Chile | Lo que el movimiento se llevó – Por Joaquín Galende
Lo que el movimiento se llevó
Por Joaquín Galende*, especial para NODAL
Corría el año 2011 cuando gran parte de la población en Chile se movilizó por el fin al lucro en la educación. Los estudiantes salíamos a la calle con nuestros chaperones, nos tomamos las escuelas donde dormíamos a la espera de ser desalojados y escuchábamos por una televisión dispuesta en alguna sala a los dirigentes estudiantiles que nos llamaban a marchar por la Alameda tal o cual día –a propósito de aquello, el más barbón de todos esos dirigentes, hoy es el presidente de la república. En aquél momento en el que todo, o casi todo, era una excepción y nos reuníamos cientos de miles de personas en las masivas movilizaciones sociales y festejábamos la masividad de la que éramos parte, circulaba de mano en mano un pequeño libro titulado “En el nombre del poder popular constituyente”
El libro era un opúsculo, de una dimensión particularmente pequeña resultaba ser un verdadero libro de bolsillo. Tenía apenas cien páginas y había sido escrito por el célebre historiador Gabriel Salazar. Circulaba, como se suele decir, de mano en mano, desconociendo los márgenes de la propiedad privada del objeto para ser, más bien, un objeto colectivo, que quien tenía no dudaba en prestar a su compañero de curso para que éste, a su vez, también lo hiciese circular entre otros muchos estudiantes. A pesar de estar escrito en un lenguaje llano que tanto más simple más permitía la divulgación, nos arrojábamos a discutir la tesis del libro que decía, más o menos, que “el poder constituyente es el que puede y debe ejercer el pueblo por sí mismo -en tanto que ciudadanía soberana-para construir, según su voluntad deliberada y libremente expresada, el Estado”
Tendería a pensar que el libro había sido hecho justamente para eso, para poner en jaque toda esa farfulla de que la democracia pasaba por decisiones que toma la “gente preparada” -los famosos técnicos que durante treinta años decidían que tal o cuál medida engrosaría el P.I.B dejando chorrear los residuos a todo el resto de la sociedad- cuando en cambio, lo que nos proponía Salazar era justamente que el conjunto de la sociedad, los no expertos, podíamos también decidir, ejercer y constituir el Estado. Y si bien es lógico que aquella tesis nos haya sonado como a una utopía lejana, sobre todo y principalmente por tener una democracia signada por la baja participación social en el sistema político, de algún modo las ideas son parte de un momento estelar, y como tales, se van modificando en cuanto se modifica el escenario en donde intervienen, de forma que, tan pronto como pasaron los años luego de ese 2011 que fisuró el modelo chileno, cada vez se instaló con mayor énfasis la necesidad de una Asamblea Constituyente para redactar una nueva Constitución que remplazara la Constitución de 1980. Primero fueron los cabildos de discusión organizados en el segundo gobierno de Michel Bachelet. Después el marcar el voto con la consigna A.C. (Asamblea Constituyente), y así, entonces, se reinstaló el debate sobre cuán legítimo era tener una Constitución hecha en dictadura.
Y si se hubo de reinstalar, es porque que la movilización por una Nueva Constitución no fue un nuevo aire de época, lo cierto es que la ilegitimidad de la constitución del 80 –y por cierto, la necesidad de redactar una nueva a través de una asamblea constituyente- fue un problema cuyo origen se remonta al momento mismo en el que el régimen de Pinochet intentó institucionalizar su proyecto de país –la revolución Capitalista, como la llamo Manuel Gárate- a través de un legado repleto de amarres y herencias entra las cuales la más importante era la Constitución cuyo objetivo, tal como dijo Jaime Guzmán, uno de sus artífices, sería “que los adversarios se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría”.
Habían pasado pocos días desde el golpe de Estado que derroco a Salvador Allende cuando la Junta de Gobierno encabezada por Augusto Pinochet designó una Comisión para el Estudio de una Nueva Constitución. La comisión fue presidida por Enrique Ortúzar y tras cinco años de trabajo le entregó a la Junta de Gobierno el resultado: el proyecto de una Nueva Constitución hecha por una comisión a puertas cerradas. La Junta de Gobierno entregó ese proyecto al Consejo de Estado, y el Consejo de Estado, a su vez, le devolvió un informe a la Junta. En 1980 la Constitución se plebiscitó para ser aprobada por la ciudadanía, sin embargo, el texto que se plebiscitó no era el mismo que la Comisión Ortúzar le había entregado, sino que, para sumarle aún más indiscreción a un asunto de por sí ya indiscreto, la Junta de Gobierno intervino dicho texto introduciendo diferencias sustanciales, como por ejemplo, los cambios en la composición del Congreso –al incluir senadores designados-, el aumento del periodo presidencial de seis a ocho años, la modificación de la composición del Consejo de Seguridad Nacional, entre otros puntos que tenían como fin último otorgarle más poder al presidentes para así llevar adelante el proyecto que Pinochet buscaba plasmar para Chile, el de una Democracia Protegida que no permitiera ningún cambio al sistema implantado.
La descripción puede parecer caricaturesca, sin embargo, fue aún más caricaturesco el modo en el que se plebiscitó dicha Constitución, pues tal como denunció la oposición por aquella época, el plebiscito estaba amañado por todas partes como así también el proceso mismo del acto electoral: las mesas sólo estaban constituidas por partidarios del gobierno, no habían garantías sobre la transparencia del proceso y en algunas mesas había más votos que las personas allí inscritas. En síntesis, la Constitución de 1980 no sólo fue escrita por una comisión designada, no sólo fue modificada por la Junta que presidía la dictadura, sino que el plebiscito donde el pueblo –asustado por el terror desplegado de un régimen del terror- debía votar, también estaba viciado por completo.
