Bolivia: Estado vs. narcotráfico, tensiones y combates – José Galindo

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Por José Galindo*

El problema del narcotráfico ha vuelto a ocupar los reflectores con acusaciones lanzándose no solo entre partidos rivales, sino entre adversarios de las mismas fuerzas. No se trata, sin embargo, de paranoia infundada, sino de un problema que se perfila cada vez más como un desafío para la construcción de una verdadera estatalidad en Bolivia. No obstante, en política no hay tal cosa como crítica constructiva ni buenas intenciones.

La acusación de estar relacionado con el narcotráfico se ha convertido en un (¿nuevo?) recurso para embestir al adversario político en el país, situación motivada por un miedo a que los tentáculos de organizaciones dedicadas a esta actividad estén extendiéndose en la sociedad. No se trata de una respuesta irracional, debido a que la expansión sobredimensionada de la influencia de carteles dedicados a la producción y la comercialización de drogas ilícitas sobre la economía y la política suele tener repercusiones para nada desestimables. Los ejemplos de Colombia y México son lo suficientemente disuasivos como para prestarle atención a este problema. Aunque es difícil presumir que toda la clase política esté dispuesta a asumir una postura constructiva o propositiva al respecto, cuando existe la posibilidad de explotar réditos políticos solo con el hecho de señalar con el dedo.

La oposición trabaja junto a los medios de comunicación y las directrices provenientes del gobierno de los Estados Unidos para deslegitimar al gobierno del Movimiento Al Socialismo (MAS) como un promotor del narcotráfico, cuando dicho fenómeno tiene causas que exceden la responsabilidad de un masismo que, por otra parte, debe cargar con el estigma de ser una organización con una fuerte participación cocalera en su dirigencia, lo que no evita que la oposición trate de aliarse con el otro movimiento cocalero que presentan como legítimo ante los medios: los productores de hoja de coca del norte de La Paz.

Se trata de una vieja estrategia que tendría que ser adelantada con originalidad si se quiere lograr resultados distintos a los producidos en las últimas décadas. Acusar de narco a Evo Morales y al MAS ha tributado poco a la derecha en cuanto a mermar la popularidad de ambos; algo que sí se logró, no obstante, a través de otro tipo de escándalos, como el del “caso Zapata”. La sociedad boliviana es curiosamente conservadora en algunos aspectos y muy permisiva en otros. Pero es la primera vez que este tipo de acusaciones no se hacen solo en contra de miembros de organizaciones políticas adversarias, sino en contra de compañeros de las propias filas, tanto en el oficialismo como en la oposición.

Narco-fobia

Durante las últimas semanas no ha sido solo la oposición la que ha señalado acusatoriamente a miembros del MAS como supuestos promotores del narcotráfico, sino militantes del propio oficialismo en contra de sus circunstanciales rivales, así como también dentro de la propia oposición. En cuanto a las desavenencias al interior del oficialismo, las narco-acusaciones están en línea con el actual clivaje entre “renovadores” y “tradicionales”.

El hecho de que los narcotraficantes se saquen fotos con ambos lados de la guerra política no solo hace más confusa la situación, sino que da paso a sospechar que los alcances de esta actividad están cada vez más enraizados en la sociedad. Los narcos están en todas partes, y asegurándose la compañía de niveles cada vez más altos en la jerarquía del Estado, tanto en instituciones como la Policía y la Justicia, como en gobiernos subnacionales. Siendo así las cosas, tanto autoridades gubernamentales como legisladores de todas las agrupaciones y partidos deben tener cuidado de con quién posan frente a las cámaras.

La guerra no fue avisada con antelación y, más pronto que tarde, comenzaron a surgir denuncias de supuestos vínculos de políticos con estos empresarios de lo ilícito, hechas por sus más enconados rivales, claro está. Empezando por el polémico diputado Fernando Cuéllar, quien no solo ha desafiado a la cúpula tradicional de su partido, sino que ha acusado al vicepresidente del MAS, Gerardo García, de haber recibido financiamiento de un supuesto narcotraficante. El caso no pudo ser comprobado y, de hecho, resultó teniendo un efecto búmeran, después de que el acusador, incapaz de demostrar sus señalamientos, fue amenazado con juicios por difamación y falsificación material. El nombre del supuesto narcotraficante ni siquiera pudo ser verificado en la realidad. La intención es lo que cuenta, sin embargo.

