Urge poner fin a la bota militar – Por Francisco Xavier Hurtado Caicedo
Urge poner fin a la bota militar
Por Francisco Xavier Hurtado Caicedo*
Doce días han transcurrido de seguir, a la distancia,[1] la masiva y polarizada información sobre el Paro Nacional en Ecuador. Navego entre ella y como punto de partida de este análisis, señalo que se ha informado ya de al menos 5 personas fallecidas y decenas de heridos, constatación de que el gobierno ha emitido dos respuestas incongruentes a la creciente multitud movilizada a nivel nacional. Por una parte, una campaña de comunicación sobre su supuesta apertura al diálogo para alcanzar la paz, junto con una serie de medidas anunciadas, poco meditadas, que no han satisfecho a las organizaciones convocantes, por considerarlas irrisorias. En contrapartida, esta aparente respuesta política favorable a las reivindicaciones, sucedió después de la decisión de criminalizar y reprimir sistemáticamente la protesta, inaugurada con un acto de soberbia y miopía política al final del primer día, la detención de Leonidas Iza Salazar, presidente de la CONAIE, atizando un malestar generalizado que venía macerándose desde el inicio de la más reciente crisis económica que arrancó en 2014.
Mientras escribo, nueve provincias en Ecuador están bajo estado de excepción,[2] la fuerza pública —policías, militares y en algunos casos policías municipales— de manera sistemática está reprimiendo la protesta social, militarizando el espacio público, criminalizando organizaciones y dirigentes. Como resultado, bulle en redes sociales imágenes y videos de las violaciones a derechos humanos, tal vez la más visible y lamentable, la muerte violenta de Guido Guatatuca provocada por el impacto de una bomba lacrimógena, disparada directamente a su rostro. Al mismo tiempo, se registra un incremento de acciones violentas provocados desde la sociedad —casos aislados por parte de manifestantes frente a la masividad de la protesta,[3] la posible actuación de infiltrados o de delincuencia común y hasta el brote de respuestas reaccionarias y fascistas[4]—, pese a los llamados de varias organizaciones a que la protesta sea pacífica.[5]
En este contexto, me interesa alertar sobre la deliberada construcción de un supuesto “enemigo interno a combatir”, cuyas características amenazan con el probable uso de la fuerza ‘letal’ contra miles de manifestantes. Este relato emerge desde el gobierno, al que se han sumado acríticamente una parte del gremio agroexportador, algunos medios de comunicación masiva y digitales, varios periodistas, junto con una serie de ‘influencers’ en redes sociales, entre ellos abogadas y abogados, que divulgan argumentos para un discurso riesgoso para la democracia. Este análisis, se advierte, intenta no quedarse en una mirada coyuntural, pretende ubicarlo en el contexto histórico más reciente así como en un análisis integral de la violencia.
Al respecto, parafraseando a Meagan Day (2020), a la clase dominante de cualquier país le interesa a toda costa hacer creer a la población que la causa del colapso fue algo natural, predestinado e intratable —dios, el narcotráfico, las fluctuaciones del mercado, el salvajismo de un virus, la irracional e injustificada protesta—. Ese desplazamiento de la responsabilidad a las abstracciones, desde mi punto de vista, tiene en Ecuador tres fines: 1) eludir la responsabilidad por la negligente gestión política; 2) encubrir las causas que estructuran la desigualdad creciente, normalizándolas; 3) Mantener inalterada la situación actual, vía la imposición legal y a través de la violencia, en caso de ser necesario.
En la otra orilla de ese río agitado, la mayoría de habitantes del país —ecuatorianos e inmigrantes—, así como todos quienes habitamos en la diáspora, con el pasar de los meses y años, sentimos los impactos de una continuada gestión política del Estado que tiene, como resultado final, el empobrecimiento de sectores cada vez más grandes, la precarización de las condiciones de trabajo y el aumento de una brecha de desigualdad intolerable. Un evidente conflicto de clase, con notorias expresiones racistas y patriarcales.
¡Sí hay detonante! La violenta desigualdad
El actual conflicto político gira alrededor de una primera pregunta ¿hay una razón legítima para protestar? El 16 de junio el presidente Guillermo Lasso se dirigió al país y afirmó que ‘no hay detonante que justifique la violencia’, la respuesta de la CONAIE, a través de una etiqueta en redes sociales respondió: #SíHayDetonante que legitima la protesta social. Cualquier análisis que no considere la aberrante brecha de desigualdad corre el riesgo de quedarse en verdades superficiales que desvían la atención sobre lo fundamental.