En esas circunstancias, toda la oposición al régimen en su conjunto –desde la izquierda hasta el centro- no le reconoció ninguna legitimidad a la Constitución de 1980. Era ilegítima y además de ser ilegítima, subvertía la democracia para constituir una democracia protegida. Incluso en el centro político y en los sectores afines a la Democracia Cristiana se postulaba la idea de elegir una Asamblea Constituyente que redactase una nueva Constitución como uno de los requisitos indispensables para llevar a cabo la transición hacia un régimen democrático. No obstante, en el reverso del asunto, el régimen de Pinochet no estaba dispuesto ni siquiera a reformar el texto, de modo que una parte de la oposición liderada por la Democracia Cristina -la más dialogante con el régimen- se encontró con el choque entre dos posturas irreconciliables, la de un régimen dictatorial que no renunciaría a su Constitución, y la de una parte de la oposición que a través de pactos buscaba recuperar la democracia.
Patricio Aylwin, el primer presidente luego de la dictadura, dialogaba con los más blandos del régimen en función de llevar adelante una transición pacífica. Algún optimismo habrá tenido sobre un futuro cambio de régimen, en parte porque tras la crisis económica de 1982 comenzó un ciclo de protestas y movilización que, hasta ese momento, no había tenido tal masividad, pero también porque la oposición, por primera vez, se comenzaba a juntar bajo la bandera de la Alianza Democrática, entonces por primera vez Pinochet se enfrentaba a una desestabilización cuya magnitud hasta ese momento no había experimentado. Así y todo, no se abrió el diálogo para una Asamblea Constituyente (ni tampoco para una transición distinta a la que Pinochet había planteado). Frente a un régimen que no cedía, Aylwin introdujo una tercera vía para tratar el problema de la Constitución: ignorar la cuestión de la legitimidad, obviarlo para así avanzar a una democracia pactada dejando abierto el problema para un futuro incierto. En el seminario del Hotel Tupahue, donde en 1984 se discutía el problema de la institucionalidad del país, Aylwin planteó la siguiente postura;
“Ni yo puedo pretender que el general Pinochet reconozca que su Constitución es ilegítima, ni él puede exigirme que yo la reconozca como legítima. La única ventaja que él tiene sobre mí a este respecto es que esta Constitución – me guste o no- está rigiendo. Éste es un hecho que forma parte de la realidad y que yo acato. ¿Cómo superar este impasse sin que nadie sufra humillación? Solo hay una manera: eludir deliberadamente el tema de la legitimidad” (Patricio Aylwin. El reencuentro de los demócratas. 237).
El sector de la oposición que logró el retorno a la democracia lo hizo a partir de una renuncia, la renuncia al tema de la legitimidad de la Constitución. Y más allá del juicio histórico, intrascendente en circunstancias en las que hoy si tenemos una democracia, lo cierto es que la génesis de nuestra Constitución es la historia de una infamia, y que las renuncias propias de quienes legítimamente no encontraron otra salida que pactar con quienes detentaban el poder resultó en un problema abierto, en la herencia de un texto que no termina de representar más que a los paladines de una economía de mercado, y menos a las masas de ciudadanos que hoy participamos de un proceso de refundación.
Quizás por habernos heredado un texto que sólo es incertidumbre, una pelota pateada en el barro, la Constitución de 1980 ha experimentado un sinfín de reformas desde 1980 hasta nuestros días. En el 2005, quince años después de la transición hacia la democracia, ocurrió quizás la más importante, cuando Ricardo Lago finalmente terminó con los senadores designados y la composición mixta del congreso, dando un paso más a la democratización de las instituciones. Sin embargo, a contrapelo de los cambios desde arriba, desde abajo comenzó un largo periodo de movilizaciones sociales que fue socavando los pilares fundamentales del modelo económico, de un neoliberalismo cuyo base estaba, justamente, en la Constitución de 1980. Las movilizaciones del año 2006, la explosión estudiantil a partir del año 2011 y, cómo no, el estallido social del año 2019 que dio lugar a un último momento fundacional del Chile contemporáneo: la Asamblea Constituyente que escribió la Constitución que se dirime el próximo 4 de septiembre.
Y es que, de alguna forma, en el modo en que muchos comprendemos el próximo plebiscito, no sólo se decide lo que se constituye como nuevo –la nueva Constitución- sino también lo que se destituye en este proceso –la vieja Constitución de 1980 y los autoritarismos de las que está impregnada. O en otros términos, no sólo está el devenir de lo que podría ser el poder popular constituyente ejerciendo su voluntad deliberada, tal como decía, por allá en el 2011, Gabriel Salazar (aquella frase que en tan sólo nueve años nos dejó de parecer una utopía para convertirse en una realidad), sino que también se ejerce una forma de sellar un pasado autoritario, la herencia de un problema que sobrevivió a la transición política a través de enclaves autoritarios y amarres institucionales y que ahora ha entrado en crisis junto con el sistema político en su conjunto.
Cómo no, entonces, ilusionarse con ser parte de un proceso refundacional, de dirimir por primera vez un futuro en conjunto, constituido democráticamente por un colectivo. Hay quienes nos quieren hacer creer que la nueva Constitución no es democrática, pero acaso qué puede ser más democrático que un texto escrito por representantes de la elección popular. Acostumbrado a vivir en un país más bien tendiente a la mesura, habrá que ser imprudentes en cambiarlo todo, para que el porvenir no sea una renuncia más.
*Historiador chileno