Argentina | Violencia política y disputas de sentido: sobre el “odio”, el “consenso democrático” y la “paz social” – Por Pablo Solana

Foto: Carlos Bosch
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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

* Por Pablo Solana

“Un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal”

Ernesto Che Guevara

El espeluznante atentado contra Cristina Fernández concitó un amplio repudio en los sectores populares, democráticos y de izquierda. El discurso dominante en torno al hecho se instaló más o menos así: “es resultado de las campañas de odio que siembra la derecha y los medios que le responden”; “esto quiebra el consenso que la sociedad argentina construyó desde 1983”, y “hay que defender la democracia y retomar la paz social”.

Esas afirmaciones tienen por objetivo señalar a una derecha gorila y prepotente que viene corriendo cada vez más los límites. El sonido del arma gatillada dos veces a centímetros del rostro de la más importante líder política para amplios sectores del pueblo es el hecho más grave, por lejos. Pero se inscribe en una seguidilla de violencias proto-fascistas que hace rato dejaron de ser solo discurso.

Milagro Sala lleva 6 años arbitrariamente encarcelada; decenas de dirigentes sociales vienen siendo judicializados; placas conmemorativas de las Madres de Plaza de Mayo o de los asesinados el 20 de diciembre son recurrentemente vandalizadas, al igual que la figura de Rodolfo Walsh en la estación de subte que lleva su nombre; hace apenas días, fue atacado un local de Soberana – Izquierda Popular, como parte de una serie de agresiones a centros partidarios kirchneristas o de izquierda. No solo Cristina y otros funcionarios oficialistas son hostigados por derechistas enardecidos en las calles: también lo fueron la máxima referente de la izquierda, Myriam Bregman, dirigentes sociales y sindicales. Hay hechos de gatillo fácil y femicidios que responden a motivaciones ideológicas reaccionarias. Y si de violencia como correlato del discurso fascista se trata, las represiones del ministro de seguridad del gobernador bonaerense Axel Kicillof, Sergio Berni, engordan la lista con el agravante de que las fuerzas a su cargo utilizan las armas del Estado para agredir a quienes luchan por la vivienda en Guernica o reclaman por educación en Fiorito.

Pero el intento de magnicidio que detona este nuevo escenario expresa otro nivel de gravedad, que es atribuible exclusivamente a la derecha asumida como tal. El frente que integran Mauricio Macri, Patricia Bullrich y Ricardo López Murphy, con la policía política de Rodríguez Larreta y la colectora ultraderechista de Javier Milei, junto al Partido Judicial y los “fierros” mediáticos, son los responsables directos de la escalada violenta y de este riesgoso desenlace. Se sienten envalentonados, siembran odio y cosechan adhesiones, aunque no nos guste, incluso entre lxs de abajo.

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Del lado del pueblo, en cambio, no se acierta a responder a ese estado de violencia creciente. O, al menos, no con eficacia.

Las movilizaciones, como las de este viernes en todo el país, suelen ser muy masivas y reconfortan, sobre todo a quienes protagonizan el sano ejercicio de encontrarse, sentirse pueblo, expresarse, poner el cuerpo, cantar y marchar. Resultaron una buena demostración de fuerzas ante medidas antipopulares como el “2 x 1” que beneficiaba a genocidas en 2017, o la oposición a la reforma previsional a fines de ese mismo año. De igual modo, las movilizaciones feministas lograron imponer su agenda en temas nodales como el “ni una menos” y el aborto legal.

Pero parece ser que la derecha promotora de la violencia, ahora que no tiene mayores responsabilidades de gestión, no se siente interpelada por esa capacidad del pueblo de marchar con mística y masividad. Por el contrario, parece sentirse más compelida a responder. Así ha sido en la historia. Su esencia no está en las masas. Esa derecha existe precisamente para ponerles freno. Lo han hecho con bombardeos, golpes de estado y genocidios. ¿Por qué se replantearían sus objetivos y métodos ahora, cuando una parte de la población les acompaña?

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La lógica de repudiar hechos consumados nos deja a la defensiva, reaccionando siempre después del golpe. ¿Alcanza con decir que los violentos son ellos, mostrar las fotos de la horca y las bolsas mortuorias? ¿Alcanzará con el “amor” para “vencer al odio” que tan bien expresan nuestros enemigos de clase?

Manifestamos nuestro amor al pueblo, claro, y eso sí es algo serio. Es muy sano dejar constancia que nos unen afectos y sentimientos de paz, que nuestra lucha es por la dignidad, para que reine en el pueblo el amor y la igualdad. Pero, hacia ese enemigo que nos procura la muerte (por medio de un atentado a Cristina o por medio de la miseria silenciosa, prolongada por décadas), ¿la respuesta será enarbolar el “amor”, proponerle “consensos democráticos”, y ser parte junto a ellos de una ilusoria “paz social”?

No se conocen procesos históricos de cambio o derechos negados por las clases dominantes que se hayan conquistado poniendo la otra mejilla. Esa presunta bondad predica resignación, cuando lo que hace falta en un momento así son atrevimientos y rebeldías. Durante las protestas recientes en Chile y Colombia circularon memes poniendo en ridículo a quienes cuestionaban las formas en que devino la lucha social.