La desigual situación que enfrentan los hogares en 2021 ha empeorado, en comparación con la que se vivió en el año 2019, cuando ocurrió otro estallido social, meses antes del brote de Covid-19.[6] Pese al masivo reclamo popular de entonces y al cambio de gobierno, la pobreza y la precarización laboral siguieron aumentando, sostenida en una estructura económica evidentemente inequitativa, hecho que se puede verificar en la comparación de varios indicadores calculados por el INEC, para los años 2019 y 2021.[7]
A contrapelo de un deliberado interés del gobierno y varios medios de solo centrarse en los ‘promedios nacionales’ o en los indicadores de ‘Quito o Guayaquil’, en la tabla 1 se observa la gravísima brecha de desigualdad que existe entre esos dos cantones, los más poblados y que concentran al 32% de la población, al compararlos con la zona urbana y rural y expresada de mejor modo en el contraste con las tres provincias que registran los peores indicadores sociales en cada una de las regiones geográficas del Ecuador continental.[8]
Tabla 1. Situación socioeconómica de los hogares en Ecuador [2019]
Al final de 2019 la tasa de pobreza multidimensional afectó a 1 de cada 10 hogares en Quito (7.9%) y a casi 3 de cada 10 en Guayaquil (23.8%), mientras que en la provincia de Morona Santiago afectó a 8 de cada 10 (75.9%) y en Chimborazo y Esmeraldas a 6 de cada 10 (63% y 62%). Esta brecha es de 45 puntos entre los hogares de la zona urbana (22.5%) frente a la zona rural (67.7%). Así mismo, la pobreza por ingresos refiere una tendencia similar, así 4 de cada 10 hogares campesinos —indígenas, negros, montubios y mestizos— recibían ingresos menores a USD 85 dólares mensuales, es decir, apenas el 22% del salario básico de ese año (USD 394), mientras que el costo de la canasta básica familiar en diciembre fue de USD 715.
#Quito 🔴 Mujer indígena enfrenta a la Policía con una bandera de #Ecuador, les dice que le maten, que su lucha es por los derechos de los pobres, gracias a quienes ellos también comen. Ocurre luego de la gran represión en alrededores de la #CasaDeLaCultura. #ParoNacionalEc2022 pic.twitter.com/xbglUPy14q
— 𝕃𝕒ℝ𝕒𝕕𝕚𝕠.𝔼𝕔 (@laradioecuador) June 24, 2022
En cuanto al empleo, mientras que en Quito el 55% de la población económicamente activa (PEA) tuvo empelo adecuado en 2019, en ninguna de las provincias analizadas esta tasa superó el 25% —Morona Santiago (13.9%), Chimborazo (16.1%) y Esmeraldas (21.7%)—. En contraposición, una buena parte de la PEA trabaja en condiciones precarias. Quito registra nuevamente una mejor situación en la comparación, 3 de cada 10 personas trabajan precariamente y el sector informal representa al 20%. En el l otro extremo, en Morona Santiago (83%), Chimborazo (79.2%) y Esmeraldas (65.4%) la mayoría trabaja precariamente. Como consecuencia el porcentaje de trabajadores en el sector informal es mayor, llegando al 80% en Morona Santiago. Así mismo, el acceso a servicios básicos confirma la desigualdad. Mientras que en Quito el acceso es casi universal (97%), en Guayaquil se reduce en casi 17 puntos (80%), en Chimborazo la mitad de los hogares no accede (51%), y en Esmeraldas y Morona Santiago 6 de cada 10 hogares tampoco (41.2% y 38.4%).
Y si bien la crisis económica global que derivó de la caída de los precios del petróleo en 2014 junto al terremoto de abril de 2016, exigió un cambio de medidas económicas en los últimos años del gobierno de Rafael Correa, como resultado de la gestión de los gobiernos de Lenín Moreno y Guillermo Lasso, ejecutores de la despiadada implementación de las condiciones adversas pactadas en marzo de 2018 con el Fondo Monetario Internacional, incluida la negligente gestión de la política pública para enfrentar la emergencia sanitaria,[9] tienen como resultado un agravamiento de esta situación, que se traduce en el incremento de la brecha de desigualdad, tanto entre el campo y la ciudad como entre las clase popular y las más ricas.
Para el año 2021, a través de los colores** en la tabla 2, se observa la intensidad del deterioro de los indicadores de 2019, con excepción de Chimborazo que registra una ligera reducción de la pobreza. Se alertan tres cosas. En primer lugar, que el deterioro de la pobreza y la precarización del trabajo en estos 2 años ha sido más intenso en la zona urbana que en la rural. En Quito, por ejemplo, la pobreza por ingresos creció 6 puntos (18.5%) y el empleo adecuado se redujo 10 puntos (45.2%). En consecuencia, más personas pasaron a trabajar en condiciones precarias (41.8%), ha crecido el desempleo (11.8%) y el sector informal (25.6%).
En segundo lugar, la reducción de la pobreza en Chimborazo, podría explicarse por una ampliación en el acceso a servicios básicos —que son públicos y están a cargo de gobiernos locales—, indicador que creció en casi 8 puntos. Sin embargo, la precarización del trabajo y el desempleo continuaron deteriorándose, política a cargo del gobierno nacional. Y en tercer lugar, que en la zona rural el 68% de los hogares enfrentan pobreza multidimensional, el 41.7% gana menos de USD 84.71 mensuales, es decir, el 21% del salario básico (USD 400), el 79% de la población económicamente activa trabaja precariamente, frente al costo de la canasta básica que a diciembre de 2021 fue de USD 720.
Esta intolerable realidad se torna más violenta al constatar que la población trabajadora es mayoritariamente campesina y pescadora (32.9% los hombres – 29.7% las mujeres), comerciante(15.5% – 22.8%) —incluida aquellos que trabajan en el espacio público—,[10] obrera en las fábricas(11.4% – 8.5%), albañiles y otros servicios de la construcción (9.9% – 0.5%), choferes (8.9% – 0.9%) y trabajadoras del hogar (0.2% – 4.9%). En suma, el 79% de la PEA masculina y el 67% de la femenina se concentran en estas actividades.
