachsenhausen fueron juzgados. Si se te ocurre pasar por la casa de Bertolt Brecht en Berlín oriental, convertida en museo, la empleada a cargo tratará de convencerte de que el autor de La ópera de los tres centavos y El círculo de tiza caucasiano no era tan marxista como él mismo se empeña en subrayar en toda su obra.
Estoy en Berlín, invitada a la Conferencia Rosa Luxemburgo, que cada año recuerda a la brillante intelectual marxista, ejecutada con un disparo en la nuca el mismo día en que le dispararon por la espalda a su compañero de luchas, Karl Liebknecht, el 15 de enero de 1919. Los que cometieron esos crímenes más tarde ayudaron a Hitler a alzarse con el poder. Para la filósofa Hannah Arendt, el asesinato de Rosa y Liebknecht supuso un punto de inflexión en la historia, que definió como la línea que separaba la Alemania de antes y de después de la Primera Guerra Mundial.
El sentimiento que impera ahora entre la izquierda alemana es de suma preocupación, porque de nuevo se ha cruzado la línea. El vocero del gobierno federal, Steffen Hebestreit, confirmó el envío de tanques Leopard a Ucrania con el argumento de que para Alemania es una cuestión de vida o muerte con respecto a la defensa del propio país. Los discípulos del general prusiano Clausewitz se empeñan en creer que es mejor una buena guerra que una mala paz, y resuenan los tambores de lo que podría acabar siendo una tercera guerra mundial.
Si la lógica de las armas intenta conducir a Alemania rearmada hacia una conflagración mundial devastadora, las armas de la lógica hace rato legislan y gobiernan las subjetividades, al punto de que algunos de los turistas de Sachsenhausen, sin el más mínimo pudor, se toman selfies haciendo equilibrio sobre las ruinas de una cámara de gas. El determinismo económico más grosero, la eliminación de referentes históricos y la perspectiva de futuro, la trivialización y la manipulación de la vida, ni siquiera tienen que cruzar los límites del sentido común. Están aquí, con violencia literal y tácita normalizada en los medios de comunicación y las plataformas sociales.
La banalidad del mal es la negación del pensamiento. Hannah Arendt acuñó el concepto tras presenciar el juicio al oficial nazi Adolf Eichmann, de quien ella afirmó que era un hombre terriblemente y temiblemente normal, un burócrata, parte de un engranaje asesino. Él se había limitado a hacer la parte que le correspondía. El mal no olía a azufre ni tenía cuernos. Era banal, era un buen vecino, gente como uno. Gente que consume y crea comida rápida virtual de cualquier cosa y sin pensar demasiado, mientras Berlín envía 14 Leopard a la guerra.
* Periodista y escritora cubana. Doctora en Ciencias de la Comunicación y autora o coautora de los libros “Antes de que se me olvide”, “Jineteros en La Habana” y “Chávez Nuestro”, entre otros