La reforma agraria mexicana: una visión de largo plazo – Por Arturo Warman

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Por Arturo Warman*

La reforma agraria mexicana ha sido un proceso complejo y prolongado. La reforma tuvo su origen en una revolución popular de gran envergadura, y se desarrolló durante una guerra civil. El Plan de Ayala, propuesto por Emiliano Zapata y adoptado en 1911, exigía la devolución a los pueblos de las tierras que habían sido concentradas en las haciendas. En 1912 algunos jefes militares revolucionarios hicieron los primeros repartos de tierras.

En 1915 las tres fuerzas revolucionarias más importantes, el constitucionalismo, el villismo y el zapatismo, promulgaron las leyes agrarias. La atención al pedido generalizado de tierras se convirtió en condición de la pacificación y del restablecimiento de un gobierno nacional hegemónico: la constitución de 1917 incluyó el reparto de tierras en su artículo 27. Desde entonces, y con sucesivas adecuaciones hasta 1992, el reparto de tierras fue mandato constitucional y política del Estado mexicano. Dicho reparto sigue siendo prerrogativa del Estado si se concibe la reforma agraria como un concepto más amplio que la mera distribución de la propiedad.

Durante el largo período que se extiende de 1911 a 1992 se entregaron a los campesinos algo más de 100 millones de hectáreas de tierras, equivalentes a la mitad del territorio de México y a cerca de las dos terceras partes de la propiedad rústica total del país. Según las Resoluciones Presidenciales de dotación de tierras, se establecieron unos 30 000 ejidos y comunidades que incluyeron 3,1 millones de jefes de familia, aunque según el último Censo Agropecuario de 1991 se consideraron como ejidatarios y comuneros 3,5 millones de los individuos encuestados. Afines del siglo XX, la propiedad social comprendía el 70 por ciento de los casi 5 millones de propietarios rústicos y la mayoría de los productores agropecuarios de México.

Las cifras agregadas reflejan la amplitud del prolongado reparto institucional de las tierras, pero no hacen justicia al complejo papel de la reforma agraria a nivel de toda la nación. La estabilidad, gobernabilidad y desarrollo de México en el siglo XX se sustentaron en dicha reforma y permitieron la construcción de un país predominantemente urbano, industrial y dotado de un importante sector de servicios. Pero la reforma agraria no logró el bienestar sostenido de la población, y los individuos a los que llegó viven hoy en una pobreza extrema. El desarrollo rural y agropecuario fue incapaz de responder eficaz y equitativamente a la transformación demográfica y estructural del país.

Esta contradicción tiene muchas causas, y se explica en parte por las características del proceso de redistribución de tierras en México.

Ahora bien, para la comprensión de la reforma agraria es preciso realizar un análisis de la demografía y de la diversidad poblacional, de los recursos naturales, de la organización o dispersión de los productores, del modelo de desarrollo y sus relaciones con los mercados globales, de las políticas públicas, y de las corrientes y equilibrios políticos.

Características del proceso reformista

La reforma agraria se desarrolló como un proceso de formación de unos minifundios cuya producción era insuficiente para satisfacer plenamente las necesidades de las familias campesinas. Los campesinos que luchaban por la obtención de tierras pedían tierras de cultivo, y querían conseguir la seguridad alimentaria y la autonomía mediante el consumo directo de alimentos básicos de producción propia.

En el primer período de la reforma agraria, que se extiende de 1920 a 1934, las tierras repartidas fueron un complemento del salario de los trabajadores rurales, un pegujal que debía proporcionar una base alimentaria, una vivienda y otros bienes para mejorar los ingresos que se obtuvieran de las haciendas y propiedades agroexportadoras, que eran el sector más dinámico de la economía mexicana. El reparto de las tierras se entendió entonces como un acto de justicia que elevaba el bienestar de los campesinos; pero su importancia para el desarrollo económico nacional no se tomó en consideración.

