Continuidades y rupturas en la política de Bloqueo de Biden – Por Gabriel Vera Lopes
Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.
Continuidades y rupturas en la política de Bloqueo de Biden
Por Gabriel Vera Lopes
El 20 de enero se cumplieron dos años desde que la administración del demócrata Joe Biden arribo a la Casa Blanca. Comandado por una de sus alas más conservadoras, el partido demócrata volvía al poder ejecutivo con la promesa e ilusión de revertir la corrosiva etapa Trump, la cual había producido -a la vez que fue expresión- una serie de rupturas y modificaciones sustantivas en las estructuras políticas estadounidense. Transformaciones que tuvieron su corolario en la toma del Capitolio el 6 de enero de 2021 y la negativa por parte del trumpismo a aceptar su derrota electoral – posición que mantienen hasta el día de hoy-.
Durante la campaña presidencial, Biden criticó duramente las medidas que su oponente republicano venia implementando contra Cuba. Incluso llegó a prometer que, en el caso de ganar, revertiría las “fracasadas políticas de Trump que han infringido daños a los cubanos y sus familias”.
Si bien la política hacia la isla forma parte cotidiana del debate mediático en los Estados Unidos, lo cierto es que en esas elecciones presidenciales la discusión adquiría una particular relevancia, debido a las distintas y zigzagueantes alteraciones que se habían producido en esa materia. En tan solo dos gestiones -Obama y luego Trump- se transitó por dos enfoques notoriamente diferentes entre sí.
Por más de cinco décadas, los EEUU habían sostenido una política inequívoca de abierta hostilidad económica, mediática, judicial e incluso militar contra Cuba. Política diseñada en el marco de la Guerra Fría que- más allá de ciertas modulaciones en su agresividad- se mantuvo inmutable en lo esencial.
Para ello, durante años la Casa Blanca habían alegado que el bloqueo se trataba de un problema de “seguridad nacional”. Argumentando que la cercanía de la pequeña isla, junto a su alianza estratégica con la Unión Soviética, representaba un importante peligro para los Estados Unidos -la mayor potencia militar del mundo-. No obstante, mientras se mantuvo la existencia del llamado “socialismo real” en Europa del Este, de cierta forma el bloqueo encontraba un relativo contrapeso que amortiguaba sus efectos de aislamiento más dañinos (comercial, diplomático y político).
Sin embargo, una vez desmantelada la cortina de hierro –y con ella la supuesta amenaza a la seguridad estadounidense-, el bloqueo no solo continuo, sino que se profundizo. Fue a partir de la disolución de la Unión Soviética que la política estadounidense logró generar un significativo perjuicio y daño contra el estado y el pueblo cubano. La Revolución Cubana era aislada del mundo al que los ideólogos del imperialismo llamaban del “fin de la historia”. Comenzaba lo que se conoció como “el periodo especial”.
La depresión económica de aquellos años fue especialmente grave: el PBI se contrajo un 36 % entre el 1990-93, consiguiendo una lenta recuperación a partir del ´95. Tuvieron que pasar doce años para que, recién en el 2007, se volviera a alcanzar los niveles del PBI registrados antes de la crisis. El sostenimiento del bloqueo -y aún más su recrudecimiento- en esas condiciones, resultaba una confesión cabal de que esa política no tenía nada que ver ni con una cuestión de seguridad nacional, ni mucho menos con la “defensa de los derechos humanos” por parte de los Estados Unidos. Sino que, al contrario, se trataba de política orientada a infligir en la población el mayor nivel de sufrimiento posible para así incentivar un malestar social que coadyuvará a su tan mentada “caída del régimen”.
Sin embargo, en aquellos años las conquistas de la revolución aún se encontraban muy presentes entre la población cubana –tanto a nivel simbólico como material-, lo cual posibilitó una importante capacidad de resiliencia social. Sostén material para la expectativa de que la crisis sería tan solo un momento el cual, una vez superado, se volvería a la situación de bonanza anterior. Esta capacidad de resistencia y adhesión al ideario revolucionario “por abajo” se combinaba con un enorme prestigio de la dirección política del proceso -encabezada por Fidel Castro- que mantuvo una férrea decisión estratégica de no desmantelar la revolución – “por arriba”-. Situación que posibilito que el proceso se sostuviera, aunque no sin sufrir profundos daños y retrocesos.