Desde una perspectiva de género, las mujeres enfrentan mayor precariedad en el trabajo (67% de la PEA) que los hombres (57.3%), además, casi el triple de mujeres realizan trabajos no remunerados (17.5%) en comparación con ellos (6.3%). En este contexto, la mayor evidencia de que la estructura social y económica es marcadamente patriarcal es el monto de riqueza anual que generan los trabajos no remunerados —cuidado a miembros del hogar, trabajos en el hogar propio o trabajos para otros hogares y para la comunidad—. En el año 2017 representó un valor agregado bruto (VAB) de 19,873 millones de dólares, es decir, el 19.1% de participación respecto al PIB. Este valor es superior a cada una las actividades remuneradas que participan del PIB,[11] son realizados primordialmente por las mujeres (14.5%) y en muy menor medida por los hombres (4.6%). Como resultado, de cada 100 horas de trabajos no remunerados, 77 las realizan ellas, con una particularidad, no existen diferencias significativas por grupo étnico, tampoco entre la zona urbana y rural, pero sí se incrementa en los hogares con menos ingresos o con menor nivel de educación.
Esta situación se agravó como resultado de la gestión de la pandemia. Alejandra Santilla Ortiz (2020) refiere que durante el confinamiento se prolongaron las horas de trabajo no remunerado, intensificadas por la necesidad de cuidados de la niñez y de las personas adultas mayores y el trabajo de sostenimiento emocional que acarrea. A esto debemos sumar el duelo nacional colectivo durante la pandemia. Entre el 1 de enero de 2020 y el 10 de abril de 2022, se registra un exceso de fallecidos que ya supera las 80,000 personas sobre el promedio registrado entre 2015 y 2019, cuya burda y violenta expresión fueron los cuerpos abandonados por el Estado en los domicilios de familias populares de Guayaquil o en las calles, entre marzo y abril de 2020 (Observatorio Social del Ecuador, 2022).[12]
Una vuelta de tuerca más
Los datos desagregados de la ENEMDU 2021 develan una estructura de desigualdad clasista y racista. En los dos quintiles de menos ingresos el ‘trabajo adecuado’ prácticamente no existe, 1% y 11.3% respectivamente. A menor nivel educativo este igual se reduce, en el caso de quienes no acceden a educación hasta el 8.6%, frente al 56.2% de personas con educación superior. La población indígena (15.1%) y montubia (18.6%), seguida por la afroecuatoriana (29.4%) acceden a trabajos adecuados en menor medida que la población mestiza (35.3%) y blanca (40.1%), con una brecha de 25 puntos en los extremos. Y, al desagregar por edad, las y los adolescentes entre 15 y 17 (1%), las personas de más de 64 años (10.9%) y los jóvenes (27.8%) acceden en menor medida a trabajos adecuados que los otros dos grupos de edad. En el pasaje general, el trabajo en condiciones dignas no es una realidad casi para ningún grupo de la sociedad. En el quintil 5 de mayores ingresos llega a 67%.
Esta lacerante situación que enfrenta la mayoría de población, tiene como contrapartida, que los cinco primeros ingresos que el Ecuador recibe del exterior se fundamentan en el trabajo que decenas de miles de trabajadores realizan en los hogares, en las plantaciones agrícolas, en los barcos pesqueros, en las fábricas, en las industria petrolera, en el transporte de trabajadores y de mercancías o en las minas, sumado al trabajo que realizamos centenas de miles de emigrantes, muchos de ellos indocumentados —principalmente en Estados Unidos, España, Italia, México, Chile, Perú , Colombia, Reino Unido, Suiza, Alemania, Francia y Bélgica— que enviamos remesas a familiares.
Y si bien predomina en varios análisis el relato del ‘podio de los productos de exportación’ —oro para el petróleo, plata para el camarón y bronce para el plátano—, desde una mirada crítica, se verifica que el Ecuador depende, en mayor medida, del trabajo para la exportación de productos primarios y de las remesas, y en menor medida, del trabajo para la producción industrializada.
Como se observa en la tabla 4, nueve productos primarios agrícolas constituyen el primer ingreso del Ecuador, seguido por el petróleo crudo y en tercer lugar el envío de remesas de emigrantes. Les siguen ocho productos industrializados no petroleros y en quinto lugar los derivados industrializados de petróleo. En el 2021, sin contar el monto de remesas, los 9 productos primarios agrícolas (42.5%) junto con el petróleo y sus derivados (32.2%), representaron en total el 74.7% de las exportaciones. Los 8 productos industrializados el 9.1%. Y el resto de productos primarios e industrializados que se exportaron representaron el 16.1%.