La inercia de la política minifundista del primer período de la reforma persistió. Diversas normas y ordenamientos establecieron las dimensiones de la superficie de la unidad de dotación de tierras: en 1922 la parcela individual para uso particular y disfrute familiar en los ejidos debía medir entre 3 y 5 hectáreas para las tierras de riego, o entre 4 y 6 hectáreas para las tierras de temporal. El Código Agrario de 1934 fijó estas dimensiones mínimas en 4 y 8 ha respectivamente; la relación de equivalencia era pues de 1:2. El Código Agrario de 1942 elevó el mínimo a 5 ha de tierras de riego, y la reforma constitucional de 1946 lo llevó a 10, sin que hubiese ampliación posterior. Sin embargo, estas medidas de dotación mínimas, que parecen estrechas, nunca se cumplieron. Hasta 1992, las Resoluciones Presidenciales reflejan la clasificación de las tierras en el momento en que fueron emitidas, y mencionan los siguientes promedios por beneficiario: 0,6 ha de tierras de riego, 4,2 ha de tierras de temporal, 18,6 ha de tierras de agostadero, 3,6 ha de tierras de monte, 0,4 ha de tierras desérticas y 7,1 ha de tierras indefinidas por un total de 34,5 ha. Las parcelas individuales sólo contenían las dos primeras categorías – de riego y de temporal (tierras cultivables) -, mientras que las demás eran para el disfrute comunitario. Un predio promedio de 5,4 ha tierras de temporal correspondía a un minifundio, y su dimensión permaneció invariada.

La crisis mundial de 1929 terminó con la aspiración de México de convertirse en un país agroexportador. La quiebra de las haciendas tradicionales remanentes, así como de algunas empresas modernas recientes, replanteó el papel de la reforma agraria en la economía nacional.

La expropiación de las empresas petroleras extranjeras en 1938 encaminó al país hacia el desarrollo industrial. Se asignó al sector reformado del campo la función de abastecer de alimentos suficientes y a precios bajos a la creciente población urbana.

El autoconsumo, privilegiado durante la etapa pegujalera, tuvo un papel subordinado respecto al objetivo de abastecer unos mercados controlados por el Estado. Un conjunto de empresas públicas o paraestatales se fue estableciendo para promover la participación de los ejidos en los mercados y en la autosuficiencia alimentaria. Las empresas constructoras de infraestructuras de irrigación, las empresas financieras, las empresas aseguradoras rurales, los monopolios comerciales del Gobierno, las empresas públicas de fertilizantes, maquinaria y semillas, y una multitud de dependencias de servicios tejieron una red que dirigía, financiaba, distribuía y comercializaba la producción del sector reformado. El intervencionismo gubernamental se volvió la fuerza más poderosa de la economía rural mexicana. La producción de algodón – las exportaciones algodoneras fueron el sector agrícola más dinámico y redituable entre 1940 y 1970 – constituyó una excepción ya que generalmente quedó bajo el control de empresas privadas extranjeras.

El papel de la legislación agraria

La subordinación al Gobierno del sector reformado tenía un poderoso apoyo en la legislación agraria. Las tierras que se entregaban en usufructo permanecían como propiedad de la nación por concesión a una corporación civil: el ejido o la comunidad. El ejido, entidad dotada de personalidad jurídica, asamblea de socios y autoridades representativas, era también la autoridad pública encargada de vigilar el cumplimiento de la concesión. Las parcelas que se entregaban para disfrute particular a los ejidatarios quedaban sujetas a condiciones restrictivas: la tierra debía ser cultivada personalmente por el titular, no podía mantenerse ociosa, venderse, alquilarse ni usarse como garantía; era inalienable pero podía ser heredada por un sucesor escogido por el titular siempre que no hubiese sido fragmentada. El incumplimiento de estas condiciones implicaba sanciones que anulaban sin compensación los derechos de goce de la parcela y la pertenencia al ejido.

El sujeto legal y social del reparto de las tierras era el ejido, una sociedad o corporación civil que podía trasmitir a sus integrantes unos derechos individuales precarios. Correspondía a la asamblea ejidal tomar las decisiones fundamentales, pero dicha asamblea solo podía reunirse luego de haber sido convocada por las dependencias agrarias del gobierno, y debía ser validada por la presencia de funcionarios públicos. Cuando ocurría una privación de derechos agrarios, correspondía a la autoridad agraria federal asignar tales derechos a otro solicitante de tierras.

La subordinación formal y jurídica del ejido al Presidente de la República – fundamentada constitucionalmente en una concesión de poderes extraordinarios en materia agraria – podía ejercerse de manera limitada. En 1940 había más de 1,5 millones de ejidatarios, número que excedía la capacidad de control y vigilancia de las autoridades. Se toleró en algunos casos importantes el arrendamiento, la aparcería y la venta de parcelas entre ejidatarios y sus descendientes, así como la herencia fragmentada de parcelas ejidales, lo que agudizó el fenómeno minifundista. Pero el vínculo de subordinación legal del ejido permanecía, y se usaba cuando era necesario o resultaba conveniente.

