Las huellas del Ku Klux Klan en Cuba o la persistencia del racismo estructural – Por Alexander Hall Lujardo
Las huellas del Ku Klux Klan en Cuba o la persistencia del racismo estructural
Alexander Hall Lujardo*
Los primeros indicios documentales sobre la existencia del Ku Klux Klan en Cuba datan de 1928. En tal fecha —según la historiadora camagüeyana Kezia Zabrina Henry Knight— una organización bajo ese nombre oficializó su inscripción en el registro de asociaciones del país. La legislación vigente en la época, a efectos constitucionales, no permitía ese tipo de organizaciones con una proyección abiertamente racista, portadora además de un legado segregacionista influido por las valores supremacistas blancos, que conformaban la ideología extendida entre la población conservadora estadounidense.
Este tipo de hechos, sin embargo, aunque merecían el repudio general de la sociedad, no resultaban ajenos a la realidad del contexto republicano. Desde la intervención estadounidense hasta la conformación de la República en 1902, las personas negras fueron excluidas de los servicios policiales, se les negaba la atención en barberías y establecimientos comerciales, detentaban la más baja remuneración salarial y poseían las peores condiciones materiales en el fondo habitacional.
Diversos hechos atestiguan la discriminación política. En 1906 el general Quintín Bandera fue asesinado impunemente por las autoridades ante el intento de reelección fraudulenta de Tomás Estrada Palma durante la denominada Guerrita de Agosto. A la esposa de Martín Morúa Delgado le fue vetada su participación en una recepción junto a su esposo en el palacio presidencial. En 1912, por órdenes del gobierno del presidente José Miguel Gómez, fueron masacrados los miembros del Partido Independiente de Color ante su intento de conformar una agrupación que respondiera a sus intereses, pues padecían la instrumentalización de su agenda por los partidos políticos de la época.
El intento de neocolonización cultural caracterizó las estrategias del imperialismo y su penetración económica, como aborda la historiadora Marial Iglesias Utset en su estudio Las metáforas del cambio en la vida cotidiana. Cuba 1898-1902. Ello ocasionó la reproducción acrítica por los medios de prensa de patrones de moda y belleza estética acordes al paradigma occidental/blancocéntrico. De igual forma, las altas esferas del poder promovieron políticas de blanqueamiento y des-africanización como parte de un proyecto higienista acorde al paradigma moderno de estado-nación homogéneo, con el propósito de facilitar estrategias de dominación.
La academia desempeñó un rol de segundo orden en las propuestas teóricas inquisitivas contra las manifestaciones de matriz africana y raíces populares, de manera que subsumían un discurso racista en una elucubración pseudo-científica a partir de la antropología física con base en la criminología craneológica. Esta disciplina pretendía la inferiorización de las personas negras, mestizas, asiáticas y otros grupos/culturas o comunidades civilizatorias no europeas. Las bases intelectivas de su teorización están amparadas en los propósitos de sustituir a la teología religiosa como práctica supremacista, por la legitimidad académica y sus aparatos de validación científicos, reproductores de la colonialidad del saber/poder.
En tal sentido, el estudio de José Rafael Montalvo Covarrubias, Carlos de la Torres Huerta y Luis Montané Dardé, sobre el análisis craneológico de Antonio Maceo y Grajales, procuraba demostrar la superioridad del general independentista por el tamaño de su masa encefálica, lo que de acuerdo a los postulados de esta corriente antropológica, era una excepción entre las personas de su color. El sustento ideológico de esa tesis resultaba funcional a los enunciados discursivos del nacionalismo, llevado a cabo por la elite racista que encabezaba los resortes comunicativos, ideopolíticos y económicos en Cuba.
A esta escuela de pensamiento se adscribieron igualmente los trabajos investigativos de Antonio Mestre Domínguez, Agustín W. Reyes Zamora y Vicente Benito Valdés; al igual que las publicaciones de Israel Castellanos González y Fernando Ortiz Fernández. Respecto a Ortiz, es posible apreciar la influencia de esta corriente en sus trabajos pioneros. En sus obras publicadas entre 1906-1939, se distinguen constantes alusiones a la superioridad del componente étnico-racial blanco, así como la denigración de las tradiciones culturales afrocubanas sobre los valores de la cristiandad y la civilización caucásica, sumado a sus propósitos legales de promover en el congreso un Proyecto de Código Criminal Cubano (1926), que desde el ámbito jurídico censuraba tales manifestaciones sociales.
De igual forma, la tradición canónica del constructo político que sostiene al discurso teleológico de la nación cubana, alude a las cosmovisiones orticianas referidas al «engaño de las razas», «el ajiaco criollo», «la epifanía de la mulatez» o «la transculturación», con el fin de mantener inalterable el estatus quo social sobre el que se instaura la dominación estructural económica.
Esa jerarquización social resulta en apariencia inexistente en los discursos marxista-ortodoxo y nacionalista posteriores a 1959, los cuales validarán el sostenimiento de la marginación en el ámbito económico en que se encontraban los afrodescendientes, en función de reforzar el orden instaurado entre las distintas clases y sectores bajo el enunciado patriótico de confraternización.
En consonancia con tales preceptos, aluden a la «convivencia pacífica» de todos los componentes raciales de la Isla, a pesar de las garantías en materia social y acceso gratuito a derechos básicos fundamentales, cuya existencia en ocasiones es instrumentalizada por estrategias paternalistas, asistenciales, instrumentales y populistas.
