El Concilio Vaticano II: un punto de llegada y un punto de partida – Por Eduardo de la Serna, especial para NODAL

1.345

El Concilio Vaticano II: un punto de llegada y un punto de partida

Por Eduardo de la Serna*, especial para NODAL

Entre los años 1962 y 1965 se desarrolló en el Vaticano un Concilio. Como todos los anteriores, este lleva el nombre de la ciudad donde se realizó, y por eso es el Concilio Vaticano II ya que el primero se realizó -también allí- entre 1869 y 1870. El de 1962 fue convocado por el Papa Juan XXIII y concluido por Pablo VI ya que Juan XXIII murió en 1963.

En realidad, Vaticano II fue un punto de llegada y a su vez un punto de partida.  Siempre es bueno saber “de llegada desde dónde” y de partida “hacia dónde”. En la Iglesia, ya desde fines del siglo XIX empezaban a verse una serie de movimientos, grupos que pretendían volar más alto que el acotado límite que en la Iglesia se permitía. No es el caso señalar las dificultades, censuras, excomuniones, documentos críticos, pero lo cierto es que un movimiento teológico importante (la Nouvelle Théologie), un movimiento bíblico, patrístico, litúrgico y –más por fuera de la Iglesia, pero con muchos “adherentes”– un movimiento ecuménico, terminaron confluyendo en el encuentro conciliar. Todo fue andando, con los aportes de las distintas conferencias episcopales y un buen número de peritos (y en el final, incluso “observadoras”, entre ellas, una argentina Margarita Moyano) que fueron gestando documentos sobre los temas que habían impulsado el encuentro.

La idea de Juan XXIII (y luego avalada por Pablo VI) y de varios de los encargados de la realización de los encuentros, debates y redacciones era “abrir las ventanas” de la Iglesia “al mundo contemporáneo”. Así se redactaron documentos sobre “la Iglesia” en sí misma, la “Iglesia y el mundo”, la liturgia y la centralidad de la Biblia, entre tantos otros temas. Pero no es difícil suponer que –más allá de las dificultades y palos en la rueda– todo esto significó a su vez un punto de partida. El rostro visible de la Iglesia, a la vista de todos, empezó a ser distinto, como el uso de la liturgia en la lengua del lugar, algo fácilmente de observar.

No es difícil imaginar que, según sean los receptores así serán las recepciones.  Por ejemplo, en lo que se llamó “tierra de misión”, es decir, allí donde el cristianismo católico romano recién llegaba (o aún no) muchos temas no tenían la densidad de otros, por ejemplo, la liturgia.  Allí donde el catolicismo estaba “en minoría (como en Europa del norte) evidentemente el ecumenismo fue tema muy importante y en regiones como América Latina no tanto, porque emergieron otros. Pero, además, no se pueden descuidar momentos o personajes que provocaron que la recepción fuera más en un sentido o en otro, más intensa o no tanto.

Veamos, particularmente lo ocurrido en América Latina:  Desde 1955, el Papa Pio XII había creado el Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) que empezó a dar un rostro latinoamericano (y no como mera “sucursal” de Europa) a la Iglesia de la región. Movido por grandes presidentes y secretarios generales de entonces, el CELAM empezó a gestar una reunión para leer al Concilio Vaticano II con mirada latinoamericana. Para mejor, en el medio de ambos acontecimientos (1967) Pablo VI publicó su encíclica Populorum Progressio que reforzó el pensamiento de una Iglesia que “en el mundo” quería ser “fermento en la masa”. Además, en el mismo 1967, un grupo de 18 obispos del Tercer Mundo publicó un manifiesto sobre la realidad actual que contó con varios brasileños y un colombiano de América Latina, aunque es sabido que otros hubieran firmado. Todo esto confluyó en la Asamblea del Episcopado Latinoamericano realizada en Medellín en 1968 que fue, sin duda alguna, la apropiación del Concilio Vaticano II en América Latina. Después de eso, además, varias conferencias episcopales intentaron hacer lo mismo para sus propios países. Así, el Concilio fue, no solamente el punto de llegada de los documentos (sean los vaticanos, sean los propios latinoamericanos) sino también un punto de partida (“Iglesia, ¿qué dices de ti misma?”). Por ejemplo, el movimiento bíblico, tan importante en Europa, tuvo un rostro nuevo y propio en América Latina con la “lectura popular de la Biblia”.  La teología, que se pensaba desde Alemania, Bélgica, Francia y Holanda empezó a tener sus propias “usinas” en la región y así nacieron en torno a 1971 las distintas teologías de la liberación.  La liturgia, tan romana en ocasiones, empezó a tener colores, cantos, modos propios de América Latina en lo que las Comunidades Eclesiales de Base fueron grandes impulsoras y gestoras.

Nada de esto ignora que ya desde antes del Concilio, durante y después, en Europa y en América Latina y en la misma curia vaticana hubo intentos de frenar, de acotar o limitar el Concilio. A lo sumo, se decía, que este sea un punto de llegada, pero no de partida, ya que esto implicaba un encuentro con el mundo que sigue vivo y, en tantas ocasiones, lo desconcierta. Lo mismo ocurrió con los documentos de Medellín. A esto, se lo ha llamado (hay otros nombres en la misma línea) “invierno eclesial”. Así, mientras algunos quisieran que Vaticano II fuera leído en los viejos libros de historia, otros muchos creemos que es una barca que va “por el rio rumbo al mar”.

Los que hemos nacido en esta “Iglesia conciliar” seguimos creyendo que el Concilio Vaticano II fue el inicio de un camino que queremos seguir caminando porque la Iglesia supo volver a las fuentes.  Por eso la importancia de la Biblia, que permitió pensar “la Iglesia que Jesús quería” para que, luego, mirando el mundo en el que vivimos poder provocar un encuentro fecundo entre ambos y celebrar la siembra y la cosecha que a unos y otros puede llenar de alegría y de vida.

Nací en 1955, es decir, tomé la primera comunión “en latín” pero poco después empecé a escuchar misas en “mi lengua”. No mucho tiempo después, la parroquia que frecuentábamos empezó a tener vida. Y vida no de laicos “obedientes” sino de “participantes”. Y tiempo después en las misas hubo guitarras. Grupos de jóvenes y compromisos militantes que incluían lo social; en mi caso en el colegio secundario empecé a colaborar en una Villa miseria del barrio de Retiro en la ciudad de Buenos Aires. Así –ya a mis 19 años– entré en un seminario conciliar, estudié teología contemporánea, y, además de ahondar en los estudios bíblicos (de los que hasta hoy soy profesor) con todo lo que el Concilió impulsó y siguió gestándose y naciendo me ordené de cura en 1981. Soy un hijo del Concilio, y, aunque no ignoro – y confronto – a los que quieren dar pasos atrás o los que por bastante tiempo lograron “congelarlo”, creo que el Concilio todavía tiene mucho para dar y aportar. Muchos frutos que cosechar. El Concilio todavía está ahí y espera que los cristianos se atrevan a tener dócil el oído y firmes los pies para seguir el camino que tantos y tantas señalaron y que sigue siendo un punto de partida. “Hay que seguir andando, nomás”, como decía el obispo Enrique Angelelli.

* Dr. en Teología y profesor de Bibilia, integrante del grupo de Curas «Opción por los Pobres»

Más notas sobre el tema