Otro elemento que fortaleció el intervencionismo y el dirigismo estatales en el sector reformado fueron los prolongados trámites de ampliación de las tierras para permitir que nuevas generaciones de campesinos se incorporasen a las labores agrícolas. Estos trámites requerían más de diez años desde la solicitud de dotación hasta la correspondiente emisión de la Resolución Presidencial. La subordinación jurídica y económica del sector reformado al gobierno federal, o más precisamente al Presidente de la República, siempre tuvo un signo político.

Desde 1936, el poder ejecutivo organizó a los campesinos del sector reformado, primero en una central única, y después en una central mayoritaria: la Confederación Nacional Campesina (CNC). La CNC era también la entidad agraria del partido del gobierno. La CNC se movilizaba para respaldar las decisiones presidenciales; muchas de éstas eran fundamentales para la definición de la política nacional, pero la CNC también apoyaba políticas facciosas e incluso llegó a constituir una milicia armada para acotar otras corrientes políticas deseosas de recurrir a la fuerza. La incorporación del sector reformado al poder presidencial implicaba una sumisión a éste, pero a cambio aquél recibía concesiones. Antes que nada dicha sumisión daba acceso a la tierra, pero también abría una vía a la participación política y al ejercicio de la ciudadanía en el marco del partido de gobierno. Los cuadros militantes de la CNC ocupaban posiciones de presidentes municipales, legisladores locales y federales y gobernadores de los estados de la federación, e influían en el proceso de selección del sucesor del presidente de turno. Los cuadros dirigentes de la CNC, que no siempre eran de origen campesino, establecían con la base relaciones de obligación y fortalecían un vínculo de dependencia clientelista. En estas relaciones, las concesiones o privilegios encubrían los derechos.

El ejido, sociedad usufructuaria de la tierra, adquirió nuevas dimensiones como instancia política, demandante de servicios públicos, conjunto social y entidad organizadora del desarrollo rural y de la identidad comunitaria. Además de cumplir con sus funciones iniciales de repartición de las tierras, el ejido arraigó como institución sólida de la organización rural mexicana, presentando aspectos democráticos y residuos de una ideología igualitaria o solidaria. Empero, en muchos casos que no lo invalidan, el ejido no tuvo esta orientación positiva y quedó sometido a los intereses particulares.

La marginalización progresiva del sector reformado

De resultas del crecimiento explosivo de la población mexicana durante el siglo XX, además de otros factores estructurales, el sector rural reformado quedó relegado a una posición cada vez más marginal. La población rural equivalía en 1960 a la mitad de la población del país; poco más del 50 por ciento de la población encontraba ocupación en las labores agropecuarias. Esta proporción descendió al 25 por ciento en el año 2000. En ese año, más de la mitad de la población nacional vivía en ciudades de más de 100 000 habitantes, y el 75 por ciento de la población estaba empleado en los sectores secundario y terciario de la economía. La urbanización de la población estaba avanzada y era irreversible, pero quedaba una importante minoría campesina en condiciones de pobreza extrema, rezago y frustración. El progreso tocó marginalmente el campo pero no arraigó en él.

Entre 1940 y 1965 el crecimiento de la producción agropecuaria superó al crecimiento de la población nacional debido principalmente a la incorporación al cultivo y al uso agropecuario de las tierras que habían sido repartidas. El riego, el crédito, la mecanización, el uso de insumos agroquímicos, y en especial los precios administrados y la compra de las cosechas por el Gobierno – elementos en los que se hizo patente la diligencia del Estado -, pesaron menos que el esfuerzo de los campesinos por extender los cultivos hasta las fronteras de las tierras reformadas. En este período fue fundamental el autoconsumo de las familias campesinas de alimentos producidos con un alto coeficiente de mano de obra y escasos insumos comerciales. La producción de autoconsumo aportaba no sólo seguridad alimentaria sino también autonomía para reproducir las condiciones de existencia tradicionales. Importante era el ingreso monetario obtenido sobre todo por la venta de la fuerza de trabajo; pero la proporción de los alimentos comprados con ese ingreso era relativamente pequeña y menor de la que se obtenía con el autoconsumo: la reforma agraria minifundista y pegujalera había cumplido aparentemente su propósito.