A principios de la primera década del Siglo XXI, con la llegada de la llamada “oleada de gobiernos progresistas” en el continente, se produjo un periodo internacional inédito que permitió a Cuba salir del profundo aislamiento al que había sido sometida. Contexto en el cual el proceso Bolivariano en Venezuela jugó un papel clave, a partir de una serie de intercambios que apuntaban al fortalecimiento de ambas experiencias.
Ese nuevo contexto de mayor unidad y colaboración latinoamericana sumada a las crecientes dificultades estadounidenses, a partir de su empantanamiento en Medio Oriente y la crisis del 2008, generó un creciente cuestionamiento a las políticas exteriores de EEUU para la región. Las sanciones contra Cuba, basada en la coerción unilateral de Washington, ya no lograba el silencio -ni mucho menos la complicidad- que había cosechado en la década de los noventa entre los gobiernos latinoamericano.
Estas modificaciones en las relaciones de fuerzas permitieron que facciones políticas dentro del partido demócrata, que abogaban por la necesidad de re-calibrar la relación con Cuba, adquirieran mayor relevancia. Estas posturas no versaban sobre un cambio estratégico en los objetivos estadounidenses–“el derrocamiento del régimen”-, sino más bien sobre un cambio táctico en las formas implementar este objetivo. Estos sectores armonizaban con la articulación hegemónica neoliberal-progresista que sustentaba al gobierno de Obama, con su suerte de semblante pluralista, inclusivo y tolerante con el derecho internacional y los derechos civiles.
Durante el segundo mandato de Barack Obama varios de los preceptos de la política contra Cuba fueron revisados y modificados. Ensayando una serie de políticas que disminuían las hostilidades contra Cuba y que tendían al restablecimiento del dialogo y negociaciones entre Washington y La Habana, -aunque sin por ello desmantelar el bloqueo-.
El propio Obama al explicar este importante giro táctico, manifestaba:
“Pondremos punto final a un enfoque que, durante décadas, no nos ha permitido avanzar en nuestros intereses y, por lo tanto, comenzaremos a normalizar las relaciones entre nuestros dos países. Con estos cambios pretendemos crear más oportunidades para los pueblos estadounidense y cubano, además de comenzar un nuevo capítulo entre las naciones de las Américas […] Podemos hacer más para ayudar al pueblo de Cuba y promover nuestros valores a través del engagement […] Después de todo, estos cincuenta años han demostrado que el aislamiento no ha funcionado. Es hora de un nuevo enfoque.” (Obama, 2014)
El 17 de diciembre del 2014, Barack Obama y Raúl Castro comunicaban que, luego de 18 meses de negociaciones secretas, habían acordado comenzar lo que sería la apertura de un nuevo capítulo en las relaciones de ambos países. Se abría así un periodo inédito en la historia de ambas naciones. Presidentes e importantes líderes religiosos y sociales, de todo el mundo, saludaron con entusiasmo ese nuevo acercamiento. Durante meses fue uno de los temas dominantes en la prensa internacional, que nombro este periodo como de “deshielo” (en clara referencia soviética y haciendo gala de su falta de creatividad).
Entre las medidas más importantes que se llevaron a cabo, se encontraban: el retiro de Cuba de la lista de “Países patrocinadores del terrorismo” –lista elaborada por el Departamento de Estado de los Estados Unidos y que incluyo a Cuba en 1982-, y el restablecimiento de las embajadas tanto en ambos países.