Lo propio sucedió con otro legislador conocido por sus incendiarias declaraciones en la Asamblea Legislativa, Edwin Bazán, de la opositora Creemos, quien aseguró que el hijo del actual alcalde de la ciudad de Santa Cruz, perteneciente a Unidad Cívica Solidaridad (UCS), estaría vinculado con el narcotráfico a raíz de una fotografía con Ruddy Sandoval Suárez, pretendido empresario afín a la actividad y quien salió a la palestra a defender su buen nombre negando cualquier lazo con la producción o el comercio de drogas. Luego, como si se tratara de una comedia, aparecieron fotos de dicho sujeto con los principales líderes del partido de Barzán, haciendo del efecto búmeran el peligro más probable en este tipo de intercambios mediáticos.

Y en medio de toda esta conmoción, Evo Morales ejerce una función fiscalizadora señalando la ineptitud y falta de voluntad del Ministerio de Gobierno, cuyo titular, Eduardo Del Castillo, hizo acciones poco después de que el exmandatario revelara un conjunto de audios que comprometían a altos mandos de la Policía en el encubrimiento de una fábrica de cocaína en pleno Chapare. Morales está consciente de que ya no es suficiente con solamente demostrar que no está vinculado a esta actividad, sino que, en orden de mantenerse como una alternativa electoralmente viable, debe oponérsele agresivamente, caiga quien caiga.

Narcopolítica y sistema de partidos

Pero la pregunta no es tanto qué lado del espectro político se encuentra más atravesado por el narcotráfico, sino hasta qué punto el sistema de partidos como un todo está relacionado con esta actividad. Esto puede suceder de tres formas: 1) Con narcotraficantes asumiendo roles político partidarios; 2) Por el financiamiento del narcotráfico a ciertas candidaturas; o 3) Por la corrupción directa de puestos de autoridad por parte de organizaciones criminales.

El primer caso suele ser un indicador de que estamos ante la presencia de un posible narcoEstado (aunque la categoría tiene dudoso peso analítico o académico), mientras que los otros dos son fenómenos más o menos generalizados en países que tienen el infortunio de formar parte del circuito del narcotráfico, que es, al mismo tiempo, cada vez más extenso. Cierta excepción debe hacerse con gobiernos subnacionales, debido a que las probabilidades de ser atrapados por actividades ilícitas (incluso fuera del narcotráfico) aumenta a medida de cuán lejos se encuentren de ciudades capitales. El caso del municipio de Warnes es sugerente. Hasta el momento ninguna autoridad gubernamental ni legislador ha sido fehacientemente relacionado con este tipo de delitos.

Respecto al circuito del narcotráfico es interesante notar que si bien hasta principios de los años 90 la ruta de la cocaína iba desde Colombia directamente a los Estados Unidos, y a principios de este siglo se amplió a México, con Bolivia y Perú como proveedores de materia prima, desde 2010 Brasil ha llegado a incorporarse como ruta obligada hacia los lucrativos mercados europeos.

Estado y bandidos

Los emprendedores de lo ilícito, en este caso los narcos, tienen solo tres opciones ante el Estado: 1) Pueden pasarlo de largo (mínima capacidad de control estatal); 2) Pueden comprarlo (mediana capacidad de control estatal); o 3) Pueden intimidarlo (nula capacidad de control estatal).

La primera sucede cuando el Estado tiene la genuina intención de luchar contra la perpetración de actividades ilícitas en su territorio, pero no tiene la capacidad institucional para imponerse; la segunda cuando el Estado tiene capacidad de control, pero carece de los mecanismos suficientes como para regular a sus propias autoridades e instituciones; y la tercera cuando el Estado ha perdido una de sus capacidades definitorias: el monopolio del uso de la fuerza legítima.

El caso boliviano corresponde a la segunda categoría, dado que su aparato institucional logra interceptar ciertas actividades ilícitas dentro de su territorio, pero no en niveles satisfactorios, es decir, sufre de un déficit de institucionalidad y capacidad de control sobre su propio territorio. Las normas siguen ahí, al igual que autoridades gubernamentales dispuestas a enfrentar hechos ilícitos, aunque en muchos casos con altos niveles de ineptitud. El Estado boliviano es pequeño en relación a su territorialidad, al menos en cuanto a criterios institucionales, que van más allá de lo que puedan o no hacer las Fuerzas Armadas y la Policía.

