Reforma agraria popular y lucha por la tierra en Brasil – Por Júlia Dolce

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Por Júlia Dolce*

Brasil es uno de los países con mayor concentración de la tierra del mundo y también donde están los mayores latifundios. La concentración y la improductividad poseen raíces históricas que remontan al inicio de la ocupación portuguesa a comienzos del siglo XVI. Combinada con el monocultivo para la exportación y el esclavismo, la forma de ocupación de las tierras brasileñas por los portugueses estableció las raíces de la desigualdad social que perdura hasta la actualidad.

El último Censo Agropecuario del país, realizado en 2017, demuestra que los años pasan y esa estructura no solo permanece, sino que se agrava, con índices de concentración cada vez mayores. De acuerdo con esa investigación, cerca del 1% de los propietarios de tierra controlan casi el 50% del área rural del país. Por otro lado, los establecimientos con áreas menores a 10 hectáreas (cada hectárea equivale a una cancha de fútbol) representan la mitad de las propiedades rurales, pero controlan apenas el 2% del área total.

Este retrato de la realidad ilustra el tamaño de la expropiación realizada por el capitalismo a lo largo de siglos, con consecuencias políticas, económicas, sociales y ambientales en la construcción histórica del país. Al final de cuentas, las relaciones con la tierra son fundamentales para el desarrollo de una nación. Cuando se habla de tierra se habla de población, de control de los bienes naturales, de desarrollo económico, social y cultural. La tierra es la expresión de una sociedad, y estos números reflejan el grado de desigualdad e injusticia desarrollado por más de cinco siglos de historia en Brasil.

En tiempos de hegemonía del capital en la agricultura a través del modelo del agronegocio, el estado actual de la lucha por la tierra en Brasil, que ya no se da entre un latifundio arcaico e improductivo versus campesinxs pobres que luchan por un pedazo de suelo, sino que es una disputa por el modelo agrícola. De un lado está el agronegocio, con sus enormes extensiones de tierra para monocultivo que exigen la utilización de enormes cantidades de agrotóxicos en su producción, lo que llevó a Brasil a convertirse en el mayor consumidor de venenos agrícolas del mundo. Del otro está la agroecología, con la diversidad de producción de alimentos saludables en armonía con la naturaleza, y que incluye la totalidad de un sistema de producción, como las relaciones humanas, relaciones laborales, salud, cultura, ocio y educación.

Sin embargo, solo será posible realizar esto último por medio de lo que llamamos reforma agraria popular, un concepto que alude a la reorganización de la propiedad de la tierra rural y que pretendemos desarrollar a lo largo de este dossier. Para ello, creemos prudente rescatar brevemente la historia de la lucha por la tierra en Brasil, para comprender mejor lo que obligó a los movimientos populares a cambiar su estrategia de lucha y a construir una alternativa al modelo propuesto por las multinacionales del sector agrario. Finalmente, presentaremos una experiencia concreta: un asentamiento de la reforma agraria, organizado por el Movimiento de Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST), que ayuda a ilustrar lo que es en la práctica un territorio con otra concepción de agricultura.

Escogimos publicar este dossier en el mes de abril porque el 17 de abril se ha transformado en el Día Internacional de Lucha por la Reforma Agraria. La fecha homenajea a lxs sin tierra que cayeron en lo que se conoce como la Masacre de Eldorado dos Carajás, cuando 21 trabajadorxs rurales fueron asesinados y 69 mutiladxs por la Policía Militar del estado de Pará en 1996.

El episodio, que se volvió mundialmente conocido, se ha convertido en otra marca profunda en la historia de Brasil, por expresar la extrema violencia contra lxs trabajadorxs del campo en función de la concentración de la tierra y la falta de aplicación de una política de reforma agraria, la impunidad construida por la alianza entre el latifundio y los poderes públicos del Estado brasileño, y la reinvención de lxs sujetos del campo en la lucha por la tierra y por una vida digna.

La lucha por la tierra en Brasil

El latifundio en Brasil tiene sus orígenes históricos en las relaciones capitalistas de producción en el campo y en la concentración de la propiedad privada como fundamento de la organización agraria, de acuerdo con los intereses de la clase dominante.

En sus comienzos, en todo el mundo, el capital requirió separar de forma violenta a lxs productorxs de sus medios de producción para desarrollar su potencia productiva. Con ello inauguró una de las mayores expropiaciones de campesinxs en la historia humana, formando una legión gigantesca de condenadxs de la tierra, que tuvieron como única alternativa vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario.