Así, mientras que los agroexportadores reciben ingresos millonarios, las y los trabajadores que los cosechan enfrentan los peores indicadores sociales. El Departamento del Trabajo de Estados Unidos reportó que en el 2020, el 8.2% de niñas y niños entre 5 y 14 años en Ecuador están sometidos a trabajo infantil. De ellos, el 89.9% trabajan en la producción de plátanos, café, cacao, aceite de palma, flores y abacá,[13] incluido el uso de productos químicos y machetes, y también en la pesca. El 8.1% en servicios que incluyen al trabajo doméstico, trabajo en las calles, la mendicidad, el lustre de zapatos y la venta de periódicos. Y un 2% en las industrias de minería de oro, ladrilleras y construcción.[14]
En este contexto, Jonathan Báez, en base a datos del SRI para el año 2015, alerta que la brecha entre los grupos económicos con ingresos más bajos (quintil 1 – USD 1,148 millones) con los grupos de mayores ingresos (quintil 5 – 34,109 millones) es del 97%. Sin embargo los quintiles que más ganan pagan menos impuestos en proporción con sus ingresos. “En los quintiles 4 y 5 se genera un impuesto a la renta que corresponde al 2.09% y 2.27% respectivamente; en los quintiles 1 y 2 esta proporción es del 2.85% y 2.64%”, que si bien parece mínima, la cantidad de dinero es significativa. Así mismo, el porcentaje de impuestos recaudados mantiene la misma tendencia, los grupos económicos del quintil 5 pagan el 10.54%, mientras que los del quintil 1 pagan el 26.97% (Báez, 2017).
Además, de acuerdo con los registros de ‘Panama Papers’ analizados por Báez (2017), los grupos económicos usan paraísos fiscales para evadir impuestos. Los del quintil 5 tienen más integrantes domiciliados en paraísos fiscales (135 sociedades), mientras que los del Quintil 1 lo hacen en menor medida (33 sociedades), la mayoría ubicados en Panamá (Báez, 2017). A esto se suma que la más reciente publicación sobre paraísos fiscales, denominada Pandora Papers, reveló los vínculos del actual presidente del Ecuador, Guillermo Lasso, ex dueño formal del Banco de Guayaquil, con 10 sociedades offshore y fideicomisos en Panamá, Dakota del Sur y Delaware.[15]
Hay detonante, claro que sí. La violencia económica histórica y estructural del país. Tal como lo analizan Cajas Guijarro y Pérez Almeida (2021), las élites económicas ecuatorianas mantienen precios ‘competitivos’ en el mercado internacional a través de ventajas absolutas de costo basadas en la sobre-explotación de trabajo y la naturaleza, a la que se suma la evasión de impuestos a través de paraísos fiscales (Báez, 2015). Esto les permite incrementar sus millonarios patrimonios gracias al trabajo, la naturaleza, el dinero y los cuidados ‘baratos’[16] de los que se aprovechan (Patel y Moore, 2019). Este es un factor determinante que configura la dialéctica de la dependencia de un país primario exportador (Sader, 2009; Marini, 1973).
Al final de 2019 la tasa de pobreza multidimensional afectó a 1 de cada 10 hogares en Quito (7.9%) y a casi 3 de cada 10 en Guayaquil (23.8%), mientras que en la provincia de Morona Santiago afectó a 8 de cada 10 (75.9%) y en Chimborazo y Esmeraldas a 6 de cada 10 (63% y 62%). Esta brecha es de 45 puntos entre los hogares de la zona urbana (22.5%) frente a la zona rural (67.7%).
La construcción de un ‘enemigo interno’ y la amenaza de la fuerza ‘letal’
La Organización de Naciones Unidas ha declarado que la erradicación de la pobreza es un tema urgente de derechos humanos, en el que el Fondo Monetario Internacional ha jugado un rol determinante que imposibilita su erradicación y ha provocado violaciones de derechos económicos, sociales y culturales. El Relator Especial sobre la extrema pobreza y los derechos humanos, en un informe publicado en 2018, un año antes de la aprobación de la Carta de Intención enviada por el Gobierno de Lenín Moreno al FMI, entre otras cosas afirmó:
La pobreza extrema es abyecta, viola los derechos básicos y es una opción política. El FMI debe ir más allá de considerarla tan solo como un elemento abstracto más del balance general […]
La consolidación fiscal […] no es neutral; puede reforzar a las élites, favorecer a los pobres, o estar orientada a muchas opciones intermedias. La consolidación de límites del déficit, límites de la deuda y límites máximos del gasto reduce las posibilidades de que los votantes influyan en una amplia gama de prioridades económicas y sociales fundamentales […]
En un mundo que está sufriendo ahora las consecuencias del enfoque sesgado
que adoptó el FMI respecto de la globalización, así como de su insistencia en aplicar un modelo de consolidación fiscal que relegó las consecuencias sociales a un segundo plano, el Fondo no solo es responsable del pasado, sino que determinará también si el futuro es diferente [o no]. Hasta la fecha, el FMI ha sido una organización con un gran cerebro, un ego malsano y una conciencia diminuta.”[17]
La violencia económica a la que nos referimos, acrecentada por el cumplimiento de las condiciones de ajuste estructural dispuestas por el Fondo Monetario Internacional en marzo de 2019, ha provocado un malestar popular que ha ido adquiriendo proporciones cada vez más grandes. Y que se ha macerado en la negligente gestión de la pandemia.
Así, más allá de la retórica del diálogo, de una supuesta obligación moral de sacrificio nacional, del cansino y agotado traslado de la responsabilidad de ‘todos los males al correísmo’ o de echar la culpa al salvaje virus para explicar el actual colapso sistémico; en la práctica el Estado, en menos de tres años, respondió a la protesta social contra la desigualdad con la emisión de estados de excepción, la militarización de la sociedad, medidas excesivamente largas de confinamiento y el despliegue de la represión, que han derivado en la criminalización, en centenas de heridos, malos tratos y tortura y hasta ejecuciones durante las protestas.
