La amenaza militar y el rol de “la embajada”

1.778

La bandera de Colombia flamea enorme frente al Monumento a los Militares Caídos en Combate. Mide 15 metros por 10, calcula Johan, mientras prepara la arepa rellena de pollo y queso que nos venderá. Desde hace años el muchacho mantiene su puesto fijo en la esquina de la plazoleta que aloja el monumento, sobre la avenida 26 que cruza Bogotá desde el Aeropuerto hacia el centro. Éste es el más grande, pero en cada ciudad de Colombia hay monumentos o solares para reivindicar el heroísmo uniformado.

Cuando se le extiende la jornada de trabajo, Johan presencia las 3 ceremonias militares: a las 8 am, a las 12 del mediodía y a las 5 de la tarde. Cada ritual calca al anterior, solo varía la forma en que el sol o las nubes tonifican la escena marcial. Cada vez los soldados recorren una alfombra roja desde la guardia trasera del Ministerio de Defensa hasta el monumento. Transitan exactos 222 pasos: ese es el número de soldados que integraron el “Batallón Colombia” en la guerra de Corea (Colombia fue el único país latinoamericano que puso a sus tropas bajo las órdenes de los Estados Unidos en aquella aventura anticomunista de 1950).

El monumento se construyó en 2003, durante el gobierno de Álvaro Uribe, quien lo inauguró en persona junto a los mandos militares. Eran tiempos de “lucha contra el terrorismo”, lo que en Colombia implicaba bombardeos contra guerrilleros y campesinos por igual. Desde entonces se elevó a los militares al lugar de héroes. Cada día, en las radios y televisoras de todo el país, se propala el Himno en cadena nacional, a las 6 de la mañana y a las 6 de la tarde. En sombrío tono marcial, la letra recuerda que todavía “se baña en sangre de héroes la tierra de Colón”. A esos héroes se les dedican reivindicaciones, spots televisivos, homenajes. Y se les garantiza impunidad: la guerra antisubversiva abundó en crímenes inaceptables como las masacres a la población civil o los reclutamientos de jóvenes bajo engaño para finalmente fusilarlos, ponerles ropa guerrillera y reportarlos como bajas en los enfrentamientos de manera tal de aumentar la estadística militar.

Sin embargo, a pesar de la sistemática labor de denuncia de organismos de derechos humanos, la maquinaria de propaganda oficial parece haber dado sus frutos: las Fuerzas Militares son la institución que cuenta con mayor credibilidad en el país, según verifica el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (Dane). En la Encuesta Nacional de 2021, un 26,8% de la población colombiana las mencionó como las más prestigiosas. En las antípodas, al final de la lista, figuran los partidos y movimientos políticos con un magro 8,5% de reconocimiento social.

Petro, el nuevo enemigo interno

La máxima autoridad del Ejército es el general Eduardo Zapateiro, comandante de la fuerza desde 2019, designado por el actual presidente uribista Iván Duque. Cuando desafió vía twitter a Gustavo Petro un mes atrás, sabía lo que hacía: sus palabras fueron leídas como una amenaza por diversos sectores democráticos, pero a la vez recogieron el aval de quienes ven en las Fuerzas Militares una reserva moral.

El máximo militar trinó: “Usted como senador hace parte del colectivo al cual señala como politiqueros del narcotráfico”. Acusó a Petro de “pretender hacer politiquería con la muerte de nuestros soldados”, de “recibir dinero en bolsas de basura” y concluyó: “Exijo respeto”. La andanada de 6 tweets (que promedian los 10.000 likes y a pesar del escándalo no fueron borrados, aún se pueden consultar) pretendían responder al candidato a la presidencia, quien había dicho que “algunos de los generales [del Ejército] están en la nómina del Clan del Golfo”, el grupo paramilitar que en boca de su máximo líder confirmó esos vínculos.

El golpe del comandante contra el candidato tuvo su onda expansiva. “La reserva activa, como un solo cuerpo, apoya al General Zapateiro; su respuesta contundente es un abrebocas [adelanto] de lo que pasará si este candidato intentare llevar a cabo reformas sin contar con el consentimiento de la ciudadanía”, amenazó la Asociación de Oficiales Retirados (Acore). En las redes otros uniformados se hicieron eco: “Sepa usted Mi General que aquí cuenta con miles de Oficiales, Suboficiales y Soldados, dispuestos a defender la institución de todo acto politiquero y demagogo que quieran implementar”.

Las fuerzas militares, que son las segundas más numerosas en América Latina después de Brasil y las primeras en relación a la cantidad de habitantes, tienen amplias redes de organización social más allá de la estructura de guerra que las disciplina. 46 entidades que agrupan a retirados, familiares, pensionados, reservistas o simples derechistas patrioteros difundieron un panfleto en el que apoyan al comandante y denuncian al candidato, y posible próximo presidente, por “acusaciones falaces e infames” contra “la familia militar”.