Las tierras aptas para el cultivo fueron escaseando y cada vez daban rendimientos más bajos; ello se debía a la falta de humedad, al excesivo número de tierras en pendiente, a la vulnerabilidad a las plagas, y a riesgos relacionados con la incorporación de tierras marginales. En el presupuesto de los productores campesinos, la proporción de los alimentos de autoconsumo descendió respecto al gasto monetario. Se integraron a la lista de consumos fertilizantes e insecticidas que compensaban la pérdida de fertilidad de las tierras; herramientas, gastos en concepto de transportes, medicinas y otros bienes y servicios que se adquirían en el mercado.

El sector de la producción rural, administrado y financiado por el Estado, ocupaba un lugar estratégico, pero era pequeño y tenía pocas posibilidades financieras y técnicas de expansión, y no conseguía abarcar a la gran masa campesina del sector reformado. Los costos crecientes de las obras, subsidios e incluso privilegios no podían ampliarse de manera significativa. El financiamiento público sólo benefició al 15 por ciento de los productores sociales con unos créditos de avío que apenas cubrían parte del costo del ciclo agrícola anual. El sector de la propiedad privada, que especulaba en el sector rural con cultivos exportables como el algodón o la ganadería, obtenía rentas extraordinarias de los subsidios públicos pero no invertía en capital fijo. Los propietarios privados de la tierra alegaban la falta de seguridad para invertir en una situación de reparto agrario permanente y de conflictos crecientes por la tierra.

La rentabilidad de la producción agropecuaria había descendido en todo el mundo; durante el siglo XX los precios constantes de los alimentos disminuyeron un 50 por ciento. Las nuevas tecnologías asociadas a la revolución verde ofrecían «milagrosos» incrementos en los rendimientos a cambio de inversiones muy altas. Sólo los países más ricos pudieron cubrir esos costos mediante subsidios enormes que distorsionaron los mercados globales. Entre 1960 y 2000 los precios reales de los alimentos descendieron un 40 por ciento, y la disponibilidad de alimentos per cápita creció casi un 20 por ciento. Quedaba por consiguiente probado que la profecía maltusiana del crecimiento aritmético de la producción de alimentos respecto a la expansión geométrica de la población era infundada.

A partir de 1970, la desigualdad del sector reformado era evidente. Dependiendo de la época, de la localización geográfica y de la correlación de las fuerzas políticas, los ejidos fueron dotados tierras de extensiones y calidades diversas. Además de la desigualdad física, en los ejidos había situaciones de iniquidad como consecuencia de herencias, matrimonios y compras de parcelas ilegales pero toleradas.

El igualitarismo propugnado por las leyes no pudo mantenerse en el tiempo. Según la certificación posterior a la reforma de 1992 del 70 por ciento de los derechos ejidales, el 50,1 por ciento de los ejidatarios poseía parcelas de un promedio de 2,8 ha y controlaba apenas el 14,7 por ciento de la superficie parcelada total; el 1,2 por ciento de los ejidatarios poseía un promedio de 124 ha de tierras parceladas y más tierras que la mitad de los ejidatarios que poseía las parcelas más pequeñas; y las tres cuartas partes de los ejidatarios poseían parcelas de superficie inferior a la mitad del promedio nacional. Entre los propietarios privados la desigualdad era todavía mayor que en el sector de la propiedad social. Estos resultados negativos se moderarían si se tomara en cuenta la calidad de la tierra, pero persistiría aun una grave desigualdad.

La desigualdad se agudizó debido a la fragmentación de las parcelas ejidales. En promedio a nivel de la nación, cada ejidatario dividía su parcela en dos parcelas distintas, a veces distantes entre sí. El 50 por ciento de los ejidatarios poseía una sola parcela; el 25 por ciento, dos; el 12,8 por ciento, 5,3; y el 12 por ciento, tres. La fragmentación de las parcelas en el sector de la propiedad social era la causa de que un gran número de parcelas se consideraran técnicamente como minifundios.

