La nueva ola progresista: entre la moderación y una derecha intolerante – Por Raúl Zibechi

1.598

Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Por Raúl Zibechi

En algunas ocasiones, un resultado electoral enmascara el panorama político en vez de clarificarlo ya que, desgajado del entorno y de la relación de fuerzas existente, puede confundir a quienes lo observen desde la distancia. Con el paso del tiempo, cuando las corrientes profundas de la sociedad hacen su inexorable trabajo, las posibilidades de cambios se verán mermadas y hasta anuladas.

En los análisis de las recientes victorias electorales progresistas, se suele omitir que llegan a palacio sin mayorías parlamentarias, en sociedades profundamente divididas, donde las derechas se han fortalecido al punto de poder vetar los cambios. Sin olvidar dos hechos adicionales: que los mercados globales juegan en contra de la más pequeña modificación de las reglas del juego y que las fuerzas progresistas a menudo no tienen ni la voluntad ni las propuestas adecuadas para modificar la realidad que heredan.

En muy poco tiempo en América Latina se han registrado seis triunfos de fuerzas de izquierda y progresistas, desde 2018: Andrés Manuel López Obrador en México, seguido por Alberto Fernández en Argentina, Luis Arce en Bolivia, Pedro Castillo en Perú y, sólo a lo largo de este año, Xiomara Castro en Honduras, Gabriel Boric en Chile y Gustavo Petro en Colombia.

Aunque cada caso es diferente —la segunda edición de los progresismos argentino y boliviano contrasta vivamente con la primera— existen campos de fuerza que atraviesan a todos los procesos, que acotan las posibilidades de transformaciones profundas y los alcances que puede tener esta segunda ola progresista.

Para ajustar la comprensión de los procesos en curso, deberían contrastarse con el clima y el contexto de los triunfos que se dieron entre 1999 y 2005 en Venezuela, Argentina, Brasil, Uruguay, Ecuador y Bolivia. En gran medida, esos gobiernos fueron producto de ciclos de luchas populares intensos, que desbarataron la gobernabilidad neoliberal focalizada en privatizaciones de empresas estatales. En no pocos casos, hubo una relación directa entre la pelea callejera y la llegada al gobierno. Algo que no sucede ahora, salvo en el caso de Colombia.

Más allá de algunas situaciones excepcionales, como la errática presidencia de Pedro Castillo, los nuevos gobiernos progresistas deberán convivir con un nuevo escenario, que tiene algunas características comunes y constituye la principal limitación de los nuevos gobiernos. Sin excluir las debilidades y contradicciones internas, las opciones poco claras o definitivamente sistémicas que están tomando, debemos detenernos en ellas antes de pasar a las otras.

La crisis global

La primera limitación es la crisis global y de la globalización, así como la crisis civilizatoria en curso. El creciente enfrentamiento entre Estados Unidos y la Unión Europea con Rusia y China, configura un escenario complejo ante el cual los gobiernos progresistas no parecen sentirse cómodos. La presidenta de Honduras, Xiomara Castro, dio marcha atrás en su promesa electoral de establecer relaciones con la República Popular China para mantenerlas con Taiwán.

En similar sintonía, López Obrador defiende la integración de América —no de América Latina—, para destacar que es el modo de enfrentar el crecimiento de China (Milenio, 9 de junio de 2022). A la vez, se mostró molesto con las exclusiones de Venezuela, Cuba y Nicaragua por parte de Estados Unidos en la Cumbre de las Américas.

Este tipo de equilibrios de presidentes de la nueva ola progresista son moneda corriente. Boric critica frontalmente a Venezuela y Nicaragua. Incluso Petro, que promueve el restablecimiento de relaciones con Caracas, anunció que no le parece “prudente” que Nicolás Maduro asista a su investidura el próximo 7 de agosto.

Imposible ocultar que existe una profunda división en los temas centrales del escenario internacional —invasión de Ucrania, papel de China y Estados Unidos—, pero sobre todo actitudes dubitativas y hasta temerosas de provocar roces con Washington, cuestión que caracteriza al progresismo actual, preso de contradicciones que en apariencia los paralizan.

Los gobiernos de la región necesitan comerciar con China, ya que suele ser su principal socio comercial, pero siguen mirando a Estados Unidos como referente con el cual, con la excepción de Venezuela, Nicaragua y Bolivia, no quieren tener problemas. Por un lado, el bloqueo de Washington contra Caracas —con sus tremendas secuelas económicas— puede estar funcionando como un factor disciplinador para los progresismos. Por otro, los equipos de gobiernos progresistas parecen encontrarse desorientados ante la gravedad de la crisis global, a la que no han podido anticiparse ni encuentran el modo de posicionarse como naciones.

En este punto habría que establecer una clara distinción entre Sudamérica, que tiene una profunda relación comercial con China, y Centroamérica y México que siguen escorados hacia Estados Unidos. El caso de México es el más desconcertante: López Obrador formula críticas verbales, pero está firmemente alineado con su vecino del norte, tanto en la represión a los migrantes como en las relaciones con China.