Sin embargo, recientemente ha emergido un nuevo mensaje aún más riesgoso para la democracia, minando toda intención de diálogo, convertido en justificación absoluta de la represión. El gobierno ha configurado un ‘enemigo interno al que hay que combatir’, que ha sido perfilado con perversas asociaciones entre el narcotráfico y la inseguridad como supuestos manipuladores, financiadores y hasta únicos beneficiarios de la protesta social, esgrimido funcionarios y ex funcionarios de gobierno:
Hay que unir todo, aquí no existe nada aislado, esta es una confabulación y desde luego que hay dinero del crimen organizado, del narcotráfico en toda esta confabulación, repito, en contra de la República. Estas personas que no se quién les ha dado el tutelaje de la democracia, definen quien debe estar en el poder, quién debe salir y cuál es el plazo.[18]
Las Fuerzas Armadas contemplan con enorme preocupación la manipulación de la protesta social, el crecimiento de la violencia por parte de quienes han rechazado el diálogo. […] Pero existe un hecho aún más grave, estas acciones coinciden con el brutal ataque criminal que el país ha venido sufriendo por parte de los narcotraficantes y el crimen organizado. Estas acciones van más allá de la protesta ciudadana, se trata de un intento deliberado de utilizar la violencia armada para atentar contra la democracia, amenazar a las instituciones.[19]
¿Quiénes se benefician del caos en el país? ¿Quiénes pescan a río revuelto? Y ahí hay que decirlo claramente, […], sólo las actividades criminales se benefician de esta distracción de la policía nacional. Si en el Ecuador existen 50,000 policías y tienen que destinarse más de la mitad de esa cantidad […] para atender un asunto de orden público, téngalo por seguro que hay muchas investigaciones que se van a descuidar […] No normalicemos la extorsión como una forma de hacer política, al vandalismo hay que llamarlo por su nombre.[20]
No vamos a dejar que nos condicionen, vamos a mantener los mismos dispositivos. Y estas posiciones de diálogo con estas respuestas como las del puyo [se refiere al escenario en que Byron Guatutuca fue asesinado], están demostrando que ellos no están pretendiendo buscar el diálogo. Si las recomendaciones del Ministerio del Interior y la Policía Nacional, nosotros mantendremos tal cual las posiciones […] Estos actos irracionales no son protesta social, son actos criminales…”.[21]
Desde que empezó el paro nacional convocado por la CONAIE, al que cada día se siguen sumando más organizaciones y miles de personas de forma espontánea, que incluyen la organización de otro sector que se manifiesta en contra de la protesta inicial, este mensaje que afirma la existencia del ‘enemigo interno a combatir’ se fortalece a través de tres mecanismos que se analizan a continuación. 1) el rol del derecho y el discurso de aparente legalidad para justificar la violencia estatal, 2) el rol de ciertos medios de comunicación e ‘influencers’ de redes sociales para esparcirlo, y 3) una forma tergiversada de interpretar la violencia.
¿Jugada maestra? No, legalización de las violencias
El 20 de junio de 2022, mientras la Asamblea Nacional intentó cumplir con su facultad de control político al estado de excepción de 17 de junio de 2022, el Presidente emitió un nuevo decreto derogando al anterior. Con ello evitó que una mayoría parlamentaria lo derogue. Pero ese decreto también dispuso que las medidas adoptadas a su amparo —convertir a Quito en zona de seguridad a cargo de las Fuerzas Armadas o la conversión de la sede de la Casa de la Cultura en cuartel policial— se mantengan vigentes.
Dos días después, el 22 de junio, 8 jueces de la Corte declararon, tardíamente, la constitucionalidad parcial del decreto derogado. Por lo que las recomendaciones hechas al ejecutivo sobre la libertad de reunión o el establecimiento de zonas de seguridad que contiene el dictamen, si bien podrían ser relevantes en una discusión jurídica, en la práctica son inocuas porque la fuerza pública está actuando ahora al amparo legal de otro decreto ejecutivo.
Hace casi 3 años, el estado de excepción de 3 de octubre de 2019, emitido el primer día del estallido social, también fue declarado parcialmente constitucional con condiciones —que las restricciones a los derechos no afecten la protesta pacífica y que se aplique el uso progresivo de la fuerza—. Eso no evito que el Estado desplegara la violencia, atizando el conflicto y provocando graves violaciones a derechos humanos —detenciones arbitrarias, tortura y ejecuciones, entre ellas las víctimas de traumas oculares, heridos por perdigones y la muerte de manifestantes—.[22]
De igual modo, el estado de excepción dictado el 17 de marzo de 2020 para enfrentar la emergencia sanitaria, renovado por tres ocasiones, también fueron declarados por la Corte como constitucionales, con condiciones y lineamientos. Irónicamente, esos dictámenes permitieron que el estado de excepción dure 6 meses, el doble del tiempo permitido por la Constitución. Como resultado, nuevamente se militarizó la cotidianidad, se dispuso un toque de queda, que en su momento más intenso fue de 15 horas diarias y su ejecución no se tradujo en un control adecuado de la pandemia. Al contrario, ese medio año fue aprovechado para seguir ejecutando las condiciones pactadas con el FMI, precarizando aún más las condiciones del trabajo, reduciendo el tamaño del Estado, pagando deuda y violando incluso el acuerdo alcanzado en el estallido social.