Este proceso, que es considerado la prehistoria del capitalismo, creó las condiciones para su desarrollo y consolidación. La cuestión agraria en Brasil necesariamente pasa por este hilo conductor, en que el capitalismo inaugura su forma violenta de expropiación para seguir acumulando en sus más diversas formas: agraria, industrial, bancaria/financiera.

La historia de la expoliación de la tierra en Brasil, en contrapartida, produjo diversos procesos de resistencia popular a lo largo de los años. La violencia con que el proceso fue conducido suprimió formas de expresión cultural, negó el acceso a la educación y a la salud como derechos humanos básicos, destruyó la soberanía y la autodeterminación de los pueblos y su propia autoestima. La lucha por la tierra en Brasil pasa por estos acontecimientos, y de ese modo, toda tentativa de resistencia popular organizada y radical se convirtió en sinónimo de masacre y genocidio, para posteriormente ser borrada de los libros de historia.

Cada lucha fue desarrollada por los más diversos actores sociales del campo de acuerdo con los elementos objetivos y subjetivos de cada período histórico. Así sucedió con los pueblos indígenas, que fueron decimados al no aceptar el régimen de esclavitud impuesto por los colonizadores portugueses. Se estima que de los 2,5 millones de indígenas que vivían en la región que hoy comprende Brasil, menos del 10% sobrevivió hasta los años 1600. A pesar de estar camufladas en nuestra historiografía, las luchas indígenas nos dejaron un importante legado, mostrando que la historia se hace con resistencia y lucha. El indígena Sepé Tiaraju, uno de estos ejemplos pedagógicos de batallas contra españoles y portugueses, murió diciendo: “¡Esta tierra tiene dueño!”.

La situación con la población negra no fue diferente. En total, cerca de 4,9 millones de personas fueron extraídas de territorios de África y llevadas como esclavas a Brasil en un trágico proceso de diáspora. Ningún otro lugar del mundo recibió tantxs esclavxs. En los Estados Unidos, por ejemplo, fueron 389.000.

La situación de las personas negras esclavizadas era de completo ultraje, agresión y tortura. Sufrían la violencia del trabajo forzado. Con tamaña opresión, las revueltas de esclavos no demoraron en tener eco de sierra en sierra. Entre las diversas formas de resistencia, la más efectiva fue la creación de los llamados quilombos, territorios en zonas rurales remotas construidos por negrxs que huían de la esclavización y buscaban vivir en libertad, organizándose de manera comunitaria y viviendo de acuerdo a sus propias culturas y tradiciones.

Con el declive de la hegemonía del trabajo esclavo en las primeras décadas del siglo XIX fue el tiempo de los llamados caboclos —negrxs, indígenxs y campesinxs cuya identidad nacional aún estaba en construcción—, quienes pasaron a protagonizar las luchas y revueltas contra los opresores. En muchos casos, las poblaciones locales llegaron a tomar el poder local y a implementar gobiernos populares. El resultado fue el mismo: villas quemadas, fusilamientos y la completa destrucción de lo que fuera momentáneamente conquistado.

A lo largo del siglo XX esas experiencias fueron madurando y ganando formas organizativas más sólidas, trayendo consigo agendas políticas y proyectos de país, como la lucha por la reforma agraria y por la transformación social. Las Ligas Campesinas y el Movimiento de Agricultores Sin Tierra (MASTER), por ejemplo, fueron organizaciones que realizaron diversas ocupaciones de tierra y campamentos entre las décadas de 1940 y 1960.

Una vez más, esas experiencias fueron prontamente destruidas, pero esta vez por la mano de la dictadura cívico-militar que dirigió el país por veintiún años (1964-1985), creando una profunda laguna en las formas organizativas de la clase trabajadora, que solo lograron reconstituirse hacia finales de los años 70 e inicios de los 80.

Renovación de las luchas populares

La insostenibilidad de la dictadura cívico-militar abrió espacio para el avance de las luchas de diversos sectores de la sociedad que, poco a poco, se fueron masificando, alterando la correlación de fuerzas y provocando una reorganización de las luchas populares en el país.

Este período fue responsable por crear diversas organizaciones políticas de la clase trabajadora, como el Partido de los Trabajadores (PT) y la Central Única de los Trabajadores (CUT), además de reestructurar entidades que habían entrado en la ilegalidad en el período anterior, como la Unión Nacional de Estudiantes (UNE).