Vale la pena señalar, sin embargo, que este acercamiento no constituía una reconstrucción de la política externa estadounidense, como imaginaba una parte de la prensa progresista del momento. Hay que recordar que casi de manera simultánea al proceso de “deshielo”, a partir del 2015, se intensifican contra Venezuela una serie de acciones económicas, financieras y diplomáticas que buscan la destitución del chavismo. A tal punto que, el 8 de marzo de ese año, Barack Obama firma la Orden Ejecutiva Nro. 13692 (“Decreto Obama”), donde declara a Venezuela como una “amenaza inusual y extraordinaria a la seguridad nacional y política exterior de Estados Unidos”, habilitando un conjunto de medidas coercitivas unilaterales contra el país sudamericano. Medidas que se irían aplicando y acumulando en los siguientes años, con la misma lógica que rige el bloqueo contra Cuba: estrangular su económica y extender así un malestar social.
Pese a los importantes avaneces obtenidos en este periodo, el “deshielo” con la isla caribeña no duraron mucho tiempo. Con la llegada de la administración Trump los ensayos de acercamiento con Cuba fueron revertidos de manera casi inmediata.
En la ciudad de Miami, al poco tiempo de asumir, Trump organiza un acto en el teatro Manuel Artime. La elección del lugar no solo no resultaba azaroza, sino que cargaba consigo un fuerte simbolismo. El teatro tomaba su nombre del Jefe de la emblematica Brigada 2506, la cual protagonizó el intento de invasión contra Cuba en 1961, conocida como la invasión a la Bahía de Cochinos. En ese acto, Trump dio a presentó el “Memorando Presidencial de Seguridad Nacional en torno al Fortalecimiento de la Política de los Estados Unidos hacia Cuba” que marcaría el pulso de su política hacia la isla.
Su gestión no solo recompuso el conjunto de medidas que conforman el bloqueo, sino que, además, incrementó sensiblemente las medidas coercitivas unilaterales en vigencia. Aplicando 243 nuevas medidas adicionales al ya de por si asfixiante bloqueo. Dejando atras la estrategia de engagement de Obama, para volver una vez más hacia una politica de maxima presión.
Esta situación adquirió un particular dramatismo durante el contexto global de la pandemia de COVID-19 –momento en el cual se aplicó la mayoría de estas medidas-. En medio del combate contra el flagelo que azotó al mundo, Cuba no solo veía bloqueada la entrada al país de materiales sanitarios y herramientas para combatir la pandemia, sino que, día a día, aumentaban las sanciones contra la isla.
Este incremento de la hostilidad contra la isla estuvo motorizado por la misma lógica que marcó la escalada de beligerancia durante el periodo especial. Es decir, frente a una coyuntura de conmoción y dificultad extendida, la intensificación de las sanciones procuraba que la situación de sufrimiento social se volviera insoportable y así provocar el estallido del régimen.
Fue en este contexto que las promesas de campaña de Biden habían logrado despertar, en amplios sectores progresistas y democráticos, la esperanza de que se retomara la política de “deshielo” con Cuba. Al fin y al cabo, el propio Biden se había desempeñado como vice-presidente de Obama.
Sin embargo, luego de asumir la presidencia, el equipo político de Biden fue dilatando la aplicación de sus promesas de campaña, argumentando que las medidas a adoptarse se encontraban en una “fase de estudio”.
Algunos de los motivos de esa demora pueden rastrearse en las tensiones que atraviesa la política interna estadounidense. Junto al fuerte rechazo de la oposición republicana a un restablecimiento del dialogo con Cuba, se sumaba una división interna dentro de las filas demócratas donde no se establecía un claro consenso al respecto.
A las pocas semanas de que Biden asumiera el ejecutivo, el 4 de marzo de 2021, un grupo de 80 parlamentarios demócratas de la Cámara de Representantes elaboraron una carta donde instaban al fragante presidente a derogar las sanciones que el ex mandatario Donald Trump había implementado contra Cuba calificándolas de “crueles”. La respuesta por parte del ejecutivo se daría cinco días después. En una rueda de prensa, al ser consultada sobre la carta que el grupo de parlamentarios demócratas había elaborado, la portavoz presidencial, Jen Psaki, manifiesto que “un cambio de política hacia Cuba no se encuentra actualmente entre las principales prioridades del presidente Biden”.