Estos dictámenes de constitucionalidad, pese a sus aparentes buenos propósitos de condicionar o limitar su alcance, en la práctica no son acatados. Todo lo contrario, han sido funcionales al gobierno de turno para revestir ya no sólo de ‘legalidad’ sino también de ‘constitucionalidad’ al ilegítimo despliegue de violencia física contra el pueblo. En ese sentido la Corte Constitucional no ha prohibido, todo lo contrario ha permitido, con matices laxos, la violación de múltiples derechos de la población.
Lo mismo ha vuelto a ocurrir con el decreto ejecutivo 455,[23] con una particularidad que no puede pasarse por alto. El 17 de junio se filtró el decreto firmado por el presidente, en el que se prohibió absolutamente la protesta social, se restringió gravemente las libertades de expresión, información y comunicación y se incluyó, como parte del uso progresivo de la fuerza, una autorización expresa a la fuerza pública para que hagan uso de la fuerza letal.
Como resultado de la presión mediática y en redes sociales, se oficializó una ‘nueva versión’ del decreto, con el mismo número 455, eliminando la restricción a la información y la palabra ‘letal’. Y aunque un sector ha llamado ‘borrador’ a la primera versión, éste constituyó la voluntad política original, escrita en formato jurídico, que está adoptando la represión en curso, la cual coincide con perfil del supuesto ’enemigo interno al que hay que combatir’, y que la Corte ha declarado parcialmente constitucional. Esta deseo de la élite económica y política de masacrar a la población tuvo ya un antecedente, el Acuerdo Ministerial 179 de 29 de mayo de 2020, que también estableció el uso de fuerza letal en contextos de protesta social.[24]
Además, el acto en apariencia ‘legal’ de emitir un nuevo decreto de estado de excepción (459) para evitar el control político y constitucional del previo (455), lejos de ser una ‘jugada maestra’, es arbitrario y peligroso porque el carácter extraordinario de esta medida intrínsecamente implica limitar varios derechos humanos, en un contexto histórico en que tanto Ecuador como el resto de países de la región latinoamericana se han caracterizado por violarlos gravemente, amparados en estas normas secundarias.[25]
Pero este ejercicio deliberado de revestir de ‘legalidad’ o ‘constitucionalidad’ no se restringe solamente a las graves violaciones a derechos civiles y políticos que, mayoritariamente, quedan en la impunidad y el olvido.[26] También la violencia económica estructural que hemos analizado —normalizada culturalmente y que a los grupos dominantes no les interesa que se modifique sustancialmente— también ha sido revestida de ‘legalidad’ a través de varios mecanismos normativos e institucionales que facilitan la hiper-acumulación de millones de dólares en manos de pocos grupos económicos nacionales, vinculados con otros transnacionales.
Al respecto, siguiendo el análisis de David Harvey (2003), Estos grupos, si bien no necesitan inexorablemente del Estado para funcionar, pueden de todos modos operar mejor y ganar más dinero en el marco de estructuras institucionales y leyes que protejan de manera amplia su propiedad privada, que den seguridad a sus inversiones, que garanticen sus libertades de empresa y de contratar —incluidas las relaciones de trabajo—.
En Ecuador, la protección del Código Civil a la propiedad privada casi sin límites, las normas sobre comercio, finanzas y compañías privadas, las constantes reformas para crear privilegios tributarios o condonación de intereses que les favorecen, la creación de regímenes especiales —como las zonas francas, los fideicomisos en el exterior o los mecanismos que despojan a los habitantes de sus tierras— son expresión del recubrimiento de ‘legalidad’ a la estrategia económica de acumulación basada en la explotación del trabajo y la naturaleza.
Y en determinadas ocasiones, cuando la situación social y económica se vuelve crítica, la clase dominante es capaz de adoptar medidas aún más violentas que producen shock. El feriado bancario y la dolarización son ejemplo burdo de ello, punto de inflexión de un significativo incremento en la salida de centenas de miles de ecuatorianos. O el ajuste marcoeconómico vía endeudamiento con condiciones que trasladan casi todo el peso de la crisis a la mayoría de la población, como es constumbre del FMI.
El derecho, siguiendo el análisis de Oscar Correas (1993, 1980), tiene como función la reproducción de las relaciones sociales existentes y “se caracteriza por organizar el monopolio de la violencia en una sociedad”. Todas las leyes tienen un carácter represivo —sea por que son de obligatorio cumplimiento o por que pueden imponerse con la fuerza pública—. Y agrega que los Estados modernos no han producido normas, salvo pocas excepciones, para remover las causas que generan el emporecimiento de la mayoría de la sociedad. Como resultado la forma económica actual que produce la desigualdad ha sido legalizada y su legalización esconde su carácter injusto y violento.
… el derecho puede aparecer como un discurso inocente, organizador de conductas socialmente benéficas […] escondiendo su rostro represivo; pero es sólo una maniobra diversionista: la violencia organizada está allí, al servicio de quien puede hacerla funcionar utilizando la legitimidad que le presta este discurso represivo (Correas, 1993: 57).