En el campo, la situación no era distinta. Las contradicciones del modelo agrícola post “Revolución Verde” expulsaron a millones de trabajadorxs del medio rural. Las condiciones socioeconómicas de ese proceso hicieron surgir nuevos focos de resistencia a la dictadura de las armas y la tierra en todo el país: arrendatarixs, asalariadxs, jornalerxs, aparcerxs, afectadxs por represas, convirtieron las ocupaciones de tierra en la respuesta campesina al latifundio y al autoritarismo.

De esas experiencias nace el Movimiento de Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST) en 1984. El MST se constituyó en base a tres objetivos centrales que perduran hasta hoy: lucha por la tierra, lucha por la reforma agraria y lucha por la transformación social. La primera tiene que ver con una lucha inmediata, la necesidad del sujeto de conquistar un pedazo de suelo; la segunda se refiere a una política de Estado, ya que sin ella no se consigue mantener ni realizar de forma masiva la conquista de la tierra; y la tercera lleva en sí la parte ideológica: la necesidad de modificar las relaciones de poder en la sociedad.

Desde el inicio del MST, las ocupaciones de tierra se convirtieron en la forma en que el movimiento se presenta ante la sociedad. La ocupación es un acto de cuestionamiento y de denuncia: cuestiona la función social de la propiedad y denuncia que determinada tierra no está cumpliendo su función social, como está previsto en la Constitución.

A lo largo de su historia, cerca de 350.000 familias han conquistado tierra y otras 80.000 aún viven en diferentes campamentos esparcidos por el país. Pero en los últimos 36 años la lucha por la tierra atravesó diferentes momentos coyunturales. Cada estrategia y táctica de lucha correspondieron a necesidades objetivas presentes en cada período histórico. En el primer momento, por ejemplo, el enfrentamiento se daba entre campesinxs expropiadxs de un lado y propietarios latifundistas de otro. El campo brasileño estaba constituido por latifundios arcaicos, atrasados, improductivos y violentos.

En este sentido, en el proceso de redemocratización del país a comienzos de la década de 1980, el MST se proyectó nacionalmente por medio de grandes ocupaciones de latifundios a partir de la organización de miles de familias asentadas. Dos consignas impulsaron la lucha por la tierra en ese momento: “Sin reforma agraria no hay democracia” y “La ocupación es la única solución”. Fue un período de organización y convocatoria de las familias campesinas para ocupar latifundios, que tuvo como resultado muchas hectáreas de tierras expropiadas y el inicio de los primeros acuerdos de la reforma agraria.

Por su parte, la respuesta del latifundio fue la creación de la Unión Democrática Ruralista (UDR), un instrumento violento de los grandes hacendados para combatir al MST y presionar al gobierno federal para actuar contra el movimiento campesino.

Con el país ya redemocratizado y con el inicio del período neoliberal en Brasil en la década de 1990, lxs sin tierra sufrieron la violencia tanto por parte de la UDR como del Estado. Represión, prisiones, escuchas telefónicas e invasiones de secretarías de los estados fueron algunas de las acciones realizadas por la Policía Federal.

Ese fue un período de resistencia, de organización interna e inversión en la producción de alimentos en los asentamientos. El MST siguió con las ocupaciones masivas, organizó a su base para la resistencia y autodefensa, realizó marchas en los estados y construyó sus primeras cooperativas de producción en los asentamientos recién conquistados. Desde el punto de vista interno, el movimiento fortaleció su estructura orgánica e implementó las líneas políticas.

La forma en que el latifundio estaba organizado a lo largo de las décadas de 1980 y 1990 —basado en la improductividad y la violencia— hizo que el tema de la reforma agraria tuviera un eco muy fuerte en la sociedad, de modo que la lucha de lxs sin tierra pasó a ser reconocida en diversos sectores sociales.

Sin embargo, la consolidación del proyecto neoliberal provocó un retroceso de las luchas de la clase trabajadora presentes en la década anterior. Mientras tanto, en el medio rural, el gran capital aún no se había adentrado tan ferozmente en el campo y el MST aprovechó este período para organizar sus campamentos y asentamientos, realizar su primera Marcha Nacional en 1997 para dialogar con la sociedad, denunciar el proyecto neoliberal y exigir castigo a los responsables por la Masacre de Eldorado dos Carajás, ocurrida el año anterior. Se trata de un momento de expansión y territorialización del movimiento con apoyo internacional, así como de su consolidación como un referente político.