Semanas después, EE.UU. mantuvo su tradicional rechazo a lo manifestado por la comunidad internacional en la Asamblea General de la ONU celebrada el 23 de junio del 2021. Con 184 votos a favor, tres abstenciones, y los dos tradicionales votos en contra -de Estados Unidos e Israel- se volvía a aprobar la resolución titulada “Necesidad de poner fin al bloqueo económico, comercial y financiero impuesto por los Estados Unidos de América contra Cuba”. Por vigesimonovena vez consecutiva, EE.UU. decidía violar el derecho internacional e ignorar la voluntad de la inmensa mayoría de países del mundo en nombre de la “democracia y los derechos humanos”.
Tan solo unas semanas después, los conflictos internos en Cuba empezaron a jugar un rol considerable en el mantenimiento de la política de “máxima presión” por parte de los EEUU. Las protestas del 11 de julio en Cuba fueron utilizadas como pretexto por el gobierno de EE.UU. para continuar con las políticas de bloqueo contra la isla. A partir de esa nueva conflictividad Cuba, pasaba en la retorica gubernamental de Washington de no encontrarse entre las prioridades del presidente Biden a ser una de sus más importantes preocupaciones.
La salida de la pandemia global dio lugar a una creciente conflictividad social en el mundo entero en aumento, dando lugar a un ciclo de protestas globales –como lo demuestran diversos estudios– que incluso llegó a tener importantes episodios dentro de los propios EEUU. Sin embargo, el gobierno de Biden se excusó en las manifestaciones ocurridas en la isla para mantener su política de asfixia.
Nuevamente la conjetura era que la combinación de las protestas junto a la desestabilización y el malestar que produce el bloqueo podría generar el “cambio de régimen”. La predica sobre los derechos humanos era una vez más instrumentalizada por los EEUU en favor de sus intereses imperialistas.
Sin embargo, la propaganda gubernamental logró poco éxito en su justificación. La organización social Black Lives Matter (BLM) publicó un comunicado el 15 de julio en sus redes sociales exigiendo el fin del bloqueo a Cuba que, en sus palabras, “fue instituido con la explicita intención de desestabilizar el país y socavar el derecho de los cubanos a elegir su propio gobierno”. En octubre, líderes del Consejo Mundial de Iglesias (CMI) enviaron una carta al presidente Biden en la que le instan a tomar la “decisión audaz” de levantar el embargo financiero y comercial que pesa sobre Cuba. Y, finalmente en diciembre, un centenar de congresistas demócratas volvieron a presentar una carta dirigida al presidente Biden en la que pedían: restablecer el diálogo con Cuba, abordar las necesidades humanitarias y avanzar en la normalización de las relaciones con La Habana. Biden finalizaba así el primer año de su mandato sin poder unificar una postura común en su política contra Cuba.
Durante el 2022 se produjeron pocos cambios significativos. Actitud conservadora que tuvo varias explicaciones.
En primer lugar, en el plano externo, el estallido de la guerra en Ucrania, fuertemente impulsada por los EEUU, mantuvo al aparato exterior del gobierno de Biden centrado en la construcción de lo que sería la actualización del “concepto estratégico” de la OTAN, que en su cumbre celebrada en Madrid coloco a China y Rusia como sus principales enemigos.
En segundo lugar, en el plano interno, la creciente inflación dentro del país, que alcanzó el nivel más alto de los últimos 40 años, sumado a la caída de los índices de popularidad de Biden –el descenso de imagen más rápido que se registró desde la segunda guerra mundial– produjo que el gobierno adoptara, en un año electoral, una política conservadora respecto a Cuba.
No obstante, luego de 17 largos meses de una “revisión política”, durante los cuales se mantuvieron intactas las medidas que introdujo ex presidente Donald Trump contra Cuba, el Departamento de Estado anunciaba en mayo que flexibilizaría algunas medidas vinculadas principalmente a la migración. ¿Por qué se realizó ese anuncio?
Por un lado, la amenaza de varios gobiernos de la región latinoamericana con boicotear la IX Cumbre de las Américas si se excluía a Cuba produjo una verdadera vergüenza para la política exterior de los EEUU. Marcando, una vez más, que no sería tan fácil des-entenderse del “tema Cuba”. Por otro lado, el agravamiento de la crisis migratoria en la isla y en la frontera sur de los EEUU, obligo a la casa blanca a recalibrar su política migratoria.
