Perú, un año de esperanzas y frustraciones – Por Anahí Durand
Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.Por Anahí Durand
La crisis política en Perú puede resolverse tanto por la restitución de las derechas desplazadas como por un momento democratizador que incluya un proceso constituyente… entre otras salidas insospechadas.
Ha transcurrido un año desde que el maestro de escuela, rondero, campesino y dirigente sindical Pedro Castillo asumió como presidente del Perú. En un país devastado por la pandemia y en medio de una crisis política sistémica, la elección de Castillo auguraba un período de polarización que prologaría la inestabilidad anterior expresada en la seguidilla de cuatro presidentes en cinco años. De un lado, la oposición clasista y racista de la derecha se radicalizaba al punto de desconocer los resultados electorales. De otro lado, la coalición de izquierdas llamada a sostener al mandatario se presentaba precaria, debilitada por el mismo Castillo que tejía sus propios círculos de paisanos y allegados.
Pero había razones para tener expectativas. Se trataba de un triunfo con una enorme carga simbólica, pues, por primera vez, el pueblo elegía directamente a uno de los suyos. Además, en un momento de crisis internacional, podría esperarse que la agresividad de las élites atenuara la situación y la sensatez se impusiera en el presidente y el campo progresista; como bien dicen, soñar no cuesta nada.
A doce meses de estos acontecimientos, los malos pronósticos se han cumplido y las esperanzas se difuminan. La oposición que gritaba fraude ahora busca destituir al presidente, sea por la vacancia parlamentaria o la inhabilitación judicial, contando con el apoyo activo de la fiscalía y los medios de comunicación. Por su parte, el gobierno que prometía cambios no termina de plantear un horizonte transformador, y menos ejecutarlo con un equipo coherente. La crisis de régimen sigue abierta; los poderes del Estado colapsan y son incapaces de generar consensos, mientras la ciudadanía acrecienta su desafección con la política.
En ese marco, el primer año de gobierno de Castillo debe ser analizado tanto desde la ofensiva golpista desatada por la derecha que pugna por una salida autoritaria, como desde la acción de un gobierno entrampado en la mera supervivencia, con serias dificultades para variar una correlación de fuerzas adversa. Atravesamos un momento crucial para la política peruana, de pronóstico reservado, que podría significar el cierre de la crisis con la restitución de las derechas desplazadas o un momento democratizador que incluya un proceso constituyente… entre otras salidas insospechadas.
La oposición golpista como protagonista
Desde que los resultados electorales proclamaron ganador a Pedro Castillo, el sector más reaccionario de la derecha, agrupado en el Fujimorismo, Renovación Popular y Avanza País, cobró protagonismo. Así, luego de fracasar en su narrativa de fraude, asumieron una postura claramente golpista y se trazaron como único objetivo destituir al presidente y la vicepresidenta y mantenerse en el Parlamento.
Según sus cálculos, la salida del presidente facilitaría que los grupos de poder retomen el control del Estado haciendo los ajustes necesarios para garantizar un nuevo aire al modelo neoliberal. Para lograr tal objetivo maniobran sobre la legalidad existente. Por un lado, abusan de la figura de «vacancia por incapacidad moral», presentando en siete meses dos mociones sin lograr la mayoría calificada requerida. Por otro lado, buscan la inhabilitación constitucional del presidente, forzando una absurda acusación de «traición a la patria» por declaraciones favorables a la salida al mar para Bolivia.
Esta agenda abiertamente golpista, que manipula las reglas de juego democrático para desconocer la voluntad popular que eligió a un presidente por cinco años, ha terminado imponiéndose en el espectro político opositor. Partidos que hasta hace poco se presentaban como de centroderecha regional o popular, como Alianza para el Progreso o Acción Popular, se han sumado al objetivo de destitución presidencial y van a la zaga de los grupos más recalcitrantes enfrentando sus propias crisis internas. Algo similar ocurre con el autodenominado «centro político» y agrupaciones como el Partido Morado que, junto a diversas ONG, se han plegado a la postura destituyente levantando la iniciativa de adelanto de elecciones presidenciales y parlamentarias. Dicha propuesta no ha encontrado respaldo en los sectores populares y ha sido criticada en la medida que ignora la profundidad sistémica de la crisis, soslayando que, sin cambios integrales de las reglas de juego y sin la renovación de los actores políticos, se elegirán los mismos malos representantes (o incluso peores), lo que prolongará la inestabilidad.