El envejecimiento de los agricultores del sector de la propiedad social agravó las situaciones que resultaban de la desigualdad y fragmentación de los predios. La mitad de los ejidatarios certificados tenía más de cincuenta años de edad, y la cuarta parte del total más de 65. La carencia de un sistema de seguridad social y de pensiones para los trabajadores del campo convertía la parcela en el único patrimonio para enfrentar las necesidades de la vejez; por consiguiente, el manejo de ese patrimonio ha sido fundamentalmente conservador. La herencia o sucesión se recibe en México en torno a los 50 años, que es la edad umbral en que inicia el manejo conservador del patrimonio.

Tradicionalmente, en el campo convivían dos generaciones. El aumento de la esperanza promedio de vida introdujo una tercera generación, que ha competido con la de sus padres por la herencia de la generación mayor. La coexistencia de estas generaciones también ha afectado a la estructura de la unidad de producción y consumo campesina y a los métodos de trabajo y de transmisión del conocimiento.

Las escasas dimensiones de los predios cultivables por unidad familiar, su fragmentación, la insuficiente calidad de la tierra y el alto riesgo económico de las actividades agrícolas han conducido a la actual administración a considerar que de los 4 millones de explotaciones agropecuarias del país sólo un millón pueden ser viables como empresas comerciales. De estas, 700 000 necesitan un apoyo considerable y prolongado para convertirse en empresas comerciales, y 3 millones deberían ser objeto de «atención social» debido a que no consiguen consolidarse como empresas agropecuarias.

Estos factores han erosionado el funcionamiento del sector primario y del sector reformado a partir de la década de 1960. Entre 1964 y 1970, el Gobierno realizó un esfuerzo postrero para completar el reparto de las tierras del sector agrario. Sin embargo, el carácter autoritario de las políticas, la burocracia y la falta de alternativas para la población rural impidieron que los campesinos y otras fuerzas sociales adoptasen los planes propuestos. El movimiento estudiantil de 1968, que confrontó al Gobierno con las clases urbanas medias emergentes, obligó a convocar al sector social campesino para garantizar la paz y la sucesión presidencial. A cambio, se ofreció al sector agrario la continuación del reparto de las tierras, a pesar de que comenzaba a ser manifiesto que la política de redistribución de tierras había sido ineficaz para alcanzar la justicia y el bienestar, y que, por el contrario, había agudizado los conflictos políticos agrarios, la incertidumbre y la precariedad.

Las repetidas crisis económicas nacionales hicieron que disminuyese el intervencionismo público y que los inversionistas privados se retirasen del sector primario. El campo mexicano se descapitalizó y la pobreza extrema se concentró en él. Desde 1965 el crecimiento del producto agropecuario fue en promedio inferior al aumento de la población nacional y, en algunos años, fue incluso inferior al aumento de la población rural. A pesar de los cambios en la estructura de la producción agraria, el suministro nacional de alimentos registró un déficit. Desde 1970, en promedio cerca de la tercera parte del consumo aparente de granos básicos se ha cubierto con importaciones.

La importancia relativa de las exportaciones agropecuarias en la balanza comercial ha disminuido. A fines del siglo XX un poco más de la quinta parte de la fuerza de trabajo nacional dedicada a la producción agropecuaria aportaba apenas un 5 por ciento del producto interno bruto: esta cifra refleja la pobreza de los trabajadores del campo, la aguda desigualdad existente en el sector rural, y la situación marginal del sector rural en la economía y la política nacionales. El 57 por ciento de la población rural vive hoy en condiciones de pobreza extrema, que es la forma de pobreza que pone en riesgo la salud y las capacidades de desarrollo del individuo. Las tres cuartas partes de las personas más pobres viven en localidades agrarias de menos de 15 000 habitantes.

La reforma constitucional de 1992

El deterioro progresivo pero acelerado del sector rural se prolongó hasta 1992, cuando fue posible alcanzar un consenso suficiente, aunque distante de la unanimidad, para reorientar y dar dinamismo al desarrollo rural, y combatir la pobreza, el atraso y la marginación. La primera etapa ese proyecto de reorientación de largo alcance fue la reforma del artículo 27 Constitucional en materia agraria, así como las leyes reglamentarias derivadas. La nueva versión del artículo se promulgó el 6 de enero de 1992, y unos meses más tarde se promulgó la Ley Agraria y la Ley Forestal. Sin embargo, la crisis política de 1994 y la crisis económica de 1995 retrasaron o suspendieron la aplicación de los programas compensatorios y, lo que era más importante, de una reforma institucional que no sólo era complemento sino condición de la reforma integral de gran alcance. La reforma quedó inconclusa; sus metas sociales y económicas no se alcanzaron. Pese a estas limitaciones, la reforma produjo efectos positivos que conviene analizar.