Las nuevas derechas

El segundo problema que enfrenta la nueva ola progresista es el crecimiento y la movilización de las nuevas derechas. Con la relativa excepción de México, en el resto de los países está tallando una nueva derecha que no tiene el menor empacho en mostrarse como racista y antifeminista, haciendo gala de discursos peyorativos en relación a las mujeres, el aborto, el matrimonio igualitario y las disidencias sexuales.

Durante mucho tiempo las izquierdas, los sindicatos y movimientos populares tuvieron el monopolio de calles y plazas, pero desde la crisis de 2008 la derecha comenzó a ocuparlas de forma casi permanente, como sucedió en Brasil, y en particular en las coyunturas que les resultaron convenientes, como en Argentina, Chile, Perú, y ahora Ecuador. Esta presencia no sólo pone límites a las fuerzas progresistas y de izquierda, sino que a menudo las desconcierta y desmoviliza.

Esta nueva derecha reacciona contra el destacado papel que están jugando las mujeres, los colectivos LGTBQ, los pueblos originarios y negros, a las que considera como amenazas al lugar de privilegio que ocupan las minorías blancas de clase media urbana. Colombia y Brasil han sido los países donde más éxito han tenido. En el primer caso, el impacto de esta derecha se tradujo en el triunfo del No en el plebiscito que debía aprobar los acuerdos de paz entre el gobierno y las FARC, en octubre de 2016. En el segundo, se hizo visible en el masivo apoyo a Jair Bolsonaro, en una sociedad ofuscada y desorientada que permitió que un personaje sin escrúpulos ascendiera a la presidencia.

Estas nuevas derechas han tejido una alianzas con las iglesias evangélicas, con fuerte presencia en barrios populares, pero también con militares, policías y grupos paramilitares que comparten su rechazo visceral a las izquierdas y a la agenda de derechos. En este entramado de intereses no debe descartarse el papel del narcotráfico, y de otros negocios ilegales, en la configuración de fuerzas políticas con amplio apoyo social que desdeñan los valores democráticos y odian a los diferentes.

La militarización de la sociedad

Una tercera limitación, que tampoco afectó a la primera ola progresista, es la creciente militarización de nuestras sociedades. Se trata de un proceso que se viene intensificando desde la crisis mundial de 2008, que atraviesa a todos los países con modos y formas diferentes según sus historias y los niveles de racismo y machismo presentes en cada uno de ellos. Siendo América Latina el continente más desigual del mundo, la intervención de las fuerzas armadas y policiales en el control de las poblaciones persigue congelar esa situación.

Pese a la creación de la polémica Guardia Nacional, dirigida por las fuerzas armadas, la violencia no ha disminuido en México donde se registran índices similares a los que tuvieron los gobiernos anteriores. La militarización creció de forma exponencial: el Programa de Seguridad Ciudadana de la Universidad Iberoamericana de Ciudad de México, destaca que durante el sexenio de Vicente Fox hubo 35.000 militares desplegados en tareas de seguridad pública en y que bajo López Obrador, en mayo de 2022, el número llegó a 239.865 uniformados en las calles. Siete veces más. Peor aún, en sus tres primeros años de gobierno han sido asesinadas 132.088 personas y 67.122 han desaparecido, crecimiento exponencial que permite a algunos analistas asegurar que el sexenio de López Obrador será el más violento de la historia.

El coordinador de dicho programa señala que “la militarización de la seguridad jamás fue un proyecto de uno u otro gobierno, de una u otra ideología, representando más bien una tendencia histórica de raíces estructurales” (Animal Político, 13 de junio de 2022).

El otro gran país de la región, Brasil, presenta tendencias militaristas similares, aunque uno y otro están gobernados por fuerzas que se dicen ideológicamente opuestas.

Mientras López Obrador ha entregado las grandes obas de infraestructura —como el Tren Maya y el Corredor Transístmico— a los militares, Bolsonaro incluyó a 6.157 uniformados en activo o en la reserva en cargos civiles, lo que representa un aumento del 108% respecto a 2016, último año del Gobierno del Partido de los Trabajadores (PT).

El Sindicato Nacional de Docentes de Enseñanza Superior (ANDES) publicó un dossier sobre la militarización del Gobierno de Bolsonaro, en marzo pasado. Asegura que se han creado 216 escuelas primarias cívico-militares, en la que se implementa el modelo basado en las prácticas pedagógicas y en los patrones de enseñanza de los colegios del Ejército, policías militares y cuerpos de bomberos militares. También están nombrando miembros de las fuerzas armadas en servicios básicos como la salud, para evitar que sean ocupados por fuerzas opositoras.