El Parlamento ha sido central en la disputa política. De forma progresiva, se ha roto el equilibrio de poderes hasta contar prácticamente con un régimen parlamentarista que censura ministros a discreción y restringe facultades al Ejecutivo (como la cuestión de confianza, que permitía disolver el Congreso). No obstante, el Parlamento enfrenta un enorme rechazo ciudadano —su aprobación no llega al 10%, según estimaciones—, siendo cuestionado por legislar para los poderosos y blindar a personajes acusados de graves delitos. Los ejemplos sobran: un congresista acusado de violar a una trabajadora, otro sentenciado por corrupción y otro acusado de malversación de fondos. También la dispersión y el transfuguismo abonan al rechazo ciudadano, pues uno de cada cuatro congresistas ha dejado el partido por el que fue electo y se ha incrementado el número de bancadas (de nueve, en 2021, a trece en la actualidad).
Este cuadro opositor se completa con la inédita decisión del Fiscal de la Nación de investigar a un presidente en funciones, reinterpretando la Constitución de 1993 de modo que hoy existen seis procesos fiscales contra Castillo por casos que involucran a su entorno de gobierno y familiar, aunque todavía sin pruebas que lo sindiquen directamente. Bajo un discurso moralizador y de cruzada anticorrupción, se busca acusar al presidente para luego lograr su inhabilitación, con el apoyo decidido de los grandes medios, que amplifican y distorsionan las denuncias. El sesgo de la fiscalía, hiperactiva con el entorno presidencial y muy displicente con el narcotráfico y la mafia fujimorista, va configurando un preocupante caso de lawfare funcional a la estrategia golpista cuyo único objetivo es derrotar a Castillo y hacerse del poder esquivando la competencia electoral.
La sobrevivencia del gobierno y las izquierdas
Tomando en cuenta la débil correlación con la que Castillo llegó al gobierno, la inexperiencia de un candidato que por primera vez tentaba la presidencia y la fragmentación del campo popular, quizá lo primero a destacar sea su sobrevivencia. Contra lo que afirmaban varios políticos y opinólogos, que daban al gobierno pocos meses de vida, el presidente ha logrado resistir dos mociones de vacancia, sucesivas censuras a sus ministros, investigaciones fiscales y cargamontón periodístico.
Pese a todo, Castillo ha mantenido el arraigo plebeyo que le permite contar con un núcleo duro de apoyo, ha conformado un gabinete deslucido pero cohesionado, liderado por el viejo jurista Aníbal Torres, y ha distribuido sectores de poder a las principales bancadas que lo respaldan. Los reflejos sindicales del profesor han alcanzado para quedarse en Palacio e incluso tener mejor aprobación que la oposición. Pero dada la magnitud de la crisis, esto resulta insuficiente, y no le asegura más que no ser destituido en el corto plazo.
Hasta ahora, el gobierno no ha podido tomar iniciativa haciendo aquello que prometió y le dio el voto de los sectores populares excluidos: transformaciones de fondo en la sociedad peruana. Promesas como la segunda reforma agraria para dinamizar el campo o la masificación del gas para la industria y consumo nacional se postergan o caminan imperceptiblemente. Salvo en el sector laboral, donde existen avances importantes a favor de los trabajadores, y el sector educación, con mejoras para los maestros, no existen todavía logros sustanciales que mostrar. Peor aún: llegan a la administración pública funcionarios oportunistas sin ningún compromiso con la plataforma de cambios y hasta existen allegados al presidente involucrados en cobros indebidos y arreglos con lobistas, como ocurrió con el exsecretario general de Palacio. Si bien el premier Torres cumple con solvencia la tarea de confrontar al golpismo en el Congreso, la gestión del Ejecutivo se ha limitado a mantener la desgastada administración neoliberal del Estado.
Las izquierdas también enfrentan un panorama de sobrevivencia. El Partido marxista leninista Perú Libre, que albergó a Castillo en elecciones, rápidamente alejó a los aliados de la izquierda progresista —«los caviares», según su líder Vladimir Cerrón—, desechando la oportunidad de articular un bloque de gobierno. En un año, Perú Libre perdió el 60% de su bancada y expulsó al mismo presidente, quedando aislado en su sectarismo aunque aferrado a su cuota en el Ministerio de salud.