Reforma agraria clásica y las transformaciones del capitalismo

La cuestión agraria es un debate central para el desarrollo político y socioeconómico de cualquier país que proyecte una nación soberana y con igualdad social. El desafío es comprender la necesidad, en las sociedades capitalistas, de realizar una reestructuración profunda de las políticas agrarias, ambientales y de producción de alimento y cultura.

El instrumento concreto de esa reorganización agraria se llama reforma agraria. Tal política, que implica una distribución masiva de tierras, fue ampliamente implantada en las sociedades capitalistas desde el siglo XVIII hasta el período de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). No faltan ejemplos de la distribución de tierras que llevaron a cabo las sociedades industriales, después de la Revolución francesa (1789) y la industrial (1760-1780), entre la burguesía emergente y el campesinado.

La transición hacia una economía más compleja con la Revolución industrial —a partir de la explotación del trabajo y de la internacionalización de capitales y mercados como forma de control y dominación— trajo la necesidad de integrar la economía agraria en las estrategias de desarrollo del capital. La cuestión agraria, por lo tanto, era un elemento crucial desde el punto de vista económico, del trabajo y de los bienes naturales para la necesidad capitalista de control productivo y explotación del trabajo y de la naturaleza, con el fin de convertirla en parte integrante de la producción de plusvalía.

Esa primera versión de la política masiva de distribución de tierras se conoce como reforma agraria clásica. La burguesía industrial optó por la democratización del acceso a la tierra debido a dos cuestiones. La primera fue la necesidad de ruptura, en todos los niveles, de la hegemonía de las antiguas clases propietarias rurales —que paralizaban cualquier desarrollo de las fuerzas productivas— y su reemplazo por la de las clases burguesas empresario-industriales nacientes.

El otro elemento está vinculado a las ideas de crecimiento y de desarrollo económico que pasaban, necesariamente, por un cambio en el eje productivo de la economía, relegando al sector primario al papel de sector subsidiario de la nueva estructura económica.

Con la centralidad de la acumulación del capital basada en el desarrollo industrial, se creaba la necesidad de tener fuerza de trabajo barata y abundancia de materias primas. La democratización del acceso a la tierra, integrada a las industrias capitalistas, cumplía la función de proveer las más diversas materias primas producidas en espacios agrícolas pequeños y medianos a precios menores. La llegada de alimentos más baratos a las ciudades, por ejemplo, permitía una reducción en el costo de la mano de obra, posibilitando que los capitalistas industriales pagaran salarios más bajos a lxs trabajadorxs urbanxs. Además, la consolidación de un campesinado sólido económicamente permitía a la recién creada industria ampliar su mercado consumidor.

De esta manera, los procesos de industrialización de esos países hicieron que el sector rural paulatinamente se sometiera al nuevo orden político, institucional y económico que emanaba del medio urbano industrial. O sea, la dinamización de vínculos estratégicos y comerciales cada vez más densos entre el campo y la ciudad se afirma con el advenimiento de la industria y, fundamentalmente, de la división del trabajo y de la consolidación de la clase obrera.

Así, diversos países de economías centrales realizaron reformas agrarias, empezando por Francia e Inglaterra. A lo largo del siglo XX, por ejemplo, Japón benefició a cerca de 3 millones de personas con la posesión de parcelas de tierra. Turquía expropió áreas mayores a 500 hectáreas, e Italia realizó expropiaciones mediante indemnización a los antiguos propietarios, desarrolló infraestructura en el campo, recuperó áreas degradadas y construyó casas para los campesinos.

Además de la reorganización productiva y económica, las formas capitalistas de cooptación y control en el campo pasan por la homogeneización de la cultura, usurpando y negando la cultura tradicional campesina, sus formas de relación con el trabajo, la producción y la alimentación. El capitalismo impone otras reglas de juego. En estas, el trabajo no tendrá más el sentido práctico de organizar la vida comunitaria, que traía consigo valores más humanos de integración y cooperación.

El tiempo de trabajo y sus formas pasarían a ser determinadas por el modo de producción del capital y por la velocidad que la competencia capitalista exigía, teniendo como meta el lucro. El capital pasa a definir qué y cómo producir, cómo será la comercialización y cuánto recibirá el trabajador por lo que hace. Lxs campesinxs ya no tenían el control de sus medios de producción. En este sentido, la reforma agraria clásica forma parte de una política del Estado burgués, y fue realizada justamente por haber sido una necesidad de la fracción de clase hegemónica de aquel período: la burguesía industrial.