La reforma constitucional de 1992 partía de un principio, enunciado en la Exposición de Motivos del Poder Ejecutivo, que recibió poca atención: a saber, que la iniciativa y la libertad para promover el desarrollo rural pasaban a manos de los productores rurales y sus organizaciones. La reforma invertía el enfoque previo que otorgaba al Estado y al Gobierno la facultad de planear y dirigir la producción en las zonas rurales. El Presidente de la República perdía las facultades extraordinarias relativas al reparto de la tierra como proceso administrativo, las cuales le habían permitido intervenir directamente en las decisiones internas de los ejidos. La nación dejaba de ser propietaria jurídica de las tierras sociales, y la propiedad de éstas pasaba a los ejidos. Los ejidos, en su calidad de sociedades propietarias de las tierras, no quedaban subordinados a las autoridades gubernamentales. La asamblea ejidal, autoridad suprema de unos ejidos reformados, gozaba de autonomía y era independiente respecto a cualquier intervención gubernamental. El valor de la tierra como capital se transfería del Estado a los núcleos ejidales para su uso y disfrute, incluida la comercialización. La justicia agraria se trasladaba a los tribunales agrarios ordinarios, y el poder ejecutivo perdía sus facultades jurisdiccionales. Se rompía así el vínculo tutelar entre el Estado y los campesinos; y los productores rurales, dotados de un capital territorial, fueron libres de manejar su propio desarrollo.

La otra vertiente del principio toral fue la de la justicia, porque correspondía al Estado y a sus instituciones no solo vigilar el cumplimiento de la ley sino crear las condiciones y dar el estímulo para que la libertad de los productores pudiera ejercerse plenamente. Para enfrentar los problemas de la pobreza, desigualdad y atraso de la mayoría de los productores minifundistas, la reforma proponía impulsar unos programas compensatorios orientados a la igualdad de oportunidades en el sector rural. Se creó la Procuraduría Agraria, una institución pública dotada de autonomía técnica para asistir, representar y arbitrar la solución de los problemas agrarios, y se otorgó prioridad a los sujetos de la propiedad social al recibir sus servicios.

El reparto agrario, entendido como una obligación del Estado, había cumplido su propósito después de 75 años. El ejido, sociedad de propietarios de tierras, permaneció como sujeto jurídico de la propiedad social. A través de la decisión mayoritaria de sus socios, reunidos en asamblea con facultades especiales, el ejido podía vender la tierra de uso común, arrendarla, aportarla como capital a una sociedad mercantil, usarla como garantía hipotecaria, o decidir su explotación colectiva. El ejido podía incluso disolverse o adoptar la forma de una comunidad agraria con objeto de conseguir una mayor protección. La asamblea también podía autorizar a sus socios particulares a enajenar las parcelas de uso individual a personas no miembros del ejido. La cesión onerosa o gratuita de los derechos ejidales entre los socios ejidatarios, sus sucesores o avecindados no requería autorización de la asamblea; bastaba solo que ésta fuese notificada del acto. La asamblea no podía imponer condiciones restrictivas a las parcelas ejidales ni incautarlas por ociosidad de aprovechamiento.

El ejido mantuvo su estructura histórica y su importancia como sujeto de la propiedad social, pero se normaron las relaciones entre sus socios, a quienes se concedieron derechos explícitos sobre sus parcelas y sobre su participación en la tenencia de las tierras comunes. La tierra ejidal no se podía privatizar, aunque se podía llegar a la privatización de las parcelas individuales después de un procedimiento cuidadoso.

La reforma favoreció la circulación de la tenencia de la tierra y la formación de un mercado de tierras, pero mantuvo la propiedad social con salvaguardas especiales para evitar despojos y concentración. Se prohibió el latifundio, y las tierras excedentes debían ser enajenadas por el propietario o la autoridad. Los límites máximos de la propiedad particular individual, establecidos en 1946, se mantuvieron; pero a diferencia de lo estipulado por la legislación anterior, se pudieron crear, con propósitos agropecuarios, sociedades mercantiles dotadas de tierras de una extensión 25 veces superior a las tierras de propiedad particular individual.