La izquierda progresista, por su parte, encarnada en el Nuevo Perú de la excandidata Verónika Mendoza, tampoco ha corrido mejor suerte. Tras decretar la «traición» de Castillo a escasos seis meses de gobierno, prácticamente ha desaparecido del escenario, buscando nuevamente lograr inscripción formal. Aunque las izquierdas levantan la bandera de una nueva Constitución, su desconexión del mundo popular y su incapacidad de articularse unitariamente contra el golpismo terminan atenuando su relevancia.
Es distinto el caso de las organizaciones populares que han mantenido una estrecha relación con el gobierno. Si bien entre los movimientos sociales prima la fragmentación y la poca representatividad nacional de sus liderazgos, existe un tejido social que siente este gobierno como propio y se moviliza en coyunturas concretas para respaldarlo. Es el caso de organizaciones con fuerte presencia territorial, como las rondas campesinas, los productores agrarios, las mujeres campesinas, los pueblos indígenas e incluso las centrales sindicales, como la CGTP cuya coordinación con el ministerio de Trabajo ha sido fundamental para los avances en derechos laborales. Las organizaciones parecen tener conciencia de que una posible caída de Castillo conduciría a su propia derrota, aunque claramente no le entregan un cheque en blanco: queda claro que, de no ver atendidas sus demandas (que incluyen desde agendas presupuestales hasta temas complejos, como una nueva Constitución), pueden empezar a alejarse.
Epílogo temporal: un desenlace abierto
La crisis de régimen configura una encrucijada histórica. Lo viejo no acaba de morir, lo nuevo no acaba de nacer y «en ese interregno se verifican los fenómenos morbosos más variados». Las élites que controlaron el Estado se exponen en todo su autoritarismo, clasismo y racismo, empeñadas en maniobrar el marco constitucional para conseguir la destitución de un presidente legítimo. Pero no es tan sencillo el camino del golpismo; sin votos para la vacancia en el Parlamento ni calle que se movilice masivamente, solo les queda la carta de fiscalía y la estridencia de los grandes medios. Elementos importantes en una sociedad donde la judicialización de la política está a la orden del día y la fiscalía es un poder que los anteriores gobiernos y especialmente el fujimorismo supieron copar.
La crisis afecta la legitimidad de las instituciones y altera el marco de consensos hasta hace poco vigentes. Se difumina cualquier intento de derecha democrática, tomando liderazgo los grupos más reaccionarios y su agenda destituyente. Se diluye también la cercanía entre la sociedad civil y el campo popular que activó desde la transición de 2001. Hoy las ONG recogen firmas para adelantar las elecciones mientras las organizaciones populares defienden al gobierno, piden el cierre del Congreso y una nueva Constitución. En un país donde la agregación de intereses es sumamente difícil, la polarización atrinchera posiciones sin necesariamente cohesionar alianzas, dificultando tender puentes. La proliferación de bancadas parlamentarias y de partidos de izquierda y derecha en busca de inscripción son muestra de ello. En general, buena parte de la ciudadanía sigue los acontecimientos sin plegarse activamente a ninguna de las opciones en disputa, desconfiando de la política y de los políticos.
Dicen que las crisis traen oportunidades, y harían mal los sectores que apuestan por el cambio —las organizaciones populares, grupos nacionalistas, de izquierda y progresistas— en dejar pasar la posibilidad de consolidar una salida democratizadora. La grieta que abrió el triunfo de Castillo para dar representación e igualdad de los sectores más olvidados tendría que dar paso a una regeneración del deteriorado pacto social con participación del pueblo en una Asamblea Constituyente que politice la sociedad, impulsando debates y renovando consensos. Para afirmar este proceso es fundamental que el gobierno supere la sobrevivencia y vuelva a esperanzar al pueblo avanzando con los cambios prometidos.
Es vital también que el espectro popular democrático logre consensos mínimos poniéndose por encima de ideologicismos y reconectando con el mundo popular en el que prima la desafección con la política. Lograr un acuerdo de unidad y lucha contra el golpismo e iniciativas para empujar una salida constituyente sería lo básico para superar el actual impase que prolonga la agonía del régimen. Dejar pasar esta oportunidad podría hacer girar nuevamente el péndulo de autoritarismo y exclusión que como país, lamentablemente, ya conocemos bien.