Pero no se trata solo de panfletos o militares molestos. El uribismo respaldó la amenaza. Aún con chances de perder en estas elecciones, esa fuerza mantiene la capacidad de disputar la segunda vuelta presidencial y seguir condicionando la vida política del país. El presidente de la República avaló al comandante y acusó al candidato de izquierda de “entrometerse en los cuarteles y ofender el honor militar”.

El propio Álvaro Uribe subió la apuesta: denunció que “Petro, para congraciarse con narcoterroristas, cambió la extradición que les harían; ofrece al narcoterrorismo el seguro de no extradición”. La mención no es ingenua: ante la falta de contrincantes a la altura de la envejecida doctrina contrainsurgente, Uribe asocia el nombre del candidato al “narcoterrorismo”, el nuevo enemigo interno, y lo pone de ese modo en la mira de los uniformados.

A las expresiones públicas siguieron los movimientos por debajo: analistas y comunicadores repitieron en los medios versiones sobre las diversas formas de desacato que ya se cuecen en los cuarteles en caso de que el Pacto Histórico gane la presidencia del país.

En el fondo, la Embajada

Colombia es un enclave fundamental para la dominación norteamericana en el sur de Nuestra América. En territorio colombiano se encuentra la mayor cantidad de bases militares que EEUU tiene en el continente. Cada base cuenta con sistemas aéreos y satelitales con capacidad para vigilar y, eventualmente, agredir a cualquier país de la región. El interés es coyuntural (desestabilizar a Venezuela o a posibles nuevos gobiernos de izquierda) pero sobre todo estratégico.

La localización de las bases coincide con regiones geopolíticas claves, tanto por su posición en el tránsito de mercancías a nivel global –como en el caso del Caribe–, como por su cercanía a las reservas de recursos naturales. El historiador colombiano Renán Vega Cantor explica que “el nuevo imperialismo combina los mecanismos represivos del viejo, como son las bases militares, con sus objetivos estratégicos de apropiarse de materia y energía; la geopolítica del despojo necesita de la militarización para garantizar la expropiación de los bienes comunes de Colombia y del continente”.

El 24 de mayo, pocos días antes de las elecciones, el presidente norteamericano Joe Biden designó a Colombia como “aliado principal” de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, la OTAN. Iván Duque reaccionó de inmediato: “Celebramos el memorando, una decisión que reafirma el buen momento de nuestras relaciones bilaterales”. Esta resolución de apuro refuerza el lazo EEUU – Colombia justo antes del cambio de gobierno. Detrás de la maniobra está el embajador norteamericano Philip Goldberg. Un antiguo conocido en la región.

En 2008 Goldberg era el embajador en Bolivia cuando se dio el mayor intento desestabilizador en ese país. Desde la “media luna” separatista intentaron un golpe de estado contra el gobierno de Evo Morales. En medio del conflicto, el norteamericano mantuvo reuniones secretas con uno de los líderes golpistas: Rubén Costas, prefecto de Santa Cruz. Cuando eso se supo el diplomático argumentó que los contactos fueron para “entregar ayuda a las Olimpiadas Especiales y para cooperación tecnológica”. La vieja costumbre norteamericana de “ayudar”. En ese entonces Goldberg terminó expulsado por el gobierno de Bolivia, acusado de “conspirar contra la democracia”.

Hace pocas semanas, cuando el eco de la amenaza militar contra Petro aún no se había apagado, Goldberg volvió a meter la cola: “Existe una amenaza de interferencia extranjera en las elecciones”, declaró. No fue una autocrítica: pasó por alto su propio activismo, y mencionó una supuesta “interferencia de rusos, venezolanos o cubanos en los comicios”. Música anticomunista para oídos sensibles de militares inquietos.

Cuando Donald Trump perdió la presidencia de los EEUU se especuló con que la nueva administración Biden dedicara un trato distante al gobierno de Iván Duque, activo trumpista. Sin embargo, la celosa gestión del embajador Goldberg confirma que, para velar por el control de su “patrio trasero”, demócratas y republicanos ejercen su injerencia imperialista por igual.

Quién la tiene más grande

La constitución colombiana prohíbe a los militares “deliberar” en torno a asuntos políticos. Sin embargo, eso fue lo que hizo el máximo jefe del Ejército con su diatriba contra Gustavo Petro.

Si el Pacto Histórico, la fuerza progresista alternativa, gana la presidencia del país, se pondrá a prueba la lealtad de las Fuerzas Militares con el sistema democrático. Por el momento las señales de alarma son serias: todo indica que no se quedarán solo en amenazas verbales.

Aunque el general Zapateiro fue repudiado por sectores democráticos, resultó preocupante la manera en que su mando civil, el presidente de la República, lo dejó hacer. La periodista María Jimena Duzán interpreta que en el último tiempo “los militares se han vuelto más autónomos, se han convertido en activistas políticos”, y que en el caso de las arengas contra Petro, “el presidente Duque actuó como si fuera el subalterno de los generales”.

Revista Zoom

Más notas sobre el tema