Los efectos de la reforma

Desde 1992, el crecimiento de la producción agropecuaria ha sido equivalente al crecimiento de la población, que ha descendido al 1,5 por ciento anual. El índice de crecimiento de la producción ha sido insuficiente para frenar el deterioro del sector agropecuario y acabar con la pobreza. Las exportaciones agropecuarias han crecido aceleradamente aprovechando las ventajas proporcionadas por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. La producción nacional de cereales y plantas oleaginosas no ha descendido aunque su estructura se ha modificado a causa del abandono de los cultivos no competitivos.

El capital privado externo o de otros sectores no se ha invertido en gran escala en la producción agropecuaria debido a la falta de incentivos, y los porcentajes de ganancia no han resultado atractivos. La privatización abusiva y el restablecimiento de los latifundios por las grandes empresas no han tenido lugar. Se crearon unas diez empresas agropecuarias mercantiles, que no prosperaron; dos de ellas se asociaron a distintas formas de propiedad. La privatización de las tierras ejidales ha sido inferior al 1 por ciento de las tierras de propiedad social. Las tierras privatizadas se han incorporado casi siempre al sector urbano en desarrollo, del cual los ejidos han obtenido enormes plusvalías.

La transmisión de los derechos ejidales, no siempre registrada a pesar de su carácter legal, parece haber aumentado ligeramente. En una situación de mayor seguridad, ha habido señales de un modesto proceso de capitalización que los propietarios rurales sociales o privados han llevado a cabo con sus propios ahorros.

Aparentemente, el mercado de tierras no ha conocido progresos[23]. Para que ese mercado tuviese auge habría sido necesario poner un término a los títulos y registros de propiedad no fiables. Desde 1993, el Programa de Certificación de Derechos Ejidales (PROCEDE) ha expedido a los ejidos y a cada uno de los parceleros unos certificados que son conformes a los requisitos de calidad jurídica y cartográfica. Hasta el año 2000, el Programa había logrado la certificación de casi el 80 por ciento de los ejidos del país, pero a nivel regional los progresos seguían siendo desiguales.

El Registro Agrario Nacional, otra institución creada por la reforma, ha conseguido apoyar con firmeza el mercado de tierras. Sin embargo, los registros públicos estatales de la propiedad rústica privada han sido menos eficaces que los registros de la propiedad social federal, y no han podido dar fiabilidad a sus escrituras. La falta de financiamiento ha sido uno de los problemas que ha entorpecido la formación de un mercado de tierras. El sistema financiero bancario privado no ha operado en el campo, y el sistema financiero bancario público ha sido desmantelado con objeto de su ulterior reorganización. El financiamiento, una de las condiciones de una reforma rural de gran alcance, ha estado ausente del proceso reformista.

Por otra parte, no se han creado mecanismos que brinden seguridad e ingreso a unos campesinos de avanzada edad que se aferran a su propiedad para enfrentar la vejez. El traspaso de las tierras de una generación a la siguiente, condición para acelerar los cambios técnicos y consolidar la organización de los productores, así como para atraer al campo a una proporción de jóvenes emprendedores, no ha contado con el apoyo público que la habría hecho posible. México ha carecido de un sistema de seguridad social que asegure a los campesinos una jubilación digna. Los jóvenes han seguido abandonando el campo; y las remesas de dinero de los jóvenes a las personas que han permanecido en el campo se han convertido en un factor muy importante de los ingresos rurales. En cifras absolutas, en las últimas dos décadas la población rural y la población ocupada en actividades primarias se han prácticamente estancado, y su número probablemente descenderá en los próximos decenios.

La reforma agraria mexicana ha tenido, desde sus orígenes, un sesgo «machista»: solo los hombres eran sujetos de dotación agraria, y solo sus viudas podían ser titulares de tierras. Pese a esta restricción jurídica, las mujeres constituían, por herencia y por otros mecanismos, casi la quinta parte del total de los ejidatarios titulares en la década de 1990. La reforma de 1992 no estableció distinción de género en materia de propiedad agraria. El creciente proceso de feminización de la agricultura minifundista (los varones encontraban empleo como peones u obreros fuera del predio familiar) ha incrementado la proporción de mujeres dotadas de derechos agrarios, en la medida en que las leyes ya no impedían o penalizaban dicho proceso. Ha comenzado quizá una etapa en que la mujer predomina en la propiedad y en la explotación de los minifundios, y en que la obtención de un complemento a los ingresos familiares constituirá, en el siglo XXI, un nuevo pegujal.