Actualmente, Cuba atraviesa una grave crisis migratoria. La combinación de la pandemia del covid-19 y la crisis económica mundial, junto al endurecimiento sin precedentes del bloqueo, produjeron una fuerte recesión económica en la isla. Durante casi dos años el país vio completamente paralizada su principal fuente económica – el turismo- mientras realizaba un esfuerzo fiscal gigantesco en importar insumos para combatir la pandemia.
Una vez abierta las restricciones sanitarias, el país sufrió –al igual que la gran mayoría de los países del mundo- un galopante proceso inflacionario que castigo aún más a la población. Según datos oficiales, durante el 2022 la inflación aumentó casi un 40%. Esta ardua crisis económica, muchas veces combinada con un malestar social y un sentimiento de falta de expectativas, produjo una nueva oleada de migración. Se calcula que en el último año unas 270.000 personas salieron de la isla.
La negativa unilateral de Washington de respetar los acuerdos migratorios firmados con La Habana en 1994, en vez de desincentivar la migración produjo un aumento del mismo mediante vías indocumentadas. El cierre de oficinas consulares y la eliminación de vuelos regulares hicieron que muchos cubanos optaran estas rutas alternativas, las cuales resultan sumamente peligrosas e inhumanas para los migrantes. Quienes muchas veces terminan atrapados en medio de una industria mafiosa de peajes, mulas y coimas construida alrededor de la vulnerabilidad provocada por la ilegalidad.
Existen muchas razones por la que los cubanos eligen migrar a los EEUU. La primera es la cercanía del país caribeño con la costa estadounidense. La segunda es que el estado de Florida ya alberga a una enorme comunidad de más de un millón doscientos mil cubanos o cubanos-americanos. Esto hace que mucha gente ya tenga un familiar, un amigo o un conocido que facilita su inserción. Por otro lado, en EEUU existen toda una serie de leyes que otorga a los cubanos una serie de ventajas con respecto a otros migrantes. Una de las más importantes es la “Ley de ajuste cubano”, que permite que tras un año de permanencia en el país aquellos cubanos que hayan entrado de manera irregular puedan convertirse en residentes permanentes legales. Esta arquitectura jurídica, que la socióloga estadounidense, Susan Eckstein, denomina “el privilegio cubano”, es una política que, paradójicamente, tiene como objetivo incentivar la migración irregular cubana.
Sin embargo, el exponencial crecimiento de la migración irregular que los EEUU han recibido durante el último año ha generado una importante dificultad para controlar su frontera. Lo que ha obligado al país a recalibrar su política migratoria, posibilitando una mayor apertura para la cooperación con Cuba.
Esta crisis se centra principalmente en la frontera con México. Donde miles de migrantes sometidos a todo tipo de peligros y violencias, intentan cruzar día a día. Situación que tuvo una traducción política en las recientes elecciones de medio término, siendo uno de los ejes de debate más conflictivos para el Partido Demócrata. Al punto que tan solo algunos días después de los comicios, el titular de la Oficina de Aduana y Protección Fronteriza de Estados Unidos (CBP por sus siglas en inglés) Chris Magnus fue obligado a renunciar.
Según informes del CBP, durante el 2022 ese organismo arresto a más de 2,7 millones de personas que intentaban cruzar la frontera. Casi un millón de personas más que en 2021. Una oleada migratoria que representa un crecimiento exponencial con respecto a los años anteriores a la pandemia. Fenómeno que tiene características globales, como quedo claro durante la cumbre en junio pasado de la OTAN en Madrid donde el organismo –de manera cínica- reforzó su aparato bélico en las fronteras de Europa con África y Medio Oriente.
Fue en ese contexto que se retomaron las conversaciones migratorias bilaterales. Se anunciaron la reanudación de los vuelos de líneas aéreas estadounidenses al interior de la isla. Se reanudo el dialogo entre el servicio de guardacostas de Estados Unidos y las Tropas Guardafronteras cubanas. Y se anunció el reinicio de la posibilidad de enviar remesas – aunque todavía no se ha implementado-. El canciller Bruno Rodríguez califica de “paso positivo” la reanudación de la expedición de visados de inmigrantes en la embajada de Estados Unidos.