En Brasil, diversos elementos imposibilitaron que una reforma agraria clásica fuera implementada en el proceso de industrialización del país. El primero de ellos es la relación entre la oligarquía rural y la burguesía industrial. A diferencia del caso europeo, el reemplazo de las clases propietarias rurales por la nueva burguesía industrial no exigió una ruptura total del sistema por razones estructurales. En el caso brasileño, la concentración de la tierra no fue un obstáculo para el desarrollo del capitalismo, al contrario, se dio la unificación entre los latifundistas y el capital industrial, en una alianza entre capital y propiedad de la tierra intermediada por el Estado. Esa alianza posibilitó que la economía rural subsidiara el desarrollo industrial. Además, la alta concentración de tierra y, consecuentemente, el éxodo rural, garantizó la creación de un ejército industrial de reserva que abarataba la fuerza de trabajo en el medio urbano.

Por lo tanto, nunca hubo una política nacional concreta de reorganización agraria en Brasil. Lo que ocurrió fue apenas una importación del modelo estadunidense del agronegocio y de su trípode: latifundio extenso, mecanización pesada y agrotóxicos, por medio de la “Revolución Verde”. Fue a partir de este modelo que el campo brasileño se reorganizó, excluyendo por completo a lxs campesinxs del proceso.

A lo largo de la década de 1990, el espacio agrario brasileño pasó por grandes transformaciones estructurales en la forma de organizar la producción de las mercancías agrícolas. Estas transformaciones trajeron nuevas determinaciones a la cuestión agraria, que se complejizó a partir de la afirmación del agronegocio con la consolidación del modelo neoliberal. El antiguo latifundista, dueño de grandes extensiones de tierra, se alió a otras fracciones de la clase burguesa: a las empresas transnacionales del sector agrícola, al capital financiero representado en la figura de los bancos y a los medios de comunicación de masas. Este nuevo modelo de producción agrícola se conoce como agronegocio, y se inserta en un contexto mundial que se inicia en la década de 1970 y se acentúa sobre todo a partir del final de la década de 1990 y comienzo de los años 2000 en adelante.

En este sentido, el sistema capitalista en crisis en su búsqueda por formas de aumentar el valor, intensifica la destrucción ambiental, expande sus fronteras agrícolas sobre los bosques, aumenta las expropiaciones territoriales, va hasta las últimas consecuencias de la extracción mineral y potencia la proletarización en masa, separando aun más a lxs trabajadorxs de sus medios de producción.

Así como el agronegocio se vuelve más complejo a partir de los cambios en la naturaleza del capital, la reforma agraria, como alternativa real y necesaria, también debe cambiar radicalmente su naturaleza, para presentar un conjunto de determinaciones que alteren cuestiones centrales del control capitalista, a partir de la reorganización de los territorios agrarios y ambientales en búsqueda de una soberanía popular.

La reforma agraria popular

En este contexto, el MST se ve estimulado a redefinir sus acciones estratégicas y su programa agrario. Con la consolidación del agronegocio a principios de la década de 2000, ya no cabía luchar por una reforma agraria de tipo clásico, pues era evidente que el desarrollo de las fuerzas productivas en el campo se estaba produciendo en las bases del capital, ya marcadas por una profunda crisis estructural, que disminuía aun más los márgenes de participación democrática del pueblo en el acceso a la tierra, lo que supondría una reforma agraria que reconstruyera las relaciones de poder existentes en torno a la propiedad privada. El gran capital, ahora hegemonizado por el sistema financiero y no por el industrial, ya no tenía la necesidad de realizar una reforma agraria, como sucedió en décadas anteriores; se había reinventado y descubierto nuevas formas de acumular riqueza. Las mismas tierras que en su día fueron objeto de disputa entre lxs sin tierra y los latifundistas atrasados e improductivos pasan a ser blancos del agronegocio.

Cada vez más, la lucha por la reforma agraria implica enfrentar al capital, lo que se manifiesta en la lucha contra las grandes empresas transnacionales, como las del agronegocio, responsables por la producción de los agrotóxicos, las semillas transgénicas y el agotamiento de los recursos naturales.