En 1994, como medida complementaria a la reforma constitucional, se creó el Programa de Apoyos Directos al Campo (PROCAMPO), un programa de pagos directos a los productores de granos básicos en base a la superficie cultivada. Este programa de compensación de desventajas estructurales brindó por primera vez un apoyo a los minifundistas que no habían podido tener acceso a los mercados porque consumían íntegramente su propia producción. El número de minifundios que se han beneficiado con el programa ha sido estimado en 2,5 millones. PROCAMPO invirtió los sistemas anteriores que subvencionaban los precios de los productos comercializados, y beneficiaban únicamente a los productores comerciales más grandes.

En 1997 se creó el Programa de Educación, Salud y Alimentación (PROGRESA), un programa de transferencias directas en beneficio de las familias rurales pobres que alcanza a 2,5 millones de familias, la mayoría de ellas de campesinos minifundistas. Gracias a estos apoyos directos, los campesinos y demás personas pobres del campo han podido hacer frente, sufriendo pérdidas menores que otros sectores, a los devastadores efectos de la crisis económica de 1995.

Sin embargo, los objetivos de los dos programas mencionados eran mucho más amplios, porque intentaban crear una base de justicia para los habitantes del campo mediante la progresividad de los subsidios públicos a la producción. Anteriormente, la desigual distribución de los subsidios había sido causa de injusticia.

Desde 1995, la crisis económica, los recortes presupuestarios y la inflación han afectado a los sistemas de apoyo universales directos. Estos apoyos no lograron sustituir íntegramente a los subsidios de precios extraordinarios de los productos comercializados exigidos por los grupos económicos más poderosos y políticamente influyentes. Los subsidios extraordinarios se siguieron otorgando en número similar o superior al de los apoyos directos. El sistema de apoyos y subsidios públicos al sector rural, la otra faz de la reforma constitucional, quedó a medio camino entre la inercia y la reforma.

En la misma situación quedó la reforma institucional. La reforma constitucional creó instituciones como los Tribunales Agrarios, la Procuraduría Agraria y el Registro Agrario Nacional, pero al igual que en la mayoría de las instituciones de promoción y fomento, las inercias persistieron. El sistema de financiamiento público rural, que técnicamente estaba en quiebra, fue desmantelado para ser reorganizado posteriormente; este proceso aún no ha culminado. El aparato institucional y su burocracia no han seguido el ritmo de las nuevas normas legales ni se han adaptado al espíritu de la reforma. Persiste un centralismo de carácter autoritario y paternalista.

Conclusión

Aún no es posible hacer un balance de una reforma muy reciente, afectada por una crisis económica profunda y por la alternancia política del Gobierno. La reforma presenta signos alentadores pero no está exenta de incertidumbre y señales de alarma. Los conflictos agrarios han sido menos frecuentes e intensos, aunque persisten focos aislados de riesgo en regiones indígenas, donde los conflictos se utilizan como instrumento para la satisfacción de otras demandas. Aparentemente se ha detenido el deterioro económico del sector agropecuario, aunque su crecimiento ha sido modesto e insuficiente para compensar los atrasos acumulados. Los ingresos y el nivel de vida de la mayor parte de los sectores más pobres del campo no han disminuido, aunque las aspiraciones y las expectativas creadas por las reformas distan de haberse realizado.

Hay desaliento, confusión e incertidumbre entre los productores rurales; y pese a la movilización reciente de las organizaciones rurales, las instituciones públicas se han mostrado indiferentes o ineficaces al atender sus peticiones.

En la opinión y en los debates sobre cuestiones nacionales, el campo no ha tenido prioridad; los partidos políticos no han formulado propuestas claras y alternativas posibles, y la opinión sólo ha reaccionado ante desastres o enfrentamientos. El debate legislativo sobre el campo ha sido escaso, y ha omitido considerar el problema central: que sin un auténtico desarrollo rural sostenible que combata la pobreza y el atraso no podrá haber en México un progreso económico y democrático. Las soluciones de mediano plazo sólo serán posibles si se logran de inmediato los acuerdos nacionales y se inician los programas que pongan fin a una reforma inconclusa y quizá imperfecta.

*Antropólogo y ex Ministro de la Reforma Agraria de México.

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