Pequeño paréntesis: capacidad institucional podría interpretarse como densidad institucional sobre el territorio, que ha sido trabajada por organismos internacionales como el PNUD y su Índice de Densidad Estatal diseñado para estudiar al Perú, y que el politólogo Marco Just ha aplicado a Bolivia, revelando, sin sorpresas, que nuestro Estado tiene poca densidad en una amplia extensión de su territorio; dicho índice mide la densidad estatal de acuerdo a cinco criterios: justicia, educación, saneamiento básico, identificación y electricidad.

Digamos, criterios mínimos para sentir que existe un Estado cerca. Fuerzas Armadas y Policía, por otra parte, son aparatos represivos del Estado que pueden contribuir al desarrollo de la sociedad en términos socioeconómicos, pero no pueden reemplazarlo plenamente. Son parte del Estado, no “el Estado”.

Violencia y deslegitimación de la democracia

Ahora bien, ¿cuáles suelen ser las consecuencias de que un Estado se encuentre a merced del crimen organizado, particularmente el abocado a actividades de narcotráfico? A criterio de Peter Andreas, uno de los principales investigadores del área, estas suelen ser violencia y deslegitimación de la democracia como forma de gobierno.

En definitiva, aunque las drogas por sí mismas difícilmente pueden provocar la decadencia de una sociedad o el declive de un Estado, las organizaciones que las comercian sí pueden inducir una crisis estatal por el simple hecho de que están construyendo algo llamado paraestatalidad al competir con el Estado no solo por el monopolio de la fuerza, sino al imponer su propia y particular autoridad sobre determinados territorios y deslegitimar las instituciones democráticas por su inefectividad para combatir este mal. “Acá, yo soy la ley”. El problema no es moral, sino político. Es cuestión de poder.

Al mismo tiempo, tratar de afirmar el poderío estatal sobre las organizaciones criminales a través de la simple coerción tiene inconvenientes y limitantes. La evidencia empírica proporcionada por los casos colombiano y mexicano demuestra que cuando las Fuerzas Armadas se involucran directamente en la lucha contra el narcotráfico suelen hacerlo a un alto costo, como es el aumento exponencial de casos de violaciones a los Derechos Humanos en sectores de la población no necesariamente involucrados con el narcotráfico. El resultado es el mismo si se militariza a la Policía. Y es que involucrar a las Fuerzas Armadas en operaciones de lucha contra el narcotráfico suele hacerlas vulnerables a ser corrompidas.

En cuanto a las limitantes se señala que tanto la Policía como el Órgano Judicial están afectados por altísimos índices (a veces alcanzando proporciones novelescas) de ineptitud y corrupción. La capacidad para ejercer control sobre su propio territorio por parte del Estado es limitada; y esto expresándolo de forma condescendiente.

Entendamos que el ejercicio de la violencia por parte de las organizaciones criminales es menos arbitrario de lo que suele creerse, al ser costosa para los negocios. Los empresarios del narcotráfico no pueden recurrir a cortes judiciales para resolver sus desacuerdos, así que solo tienen la intimidación y la fuerza, por lo que los tiros se reservan preferentemente para organizaciones rivales o autoridades gubernamentales y judiciales que consideren molestas. De todos modos, lo que preocupa acá es que otros fuera del Estado puedan ejecutar a alguien.

Narco-sociedad

Las organizaciones criminales no solo tienen cierta capacidad de control territorial que raya la paraestatalidad, sino que cuentan con aparatos de financiamiento que les permiten comprar protección y justicia, en vez de tener que recurrir directamente a la violencia, que no siempre es buena para los negocios.

Dicha capacidad financiera no solo les permite comprar el ojo ciego del Estado, sino que es altamente seductor para juventudes, buscando formas de enriquecerse rápidamente o simplemente para salir de la pobreza más extrema, lo que, hasta cierto punto, les facilita financiar un ejército de reserva de trabajadores dispuestos a romper la ley, sin estar conscientes ni atentos a las consecuencias de sus acciones.

Sociedades altamente consumistas, donde la idea de éxito está directamente relacionada con la ostentación de riqueza, son particularmente propensas a caer en las redes de este tipo de organizaciones. Nosotros no, nosotros somos muy espirituales.

En ese sentido, la apuesta por el desarrollo podría terminar funcionando mejor que la apuesta por la violencia estatal y la militarización de la lucha contra el narcotráfico.

*Cientista político boliviano, analista de La Época.

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