Desde este enfoque, en el conflicto actual se identiica que un grupo de abogadas y abogados, expertos en diversas ramas del derecho, activos en redes sociales e invitados a entevistas en varios medios de comunicación, se explayan en argumentos jurídicos que pretenden explicar la legalidad con la que actúa el Estado, que las normas han sido aprobadas por órgano competente, que se ha actuado conforme al proceso establecido y que por lo tanto deben ser obligatoriamente aplicadas —su desconocimiento no exime el cumplimiento—. De este modo el análisis del derecho aparece autocontenido y aislado del resto de la sociedad, pese a que en la práctica los efectos de esa alegada ‘legalidad’ o ‘constitucionalidad’, en muchos casos desencadenan múltiples formas de violencia, por ejemplo, la violación de derechos económicos y sociales que preceden a la violación de derechos civiles.
En un caso más extremo, algún abogado penalista ha responsabilizado a las propias personas bajo el argumento de “auto ponerse en peligro” y otros, incluso han exigido que se use toda la fuerza disponible. El abogado Rafael Oyarte, por ejemplo, en una entrevista radial para hablar sobre salidas constitucionales, a la pregunta de cómo se destrabaría el conflicto, interrumpe a la entrevistadora y llanamente dijo “con mano dura, así!”.[27]
Recientemente ha emergido un nuevo mensaje aún más riesgoso para la democracia, minando toda intención de diálogo, convertido en justificación absoluta de la represión. El gobierno ha configurado un ‘enemigo interno al que hay que combatir’, que ha sido perfilado con perversas asociaciones entre el narcotráfico y la inseguridad como supuestos manipuladores, financiadores y hasta únicos beneficiarios de la protesta social.
El fantasma del ‘enemigo interno’ propagado en medios y en redes sociales
A este doble ocultamiento que el derecho hace de estas dos formas de violencia, la económica y la física, desplegadas por el Estado, le sucede una tercera forma de violencia, la simbólica. Que se ejerce a través de dos mecanismos efectivos. El sesgo en la información en varios medios masivos y la reproducción de mensajes en redes sociales y servicios de mensajería, canales por donde se esparce el relato fantasmagórico del ‘enemigo interno que, sin razón, llega a invadir la paz’ en la que supuestamente habitamos. Un mensaje que con el pasar de los días se expresa en el lenguaje con mayor odio clasista, racista y en ocasiones fascista.
Cito algunos ejemplos. Teresa Arboleda, periodista de Ecuavisa en un tweet afirmó que “a @LassoGuillermo no lo quieren tumbar por sus errores, lo quieren tumbar xq es incómodo para el narcótráfico y los jeques más poderosos del país”,[28] distrayéndose de las razones del Paro Nacional. Luis Eduardo Vivanco, del medio digital La Posta, el 24 de junio lanzó un tweet racista y violento, reviviendo un pasaje de su fugaz programa en televisión pública en el que, con su colega Andersson Boscan, usaron la fotografía de Leonidas Iza como tiro al blanco, al que lanzaron dardos mientras en la pantalla se proyectó un acróstico en que insultaron de ‘cabrón’ al presidente de la CONAIE, con las iniciales de las palabras ‘campesino, anarquista, bronquista, relevante, obsesivo, narcisista’. El tweet ha sido borrado.[29]
Otro ejemplo, Carlos Andrés Vera en un hilo, mientras defiende el derecho de los ciudadanos de organizarse para defener sus calles, negocios y casas, aprovecha para reducir la legítima protesta social a la actuación de unos pocos supuestos ‘malandros’, que la CONAIE es ‘la cara visible de la violencia y el terror’, que deben ser combatidos por la fuerza pública para garantizar su seguridad:
Mostrar que la mayoría del país no quiere caos, rechaza el terror, exige el diálogo y NECESITA TRABAJAR! El rol de los ciudadanos en sus barrios es organizarse para defender sus calles, sus negocios y sus casas. 20-40 malandros, no pueden ante la respuesta de 100-200-300 ciudadanos. No se dejen intimidar. El rol de la CONAIE y sus dirigentes es apelar a la sensatez, sentarse en una mesa de negociación y deponer el paro de inmediato. Son la cara visible de la violencia y el terror. Han desprestigiado como nunca al movimiento indígena. El rol del Estado es poner orden al caos. Entre fuerza pública y sistema de justicia deben DE UNA VEZ POR TODAS garantizar la seguridad de los ciudadanos. Y sancionar a los responsables del caos. Los intelectuales y los materiales.[30]
Cientos de mensajes diarios parecidos son emitidos con la intención de centrar la atención del público en un solo aspecto de un conflicto de proporciones mucho mayores. Que lo que ocurre en Ecuador se reduce exclusivamente a actos vandálicos o delitos, suficiente argumento para calificar a toda el Paro Nacional como violento. Los mensajes más peligrosos salen de cuentas con decenas de miles de seguidores pidiendo, de frente, una dictadura para mantener el status quo,[31] o salir a matar a los que protestan, claramente fascistas.