En Chile, Boric hizo campaña electoral prometiendo la desmilitarización de Wall Mapu, pero semanas después de asumir la presidencia volvió a decretar el estado de excepción en la región, enviando incluso más uniformados y blindados que su antecesor, el neoliberal Sebastián Piñera. Tiene escasa utilidad criticar al gobierno o a los grupos mapuche, porque la militarización del territorio mapuche es un asunto estructural, que atraviesa gobiernos de todos los colores, así como dictadura o democracia.

Un aspecto central de la militarización es el despliegue de grupos ilegales integrados por exmilitares y policías, dedicados al control de la población y a hacer negocios con sus necesidades básicas como el transporte, el acceso al gas y la internet.

La ciudad de Medellín ha sido completamente copada por grupos armados con apoyo del Estado que controlan los barrios populares. En esta ciudad se puede constatar “una suerte de reordenamiento criminal del territorio urbano, un reordenamiento impuesto a la fuerza, sobre engaños, dilaciones, mentiras y con la fuerza del Estado” (Rebelión, 22 de junio de 2022).

Estos casos no son excepcionales sino estructurales, porque los Estados latinoamericanos ya no son capaces de gobernar todo el territorio. En Rio de Janeiro, las milicias armadas —herederas de los escuadrones de la muerte nacidos en dictadura— controlan no sólo una parte de las favelas, sino también los conjuntos de edificios del programa estatal Mi Casa Mi Vida creado durante los gobiernos del PT.

El Grupo de Estudios de Nuevos Ilegalismos, de la Universidad Federal Fluminense, estima que el 57% del territorio de la segunda ciudad brasileña está siendo controlado por las milicias, lo que supone que más de seis millones de personas están a merced de los paramilitares. Por eso el sociólogo José Claudio Alves, que estudia las milicias desde hace 30 años, asegura que no son un Estado paralelo, sino el Estado mismo.

En su conjunto, estamos ante una crisis de gobernabilidad democrática en América Latina, que se hizo muy evidente desde las grandes manifestaciones de junio de 2013 en Brasil y de la decena larga de levantamientos, revueltas y protestas que atravesaron la región. Una ingobernabilidad que abarca gobiernos de derecha y de izquierda y que dificulta el despegue de procesos de cambios estructurales. El problema desde el lado de los progresismos, es que buscan resolverla falta de gobernabilidad virando hacia el centro o la derecha, lo que termina estrechando la posibilidad de cambios.

Obstáculos enquistados

Parece evidente que los tres obstáculos principales que enfrentan los progresismos llegaron para quedarse, que no son fruto de una coyuntura sino de largos procesos incubados en las dictaduras de los 70 y 80, pero revitalizados en democracia bajo el modelo extractivista o acumulación por despojo. Petro prometió “desarticular de forma pacífica el narcotráfico”, algo justo y necesario, pero imposible de concretar. No dice cómo piensa hacerlo porque intuye que es un camino estéril: no se puede negociar con fuerzas que rechazan cualquier tipo de acuerdos.

En la misma dirección, aunque Lula gane las elecciones de octubre, el bolsonarismo seguirá vivo y constituirá un obstáculo mayor para su gobierno. Como recuerda el sociólogo Rudá Ricci, hay 25 millones de brasileños “con valores de extrema derecha, fanáticos y que estarán con Bolsonaro en la oposición”. Por lo tanto, habrá caos político y para evitarlo, Lula deberá hacer alianzas con el gran empresariado y la derecha (IHU Unisinos, 8 de julio de 2022).

Como se desprende de este relato, el panorama no es nada alentador, ni para los progresismos ni para los movimientos sociales. Para superar el estado de cosas heredado y no solamente para gestionarlo, los gobiernos de signo progresista deberían construir fuerzas sociales organizadas y contundentes, capaces de neutralizar a las nuevas derechas que los desestabilizan y bloquean los cambios.

Sin embargo, la historia reciente dice que los gobiernos progresistas dilapidaron el entusiasmo popular que tuvieron al comienzo del ciclo, hace ya 20 años. El apoyo que están recibiendo ahora se debe más al rechazo a las ultraderechas, que a un respaldo a sus propuestas y formas de actuación. Podemos decir con Massimo Modonesi que los progresismos se asimilaron al orden existente y rompieron con sus raíces izquierdistas. “De esta manera, se definen en antítesis a las derechas más por una postura defensiva y conservadora que por aspectos propositivos y transformadores”, sostiene el filósofo ítalo-mexicano (Jacobin, 4 de julio de 2022).

La conversión de los progresismos en conservadurismos está arrastrando a buena parte de los movimientos sociales, en particular los más visibles e institucionalizados. Lo más grave, empero, es que tendrá consecuencias nefastas en el espíritu colectivo emancipatorio en el largo plazo, aislando a los sectores más consecuentes y más firmes que, en América Latina, son a su vez los más castigados por el modelo extractivista, como los pueblos originarios y negros, los campesinos y los pobres de la ciudad y del campo.

*Periodista, escritor y pensador-activista uruguayo, dedicado al trabajo con movimientos sociales en América Latina.

Más notas sobre el tema