Ello ocurre en lugar de potenciar alternativas de emancipación popular desde abajo, con el protagonismo activo y consciente de sus beneficiarios para tomar decisiones de manera autónoma y auto-gestionable, sin burocratismos ni mecanismos de ralentización centralizada, que en no pocas ocasiones propician la corrupción, al precio de agudizar las condiciones de precariedad de sectores/comunidades subalternizadas, relegadas al olvido por la institucionalidad oficial o las instancias partidocráticas estatales.
El racismo histórico-cultural y sistémico-estructural en la sociedad cubana
Las denuncias suscitadas en redes sociales a raíz del incidente ocurrido en la provincia de Holguín el pasado 31 de octubre, cuando durante la jornada de Halloween unos jóvenes decidieron usar disfraces propios del grupo supremacista blanco estadounidense Ku Klux Klan, ha provocado una ola de indignación en diversos actores de la sociedad civil cubana.
Su irrupción en el céntrico parque Calixto García con los atuendos de la organización racista, junto a crucifijos e improperios de: «¿dónde están los negros?», demuestra la total impunidad con que actuaron en la vía pública, ante la inacción de las autoridades locales y los residentes de la zona.
Respecto a hechos como este, y desde un análisis estructural más abarcador, el crítico y ensayista Roberto Zurbano ha advertido que se ha instalado en el país un imaginario neo-racista, vinculado a la emergencia de la crisis socioeconómica que estalló en los noventa, acentuó la desigualdad e introdujo nuevas formas de comportamiento social, asociado a la aparición del sector privado. En su descripción del neo-racismo asevera que se trata de:
«(…) un fenómeno que integra gestos, frases, chistes, críticas y comentarios devaluadores de la condición racial (negra) de personas, grupos, proyectos, obras o instituciones. No se trata de simples gestos u opiniones personales marcadas por el prejuicio racial, sino de conductas que ejercen el prejuicio sin miramientos y se producen hoy en espacios públicos institucionales o no —incluyendo los medios de difusión y la publicidad— y que resultan lesivas y humillantes para aquellos contra quienes se dirige, aunque algunos lo aceptan crítica o irremediablemente».
Los hechos acaecidos en la ciudad de Holguín no son solo resultado de esa herencia de colonialidad enquistada en los imaginarios socioculturales como resultado de una educación eurocéntrica, caracterizada por la invisibilización de las figuras protagónicas de piel negra.
En ellos influyen asimismo la marginación de la tradición emancipatoria previa a 1868 en las luchas contra la esclavitud y la dominación colonial, la banalización naturalizada de las expresiones culturales de matriz africana, así como su folklorización por numerosos entes de la institucionalidad académica, sin entender que tales prácticas constituyeron estrategias de resistencia cultural ante las instancias de poder, cuya perdurabilidad ha sido esencial en función de articular un proyecto nacional de raíces humildes y populares.
Resulta deplorable la naturalización cultural de este tipo de hechos. Ellos merecen una sanción legal debido al mensaje de exaltación de valores racistas que podrían atentar contra este sector en el ámbito cotidiano. Sin embargo, el recurso punitivo no debe ser la única herramienta para combatirlo. Es crucial despojar los planes de enseñanza de sus soportes eurocéntricos, arrojar luz sobre los estudios de ciencias sociales en la temática, fomentar un amplio debate para potenciar la cultura sobre el fenómeno e inducir nuevas formas de comportamiento que permitan concientizar a la ciudadanía.
Resulta igual de lamentable la ausencia de análisis que conciban la extensión del racismo como parte de un proceso estructural que mantiene —por razones históricas y políticas aún vigentes— a la población afrodescendiente en condiciones de relegación económica, sobrerrepresentada en centros penitenciarios, barrios de migrantes internos y comunidades empobrecidas. A la vez, su presencia resulta escasa en centros universitarios o puestos administrativos, según las cifras del último censo publicadas en 2016.
La reversión de tales patrones de subalternidad requiere el desmontaje integral mediante el empoderamiento consciente de sus pobladores, a través de políticas públicas que reclaman inversiones sociales destinadas a la generación de riquezas de forma sustentable, ecológica, racional y colectiva, orientado a la prosperidad social. Esto implica el quiebre de las lógicas de dominación existentes, signadas por el afán de lucro de las empresas que refuerzan la acumulación de capital. De igual manera, exige la renuncia de la centralización estatal (no socializada) sobre los medios de producción, cuyo esquema no está exento de reproducir lógicas desarrollistas, explotadoras, autoritarias y empobrecedoras, como dictaminan los soportes de funcionamiento clásicos en el modelo (neo)liberal.
Acorde a esta tradición de pensamiento, se inscribe una zona invisibilizada del marxismo negro y el republicanismo socialista popular, con notables exponentes como Ángel César Pinto Albiol, Juan René Betancourt y Walterio Carbonell, quienes desde diferentes temporalidades, pero en una sinergia de proyección antirracista radical, resultaron capaces de producir una elaborada articulación teórico-intelectual, esencial para acometer un proyecto que recupere un legado comprometido con las clases populares, en función de la emancipación de los sectores tradicionalmente oprimidos por los proyectos de dominación occidentales, sobre el que se construye el racionalismo racista de la modernidad.