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En la medida en que la cosa se va poniendo seria, el discurso conciliador como respuesta a los ataques de la derecha se va pareciendo demasiado a la impotencia.

Se le atribuye al Che la frase: «Existe un sentimiento más fuerte que el amor a la libertad: el odio a quien la quita». En el Mensaje a la Tricontinental, en 1966, hizo referencia al “odio como factor de lucha”. Allí dijo aquello de que “un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal”. Es cierto que era el contexto del llamado a “crear dos, tres, muchos Vietnam”. Sin embargo, esa reivindicación excede lucha guerrillera. El Che reivindicaba el necesario odio del pueblo contra sus explotadores y opresores, porque había un contexto de avance, una posibilidad de vencer. Y en los momentos decisivos de la lucha, es sabido, si nos quedamos solo con las buenas intenciones pavimentaremos el camino al infierno, o a la derrota, parafraseando a aquel refrán.

Si el Che nos parece muy combativo, podemos leer a Gramsci, quien también se hacía cargo del odio como motor de los sentimientos de cambio. Dos textos son famosos: en uno, se despacha contra quienes no se comprometen (“Odio a los indiferentes. Creo que vivir quiere decir tomar partido. La indiferencia y la abulia son parasitismo, son cobardía, no vida. Odio a los indiferentes también por esto: porque me fastidia su lloriqueo de eternos inocentes”. En otro, se mete con el Año Nuevo («Odio il Capodanno»). En ambos textos, publicados en el periódico Avanti! de Turín, la manifestación odiante del teórico de la contrahegemonía apunta a subvertir la resignación y la mansedumbre que propone el sistema capitalista para domesticar a los oprimidos.

Volvamos al presente: es cierto que, en la disputa de sentido actual, el señalamiento a los “los discursos de odio” busca poner el foco en los promotores de la violencia contra el pueblo. Sin embargo, quedarse solo en eso desconoce otro aspecto de la realidad que nos circunda: hay mucha gente pobre, mucho pueblo, genuinamente enojado con la dirigencia política que le da la espalda. Si desde las fuerzas populares no se sintoniza de mejor forma con esas broncas, serán otros quienes expresen esos enojos. Milei, por caso. “Odiador” profesional, antizurdo y antiperonista por igual. Así y todo, el político que más creció en las villas y barrios populares. A no hacernos los distraídos con eso.

Democracia, ¿gobierno del pueblo?

El año próximo se cumplirán 40 años de la salida de la dictadura. En las elecciones de 1983 ganó el candidato que aseguró que con la democracia “se come, se cura y se educa”. Cuatro décadas después, la promesa se demostró falaz. Con esta democracia se garantizaron libertades y derechos muy valiosos, y reglas de juego que permiten pulsear por unos u otros intereses sociales con ciertas garantías valorables para quienes deciden protestar, aun cuando perviven resabios de prácticas represivas criminales. Sin embargo, la casta política, primeros responsables del sistema delegativo – representativo en que se basa esta democracia formal, no supo o no se preocupó lo suficiente por garantizar que haya en la mesa de las familias del pueblo ni la alimentación adecuada, ni la salud garantizada ni la educación de calidad.

“Democracia de la derrota” llamó el historiador Alejandro Horowitz a este modelo limitado en el que el poder económico nunca cedió el poder, y la dirigencia política nunca se le terminó de animar. Lejos está este sistema de reflejar un “gobierno del pueblo”, como demanda la etimología. No se trata de menospreciar el valor de las garantías democráticas que supimos conseguir, pero sí de ponderarlas en su justa medida, y no sobreactuar los beneficios de un régimen de una mayoría de políticos millonarios en representación de millones de personas que llevan décadas sin terminar de salir del fondo de la exclusión y la pobreza.

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Abundan los análisis sobre los motivos por los cuales la derecha viene logrando anclaje en sectores populares, tanto más cuanto menos respeto por las instituciones manifiesta. Donald Trump, Jair Bolsonaro o el mencionado Milei juntan votos y apoyos por abajo con una facilidad que sería para envidiar, si no fuera por la gravedad de lo que expresan.

No va a alcanzar con el discurso del “bien y el mal” para enfrentarles, sobre todo si el “bien” se asocia acríticamente a esta democracia de la derrota, que excluye y desprecia al pueblo que dice representar.

No será bueno prestarse a un discurso de “consenso democrático” y “paz social”, si los oprimidos quedan afuera de ese consenso y eternamente empobrecidos en nombre de esa paz falaz.

No está en duda: hay que defender esta democracia –aun cuando sea así de enclenque y bastante mentirosa– ante el mal mayor que expresa la amenaza fascista. Pero también habrá que saber predicar una idea de democracia del pueblo, que permita enfrentar los ajustes constantes que la dirigencia política propone para congraciarse con el FMI y el poder económico patronal. Mientras las mayorías sigan siendo agredidas por los planes económicos de quienes gobiernan, será difícil que la gente sencilla de nuestro pueblo sienta como propio el discurso del “consenso democrático” y la “paz social”.

*Pablo Solana es comunicador popular argentino, redactor en la Revista Lanzas y Letras y editor en La Fogata Editorial (Colombia)

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