Pese a estos pasos positivos, al finalizar el año, el 2 de diciembre el Departamento de Estado de los Estados Unidos presentó su lista anual de “países que violan la libertad religiosa” donde Cuba fue incorporada bajo el rotulo de «países de particular preocupación». Posibilitando que el país caribeño pueda ser objeto de posibles nuevas sanciones además de las que ya pesan sobre la isla. Una política con claras continuidades con la de su predecesor Trump.
A mitad de su mandato, más allá de algunos pasos positivos, Biden no ha revertido las políticas que implemento Trump contra Cuba. Sin embargo, los próximos meses serán claves si es que Washington decide finalmente aliviar las sanciones y cumplir la promesa de campaña de Biden. Tal como apunta el politólogo cubano, William Leogrande, el nombramiento del ex senador Christopher Dodd como Asesor presidencial Especial para las Américas, luego de las elecciones de medio término, puede ser un paso en ese sentido. Dodd ha sido defensor de un cambio de estrategia en la relación con Cuba. Sin embargo, la decisión política no dependerá solamente de un funcionario.
El 3 de febrero de este año se cumplieron 61 años desde que Estados Unidos comenzarán su política de bloqueo contra la isla con la Proclamación Presidencial 3447 del presidente John F. Kennedy. El objetivo de esa medida era castigar al gobierno revolucionario de Fidel Castro por su “alineación con las potencias comunistas” la Unión Soviética y República Popular China, en el marco de la guerra fría.
El plan había sido meticulosamente estudiado por el gobierno estadounidense. El por entonces subsecretario adjunto de Estado para asuntos interamericanos, Lester D. Mallory, explicaba a su superior, en un memorándum fechado el 6 de abril de 1960, la estrategia que se implementaría contra Cuba: “El único medio previsible para restarle (a Castro) el apoyo interno es a través del desencanto y la desilusión basada en insatisfacciones y limitaciones. . . . debemos tomar todas las medidas para debilitar la vida económica en Cuba . . . negarle fondos y suministros para que bajen los salarios y los ingresos y así producir hambre, desesperación y el derrocamiento del gobierno.”
Desde ese momento, los EEUU han emprendido un complejo mosaico de leyes y reglamentos conformados por diversas sanciones económicas, políticas, comunicacionales, etc. En 1996, el congreso estadounidense sanciona la Ley de Libertad y Solidaridad Democrática Cubana donde se plantea que el bloqueo debe sostenerse hasta que Cuba “se convierta en una democracia multipartidista de libre mercado y pague indemnizaciones por las propiedades nacionalizadas por el Gobierno Revolucionario”. De esta manera, el bloqueo se puede entender como el equivalente moderno a cuando en la edad media un ejército sitiaba a una ciudad para que su población se muriera de hambre y así presionar a sus dirigentes a que se rindieran.
La política del bloqueo es claramente violatoria del derecho internacional. La propia declaración de la ONU establece que es “el derecho soberano e inalienable de un Estado a determinar libremente sus propios sistemas políticos, económicos, culturales y sociales”. Por lo que declara que todos los Estados tienen el deber de “abstenerse de cualquier acción o tentativa, en cualquier forma o bajo cualquier pretexto, de desestabilizar o socavar la estabilidad de otro Estado”. Es por esto que durante 30 votaciones consecutivas la Asamblea General de la ONU votó a favor de una resolución anual exigiendo a Estados Unidos terminar con el bloqueo. Resolución que es desobedecida sistemáticamente por los EEUU.
En el más reciente informe elaborado por la Cancillería cubana sobre los daños económicos del bloqueo, se estimó que durante los 14 primeros meses del gobierno de Biden los daños ocasionados a Cuba por el bloqueo ascienden a 6 364 millones de dólares. Es decir, más de 454 millones de dólares mensuales y 15 millones de dólares diarios. En los sesenta años de bloqueo, se calcula que el daño económico al país caribeño fue de 154 217 millones de dólares.