Las consecuencias de este modelo destructivo del medioambiente pasan a ser paulatinamente sentidas por la mayor parte de la población que vive en los grandes centros urbanos. Contaminación y escasez de agua, envenenamiento de alimentos por agrotóxicos, cambio climático y aumento de la población en las grandes ciudades son solo algunos ejemplos de la intrínseca relación entre las cuestiones agraria y urbana en la actualidad.

La realidad impone la necesidad de actualizar la lucha por la reforma agraria. De esta forma, el concepto de reforma agraria clásica pasa a ser sustituido por el concepto de reforma agraria popular, que ahora incorpora no solo la necesidad de tierra para quien la trabaja, categoría central en los años 80 y 90, sino la necesidad de producir alimentos saludables para toda la población, dándole un carácter popular a la reforma agraria.

La reforma agraria deja de ser de interés solo para las poblaciones que viven en el campo y se transforma en una necesidad del conjunto de la sociedad. De la misma manera, el campesinado solo ya no es capaz de alterar la correlación de fuerzas para reorganizar la estructura agraria. Ello solo será posible cuando las poblaciones de las ciudades también comprendan la necesidad de realizarla.

En ese sentido, la centralidad de la lucha por la tierra pasa a ser en torno a la disputa por el modelo agrícola. Si antes el enemigo se centraba en la figura del antiguo latifundista, ahora se volvió mucho más poderoso, ya que el propietario de tierras se alió con las grandes multinacionales del sector, con el sistema financiero y los medios de comunicación de masa, responsables por propagandear ideológicamente la concepción de agricultura propuesta por el agronegocio. El antiguo latifundio arcaico e improductivo se “modernizó” y ahora cuenta con alta capacidad productiva.

Por lo tanto, la reforma agraria popular es una estrategia de resistencia al modelo del agronegocio, que apunta hacia nuevas formas de lucha y reúne los fundamentos del modelo que queremos construir en el futuro, pero con acciones efectivas de cambio en el presente.

Sembrar la reforma agraria popular en el momento histórico actual implica modificar la forma hegemónica de producir alimentos. Presupone disputar los medios de producción, teniendo en la agroecología y en la cooperación los instrumentos de estudio y aplicación teórico-práctica en contrapartida al agronegocio. La base del modelo del agronegocio tiene como fundamento una producción extensiva de commodities para la exportación. La desvinculación con el medioambiente —al deforestar enormes áreas— obliga a la utilización masiva de agrotóxicos, agotando el suelo, contaminando el agua, la capa freática y los alimentos.

Por otro lado, el programa de reforma agraria popular tiene la matriz agroecológica como base de la producción agrícola, priorizando la producción de alimentos saludables y diversificados para el mercado interno en armonía con el medioambiente. Junto a eso, es preciso desarrollar un modelo económico que distribuya los ingresos y que mantenga a las personas en el campo para combatir el éxodo rural. Por eso, ella presupone la creación de agroindustrias al mando de lxs propixs trabajadorxs en los asentamientos.

Sin embargo, el concepto de reforma agraria popular va mucho más allá de las cuestiones productivas. Pasa también por la construcción de nuevas relaciones humanas, sociales y de género, enfrentando el machismo y la lgbtfobia, por ejemplo. Pasa por garantizar el acceso a la educación en todos los niveles en el medio rural, al mismo tiempo que tiene como propósito construir formas autónomas de cooperación entre lxs trabajadorxs que viven en el campo y su relación política con las masas urbanas.

Ya son muchas las iniciativas en este sentido, mediante la agrosilvicultura, el cultivo de semillas criollas, el procesamiento y la agroindustria, las ferias de comercialización directa, la investigación científica, la formación técnica y el uso de nuevas tecnologías.

Ante la complejidad del asunto y de los desafíos que se enfrentan, todavía es importante resaltar que no fueron solamente los cambios en la naturaleza del capital los que llevaron al MST a reformular la lucha por la tierra. La génesis de esos movimientos pasa necesariamente por la transformación de la sociedad, y fue justamente a partir de este elemento que fue gestada una cultura política y organizativa entre las familias sin tierra que maduró en la concepción de reforma agraria popular. Su plena realización, evidentemente, depende de cambios estructurales en la sociedad. Por ello, busca compartir con la clase trabajadora no solamente una reivindicación justa, sino un proyecto de poder, soberano y popular.

*Periodista brasileña de Agencia Pública. Nota publicada en Tricontinental.

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