Con ello, tal como lo logró posicionar Nina Pacari en una entrevista de Ecuavisa,[32] se pretende evadir la realidad. Que la masiva movilización que ocurre a lo largo del país, ya no sólo del movimiento indígena, sino de otras organizaciones y de personas del campo y la ciudad que salen espontáneamente, ya acumulan decenas de miles a lo largo del país, la mayoría protestando de manera pacífica y que están reprimidos salvajemente por el Estado. Hechos que pueden verificarse en la cobertura que realizan varios periodistas y medios de comunicación, muchos de ellos digitales, así como en las propias cuentas de personas que asisten al paro, a los centros de acopio, a las ollas comunitarias, a los albergues.
Es esta interacción entre la construcción del enemigo interno, la legalización de la violencia económica y física que provoca el Estado y la dispersión masiva de estos mensajes, que terminan por ocultar el conflicto estructural: el traslado de los efectos de la crisis económica y social a la población y el nulo interés del gobierno de atender las crecientes demandas populares, con un cambio firme en las políticas que adopta.
Cuando denunciamos la violencia, ¿a qué nos referimos?
No se puede negar que durante un estallido social, ocurren también actos violentos desde la sociedad civil —denuncias de saqueos, ataques a la propiedad pública y privada, agresiones a periodistas, sumado a la posible actuación de infiltrados y de delitos comunes—. Sin embargo, en esta última sección llamo la atención sobre algo que a la élite política y económica les preocupa cada vez más: el grado de conciencia de grupos cada vez más grandes de la población sobre la totalidad de las formas de violencia que operan
Quienes han salido masivamente a protestar son conscientes que el deterioro de las condiciones materiales —bajísimos ingresos, incremento de precios, servicios públicos colapsados, privatización, la falta de acceso a educación y en general de oportuniidades— no suceden naturalmente. Son provocados por la gestión política de los Estados.
Cuando la crisis más arrecia, más gente comprende que los mecanismos con los que se destruye el empleo o las que provocan el ‘alto costo de la vida’, son legalizados mediante leyes, decretos y ordenanzas, en beneficio de unos pocos. Y también es conciente que, cada vez que los hogares más afectados se organizan para intentar poner fin a tanta injusticia —trabajar vendiendo en los espacios públicos, las pequeñas y grandes caravanas de migrantes para cruzar las fronteras cerradas o las protestas y estallidos sociales cada vez más intensos—, esa misma élite política y económica, egoísta, perversa y miserable ordena el despliegue de la violencia más brutal para criminalizar y reprimir.
Parafeaseando a Cecilia Menjívar,[33] los gobiernos neoliberales se presentan como aparentemente incapaces de resolver los problemas y débiles para proteger a quienes llaman ‘la gente más vulnerable’,[34]es decir, a los amplios sectores de la población empobrecida y precarizada. Sin embargo, cuando esos pobres, Los Nadies se organizan,[35] esos supuestos estados débiles, repentinamente se vuelven fuertes, salen sus instituciones armadas y desatan la violencia dispobile, la de los policías metropolitanos, la de los policías nacionales y los militares, para garantizar la ley y el orden de la clase dominante.
Resulta paradójico pensar, pero tal vez pedagógico en este punto, que el Estado y las élites usualmente recurren al concepto de Estado ecuatoriano, democracia y paz, sin percatarse que hace exactamente un mes conmemoraron 200 años de una insurrección armada que puso fin a la dominación española, fundamento del actual Estado-Nación, hecho que a la par significa el nacimiento de su derecho de carácter represivo. Una prolongada guerra, cuya batalla campal en las faldas del Pichincha, estuvo liderada por las élites económicas criollas cansadas del abuso del poder colonial, que contaron con la conformación de ejércitos populares contra los ejércitos reales.
Cabe entonces recordar también que el poder constituyente que se sintetizo en la primera Constitución (1830), después de la separación del actual Ecuador de la Gran Colombia, mantuvo legalizada la esclavitud del pueblo Negro y que dispuso el tutelaje de los indígenas por considerarla una “clase inocente, abyecta y miserable”. Es bueno sacudir la memoria y recordar que el próximo 15 de noviembre conmemoraremos 100 años de la masacre ocurrida en Guayaquil contra la huegal nacional de las y los trabajadores de esa ciudad.
Cierro este artículo con poco optimismo. Parece que el gobierno se ha quedado atascado en el fantasma del ‘enemigo interno’ y su ímpetu por imponer el plan económico previsto, sin contemplación. Espero estar equivocado, pero pese a los posibles escenarios de salidas institucionales que el propio derecho contempla, el gobierno parece no está dispuesto a ceder en algo fundamental: urge que las botas militares y policiales vuelvan al cuartel, que detengan la represión desplegada, que paren las detenciones arbitarias y generen condiciones reales para un diálogo. El 23 de junio a la noche una nueva masacre, cinco fallecidos confirmados, al menos 94 personas detenidas y otras 92 heridas, algunas de gravedad, no son garantía alguna para negociar. Como dice David Suárez, lo poco que nos queda de democracia pende de un hilo.
El sesgo en la información en varios medios masivos y la reproducción de mensajes en redes sociales y servicios de mensajería, canales por donde se esparce el relato fantasmagórico del ‘enemigo interno que, sin razón, llega a invadir la paz’ en la que supuestamente habitamos. Un mensaje que con el pasar de los días se expresa en el lenguaje con mayor odio clasista, racista y en ocasiones fascista.
Referencias: