Chile: todo lo que puede un librito azul – Por Alia Trabucco Zerán

Arte: Paula Ebiru
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Chile: todo lo que puede un librito azul

Antes de ser escritora, Alia Trabucco Zerán estudió abogacía. Por eso mira la coyuntura de Chile y tiene un flashback, siente que el proceso constituyente repara un principio épico que le repetían en la facultad: el derecho está para combatir la crueldad. ¿Por qué no pensar la nueva constitución como un simple libro que se vende en kioscos, con versos en lugar de incisos? Porque las palabras transforman, la autoría colectiva potencia imaginarios políticos y detrás del acontecimiento están los feminismos con su aparato crítico y sus tácticas para ir contra el poder.

Me senté atrás, en la última fila. Éramos cien, tal vez más. Más de cien estudiantes en nuestra primera clase y frente a nosotros, un profesor. El crujido de la madera bajo sus pies marcaba el ritmo de sus palabras. Un paso, “buenos días”; otro paso, “bienvenidos”. Saqué mi cuaderno, mi lápiz y escribí: Introducción al derecho. Era mi primer día, y esa, mi primera clase. El profesor esperó a que guardáramos silencio y nos miró con curiosidad y una pizca de desilusión. O tal vez la curiosidad y la desilusión eran mías y nos examinó expectante y algo nervioso. Frunció el ceño, carraspeó, alzó la vista y dijo: “¿Qué es el derecho?”. No sé si alguien respondió. Imagino que una mano se levantó en la primera fila y que una voz pronunció palabras como norma, soberanía, orden o prohibición. Yo estaba atrás, muda, mis ojos fijos en el pizarrón mientras el chirrido de la madera bajo sus pies marcaba el lento paso de los cinco años que pasaría en la Universidad de Chile. ¿Qué era el derecho? ¿Para qué servía el derecho? “El derecho -dijo al fin el profesor- es un arma contra la crueldad.”

Esa frase acompañó mis estudios como acompaña una piedra en el zapato. Nunca le pregunté a Pablo Ruiz-Tagle qué quiso decir esa mañana; si acaso realmente creía en esa definición o si su objetivo era arrojar una luz sobre lo que el derecho debía ser algún día. Ignoro si todavía iniciará su cátedra con esas mismas palabras. Si acaso es posible pararse hoy frente a un centenar de estudiantes, la mitad de ellas mujeres, y decirles, sin ironía, que el derecho es una herramienta contra la crueldad.

Los feminismos han sido la corriente más prolífica a la hora de criticar al derecho, acaso porque su historia ha sido también una historia contra la ley.

Me tomó un largo tiempo y bastante esfuerzo olvidar los artículos y plazos que debí aprender como una cantinela en esos años de juicios imaginarios. Tardé mucho en dejar atrás ese rumor de clasificaciones y jerarquías que ya Kafka había definido como “un aserrín masticado por miles y miles de bocas”. Pero esa frase, por más que quise, no la pude olvidar, y aún reaparece con la porfía con que aparecen las promesas incumplidas. Cada vez que leo sobre un femicidio sin condena, sobre una mujer imputada por abortar, sobre otro río desviado por la minería, me vuelvo a preguntar dónde está ese derecho que prometía combatir la crueldad. Si acaso ha existido alguna vez para tantas mujeres y niñas, si ha sido un escudo para los pueblos indígenas, una defensa para los migrantes, una salvaguarda para tantos territorios devastados por la codicia.

Y cuando además compruebo la importancia del derecho en el Chile del presente, esa promesa contra la crueldad da paso a la inquietud. ¿Qué es realmente el derecho? ¿A quiénes ha servido? ¿Quiénes lo susurran a los oídos de nuestros parlamentarios? ¿Cuál ha sido su rol en la acumulación de riquezas por parte del 1% de la población? ¿Cuál su contribución a la precarización de las vidas de millones de personas? ¿Cuál su responsabilidad en la catástrofe ecológica? ¿Se trata de un discurso, nada más? ¿De un puñado de palabras?

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Intelectuales como Michel Foucault y Giorgio Agamben han formulado en su producción teórica algunas de las críticas más agudas al derecho. Describiéndolo como una fachada del poder político y económico o como un instrumento que cristaliza el dominio de unos cuerpos sobre otros, sus visiones persuaden al desvelar un aparato discursivo que se ha pretendido neutral para así borrar las huellas de sus prejuicios y que se ha escudado tras la palabra consenso para así ocultar una imposición.

Pero ha sido el feminismo –o en rigor, los feminismos— la corriente más prolífica a la hora de criticar al derecho, acaso porque la historia del feminismo ha sido también una historia contra la ley. Una historia contra el dominio patriarcal ejercido dentro y fuera de los códigos y que ha conducido a reformas y derogaciones desde el siglo dieciocho hasta el presente. Desde la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana, proclamada por Olympe de Gouges, hasta la conceptualización del género como repetición performativa, en la pluma lúcida de la filósofa Judith Butler.

Un feminismo que, precisamente debido a su relación con el derecho, resulta imprescindible para entender la revuelta popular que estalló en Chile en octubre del 2019 y que devino nada menos que en una revuelta contra el derecho; una rebelión contra la Constitución política impuesta durante la dictadura de Pinochet y contra cada una de las leyes neoliberales dictadas a partir de ese momento.

El clamor contra el derecho se dejó oír desde esos primeros días de protesta, cuando entre ensordecedores cacerolazos surgían algunas consignas: fin al sistema de pensiones que privatizó la seguridad social, fin a la educación de mercado, fin a la privatización del agua, fin al modelo extractivista. “Fin”, decían las pancartas; “no más” se leía en las paredes; “y va a caer” coreaban las multitudes, anunciando en ese final, en esa caída, la siguiente interrogante: si acaso junto con el fin de ese derecho neoliberal, si junto con la debacle de ese modelo constitucionalizado en los años ochenta, otro derecho se erigiría como uno de los caminos para cimentar la imaginación política de la revuelta.

Una Constitución es también un simple libro que tiene incisos en lugar de versos y artículos en vez de estrofas. Esa definición desacraliza el derecho, la aproxima a la literatura y permite observar la paradoja del feminismo desde otra perspectiva.

La filósofa Sara Ahmed, en su libro La promesa de la felicidad, afirma que la historia del feminismo es una historia de transgresión. Que enfrentadas a estructuras legales y culturales fundadas en relaciones de dominio, la resistencia del feminismo ha sido desobedecer, incumplir, infringir, quebrantar. Olvida Ahmed, en ese importante libro, que tales transgresiones no han sido la única dimensión del feminismo y que les han sucedido, una y otra vez, contundentes afirmaciones: ideales normativos, como los llamaría Butler, que han buscado socavar las bases del dominio patriarcal y que incluso se han plasmado en leyes muy concretas en favor de la igualdad. Una breve mirada a la historia legislativa de Chile permite constatar ese movimiento pendular que va del quebrantamiento a la dictación, de la derogación a la promulgación y, más recientemente, del poder destituyente al constituyente.

En 1934, por ejemplo, se aprueba el voto femenino para las elecciones municipales y en 1949 para las elecciones parlamentarias y presidenciales. En 1989 se deroga la incapacidad relativa de la mujer casada y se establece, en su lugar, su absoluta capacidad legal. En 1999 se reemplaza en la Constitución el término “los hombres” por “las personas” y el mismo año se incorpora la norma: “hombres y mujeres son iguales ante la ley”. Y el 2019, en las calles, se destituye la Constitución de Pinochet para urdirse en su lugar otro texto, el primero en la historia de Chile escrito con participación popular y el único en el mundo redactado con paridad de género.

Con la sospecha como motor y las leyes en su contra, el feminismo ha tenido desde sus orígenes una relación paradojal con el derecho, acogiendo entre sus pensadoras a aquellas que como Catherine MacKinnon o Andrea Dworkin definen el derecho como una herramienta de dominación patriarcal, y a otras que aún confían en el discurso jurídico como arma de transformación. Esta relación paradojal se ha acentuado en Chile desde la revuelta, volviéndose el eje de los debates feministas sobre el proceso de cambio constitucional. ¿Por qué depositar –dicen algunas— las expectativas del feminismo en el mismo instrumento que ha subyugado los cuerpos de las mujeres? ¿No sería la calle el espacio apropiado para expandir la imaginación política popular? ¿No es preferible situarse siempre afuera de la ley patriarcal que se ha fundado en principios como “por la razón o la fuerza” o en el “buen padre de familia” como estándar de conducta? ¿Pero no sería esta –responden otras— una oportunidad histórica para incidir sobre las definiciones del propio derecho? ¿Y si esta fuera la posibilidad de escribir una Constitución feminista? ¿Pero qué sería una Constitución feminista? ¿Existe en alguna parte del mundo un derecho donde las palabras “precedente” o “costumbre” no sean fórmulas para perpetuar una larga historia de desigualdad? ¿Es realmente posible transformar el derecho?

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“La Constitución es el conjunto de normas de más alta jerarquía de un país.” Aprendí esa definición hace ya muchos años y la he repetido cada vez que he oído titubeos sobre el vínculo entre el neoliberalismo y la Constitución de 1980. Me remito entonces a recordar el germen autoritario de sus redactores y a explicar cómo el marco normativo neoliberal ha operado como chaleco de fuerza, impidiendo anheladas reformas en materia de derechos sociales. Pero la Constitución, en realidad, desborda ampliamente esa definición y también la didáctica pirámide normativa del filósofo Hans Kelsen. Y es que antes que norma suprema, antes que declaración de derechos, antes que carta de navegación, una Constitución es también un simple libro. Un pequeño libro de cubierta azul que se vende en los kioscos de Chile y que tiene incisos en lugar de versos y artículos en vez de estrofas. Y acaso esa definición, la que desacraliza el derecho y lo aproxima a la literatura, permita observar la paradoja del feminismo desde otra perspectiva.

En un coloquio sobre derecho y literatura donde se discutía la obra de Martha Nussbaum, el poeta y abogado chileno Armando Uribe dijo, en su singular tono malhumorado, que “la ley tiene un imperio que la literatura no tiene”. Y tras una pausa, agregó: “La literatura persuade por la fuerza propia de las palabras; en cambio la ley persuade y obliga porque está respaldada por el imperio, la fuerza y el poder”.

La literatura tiene el poder del lenguaje y el derecho el lenguaje del poder. La distinción parece sencilla, casi un juego de palabras que desdibuja, acaso sin intención, el poder normativo y conservador de una parte de la literatura y el carácter ocasionalmente emancipador que puede tener el derecho. Hablo de literaturas llanas y complacientes, acríticas y condescendientes, donde el poder del lenguaje se confunde con el lenguaje del poder. Y hablo, también, de leyes cuyo principal modo de imposición no es la fuerza ni el imperio, sino un puñado de palabras capaces de transformar la realidad. Ni hay pura rebelión en la literatura ni pura opresión en el derecho. O, dicho de otro modo, con frecuencia la literatura ha recurrido al lenguaje del poder y el derecho, en ocasiones, al poder del lenguaje, un lenguaje potencialmente emancipatorio en el vilipendiado aserrín al que aludía Franz Kafka.

¿Por qué me remito a la literatura en esta discusión sobre derecho y feminismo? Porque de cara a un libro que definirá a Chile como comunidad política, una posible pregunta desde los feminismos es y ha sido la siguiente: ¿y si el derecho se acercara un poco más a esa literatura que sí reimagina, que reinventa, que experimenta y bosqueja otros mundos sobre el papel? ¿Y si en lugar de recurrir al poder de la fuerza confiara esta vez en las palabras?

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Voy a narrar una anécdota que me ha avergonzado durante al menos quince años. En esas frías salas donde estudié derecho, poco antes de mi precoz jubilación para abocarme a la literatura, formé parte de un grupo de estudio de sentencias internacionales de derechos humanos. Una tarde de verano –era verano, lo sé, porque la vergüenza me hizo sudar— leímos un voto minoritario de un juez brasileño que, lejos de ese paradigma del ser humano independiente y autónomo, lejos del liberalismo clásico y de su fantasiosa idea de individuo, admitía la existencia de una relación entre un grupo de indígenas guatemaltecos y sus ríos, sus bosques, sus volcanes, su tierra. Esa relación se traducía, en su opinión, en un derecho a la post-vida, el derecho a ser enterrados en un territorio que a su vez formaba parte de sus propios cuerpos. El texto era hermoso. Recuerdo haber subrayado los nombres de las aves, la descripción de las montañas escarpadas y haberme desconcertado ante la posibilidad de otra relación con la tierra, de otra forma de humanidad, de otro horizonte para el derecho. Sin embargo, durante esa reunión, no me atreví a levantar la mano. Los profesores se rieron del juez, mis compañeros lo calificaron como delirante, lo llamaron escritor frustrado e impostor, y todas las bocas se estremecieron en unas carcajadas cómplices, de las que yo también participé. Esa risa, la de los abogados y abogadas, trazaba una frontera: entre lo permitido y lo prohibido, lo decible y lo indecible, lo imaginable y lo inimaginable, el derecho y la literatura. Y yo quedé con esa risa tallada en la boca, grabada como una vergonzosa cicatriz.

Quisiera remitirme a esa cicatriz, escribir hoy contra esas carcajadas y, sobre todo, volver a examinar esas bocas: las bocas históricamente autorizadas para pronunciar las palabras de la ley. Las bocas de los jueces y legisladores, hombres y blancos, con sus también blancas y pomposas pelucas, señalando un modelo de conducta a su imagen y semejanza: el “hombre medio”, el “buen padre de familia”, el “hombre” a secas. También las bocas de los parlamentarios, décadas después, pronunciando con sus voces supuestamente expertas leyes a favor de la gran minería, de la pesca industrial, de la tala de bosques. Las mismas bocas que En Proceso anuncian que Joseph K. está detenido y frente a las cuales Kafka deja a su protagonista perplejo y mudo. Voces roncas, a veces crípticas, donde nos hemos acostumbrado a escuchar autoridad. Voces solemnes, a veces incomprensibles y frente a las cuales, durante mucho tiempo, hemos guardado silencio o, peor aún, hemos sonreído, cómplices, como sonreí yo esa tarde de verano. Voces poderosas, diría la historiadora británica Mary Beard, al reflexionar acerca de dónde percibimos poder y dónde no hemos sido entrenados a escucharlo. Voces que en esa ocasión, hace ya quince años, yo no supe desautorizar, pero que un coro multitudinario puso en entredicho en las protestas que estallaron en Chile el 2019.

Tal vez tengo excesiva fe en las palabras y en lo que un grupo de animales humanos pueda hacer con el futuro ya casi extinto.

Ese coro, tras semanas de manifestaciones violentamente reprimidas por el Estado, exigió, entre otras demandas, redactar una nueva Constitución que permitiera un cambio en el modelo económico instaurado durante la dictadura y profundizado por los gobiernos de la postdictadura. Pero esa exigencia normativa no fue la única. De la mano del colectivo feminista Las Tesis, en el segundo mes de las protestas, cientos de miles de mujeres corearon, primero en Chile y luego en el mundo, “el patriarcado es un juez”, apuntando con el dedo a las múltiples instituciones públicas y privadas que a lo largo de siglos han normalizado la violencia y la discriminación contra las mujeres. El derecho, en sentido amplio, como discurso, como estructura, sufría un cambio de paradigma en las calles y casas de Chile. Si en la Comuna de París los manifestantes quebraban los relojes para dar cuenta del fin de un tiempo, del final de una era, en la revuelta popular chilena fueron las estatuas del pasado las que cayeron de sus podios: los conquistadores españoles, los próceres de la patria, los caballos en combate terminaron en el suelo.

Un año después, ya en medio de la pandemia que volvería dolorosamente visible el carácter interdependiente de los seres humanos, una elección apabullante confirmaría ese deseo de transformación. El 78% del electorado aprobó iniciar la escritura de una nueva Constitución política, y enseguida, con reglas inéditas de paridad de género y escaños reservados para los pueblos indígenas, fue el turno de elegir a los 155 representantes que redactarían ese nuevo libro. La composición de ese órgano no se asemejaba a ningún parlamento que hubiera tenido Chile. Tantas mujeres como hombres, representantes indígenas y de la ciencia, de la docencia, de la calle y, por cierto, también del viejo derecho. En la primera sesión de ese órgano, la Doctora Elisa Loncon Antileo, convencional del Pueblo Mapuche, fue escogida por sus pares como presidenta de la instancia. El momento era inédito. Loncon saludó en Mapudungun, se dirigió a “los pueblos de Chile”, y posteriormente habló de construir un país “que cuide a la Madre Tierra, un Chile que limpie las aguas, un Chile libre de toda dominación”.

Yo estaba viendo las noticias, conmocionada. Repentinamente recordé esas risas estruendosas y el carácter inconcebible de otro derecho hace apenas quince años. Días más tarde, circuló la imagen de Elisa Loncon presidiendo la Convención con el imponente cuadro Descubrimiento de Chile, de Pedro Subercaseaux, a sus espaldas. Allí estaba una mujer mapuche como cabeza del órgano político y jurídico más importante de las últimas décadas con la imagen de la dominación colonial recordando su estela de sangre: conquistador, armadura, espada en mano. Allí estaba el pasado, el presente y el futuro, en una sola escena. Allí estaba esa proliferación insólita de símbolos. Y allí estaba también todo el racismo de Chile, comentando en las redes sociales sobre el castellano “incorrecto” de Loncon, la voz “demasiado aguda” y “sin autoridad”, y la lengua borrada asomando entre las vocales de la lengua colonizadora.

Esa voz femenina y bilingüe no podía, para algunos, encarnar el poder o tal vez el poder comenzaba a dejar de ser lo que había sido: un atributo individual, masculino y autoritario, para comenzar una lenta y necesaria transformación. “No es fácil hacer encajar a las mujeres en una estructura que, de entrada, está codificada como masculina: lo que hay que hacer es cambiar la estructura”, señala Mary Beard. Y la composición de la Convención Constitucional supuso ese cambio de estructura, resistido con dientes y uñas desde la élite política y económica. Semanas después, Loncon arribó a la Convención con varios libros bajo el brazo y sugirió, ante las cámaras, algo francamente inédito: leer literatura y leer teoría para ampliar el horizonte de lo posible ante el desafío de escribir ese nuevo libro para el país.

En Chile ya casi no llueve. Hay árboles muertos en las calles. Hay zonas de sacrificio medioambiental y miles de personas sin agua potable. ¿Qué tiene que ver eso con la ley?

La literatura, el feminismo y toda una cosmovisión indígena largamente negada, habían ingresado a un espacio nuevo de poder o, tal vez, el poder ahora habitaba otros cuerpos y era, después de mucho, pronunciado por otras bocas. Este hito ya había tenido antecedentes en el movimiento feminista, cuando el 2018 las estudiantes se tomaron las universidades de Chile exigiendo un cambio de paradigma en la educación. En ese momento las vocerías de las estudiantes no recayeron en una o dos líderes emblemáticas sino que colectivamente optaron por vocerías rotativas, que transformaban la idea de unicidad, de singularidad, de autoridad, en otras formas de poder colectivo. Algo así como la voz plural que aparece en El Otoño del Patriarca, de Gabriel García Márquez, una voz que ingresa al palacio de gobierno y observa el poder destituido, el salón ya vaciado del dictador. O la voz plural que asoma en la obra de Diamela Eltit, donde no es del todo posible señalar de dónde emana el coro porque se trata de una voz que excede las dimensiones acotadas de una sola subjetividad. O la voz de Space Invaders, de Nona Fernández, cuando dice, “aullamos un alarido que sale más allá de nuestras bocas, una consigna inventada y convocada por otros, pero hecha para nosotros”.

Hablo de la voz, de las voces, porque la revuelta también supuso redefinir la idea del coro y, a su vez, la idea de autoría de un libro. Un libro escrito colectivamente con el feminismo como uno de sus aparatos críticos y con la libertad propia de una literatura que mira la tradición como una fuente pero no como un destino. Un libro redactado vertiginosamente por un órgano paritario y representativo, y que redefine la idea de territorio, la idea de cuidado, la idea de lo humano y lo animal, y traza líneas hacia un camino de recuperación ecológica. Un libro escrito con responsabilidad y una originalidad imprescindible de cara a un planeta en ruinas. Un libro que consagra la igualdad de género no solo nominal sino que mandata una integración paritaria de todos los órganos del Estado. Un libro que establece derechos sexuales y reproductivos dolorosamente anhelados por muchas mujeres. Que reconoce los derechos de los pueblos indígenas, redefiniendo el Estado hacia una plurinacionalidad que en rigor siempre ha existido pero que ha sido negada a punta de disparos y ocupación. Un libro que como ningún otro cuerpo legal consagra una urgente protección ecológica, reconociendo nuestra interdependencia con la naturaleza. Una interdependencia negada por el liberalismo clásico, su idea fantasiosa de autonomía y su corolario de ciego individualismo. Si a esto agregamos un catálogo de derechos sociales que los garantiza como tales, es decir, como derechos y ya no como bienes de mercado, una educación gratuita en todos los niveles y un derecho a la seguridad social, nos encontramos, como habitantes de esta franja de tierra árida y maltratada, como ciudadanas y ciudadanos de esta provincia ya no tan fértil, ante una oportunidad histórica.

O tal vez me estoy excediendo con tanta esperanza. Tal vez tengo excesiva fe en las palabras y en lo que un grupo de animales humanos pueda hacer con el futuro ya casi extinto. ¿Pero qué nos queda de lo contrario? Vivimos un presente distópico. Mientras escribo este texto se suceden las guerras, los incendios y dantescos islotes de basura navegan por los océanos del planeta. En Chile, desde donde escribo, el territorio atraviesa la crisis hídrica más grave de su historia. Ya casi no llueve, aquí. Hay árboles muertos en las calles. Hay zonas de sacrificio medioambiental y miles de personas sin agua potable. Cabras y caballos se mueren de sed en el norte del país. ¿Qué tiene que ver eso con la ley? ¿De qué modo la Constitución podría torcer el que parece ya ser un destino? Pues bien: Chile es el único país del mundo donde el agua es propiedad privada y los ríos se subastan como si se tratase de jarrones o collares. Esa venta, esa compra, la permitió y fomentó el derecho. El derecho neoliberal, donde reina la codicia como razón suprema sin importar sus consecuencias y que, sobra decirlo, se impuso desde la fuerza y no desde el poder de las palabras.

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El derecho y la desigualdad han estado de la mano durante demasiado tiempo. Ha habido avances, es cierto, y es justo mencionarlos. Desde las primeras declaraciones de derechos durante la Revolución Francesa, hasta la promulgación de normas de derechos humanos tras la Segunda Guerra Mundial, nos hemos transformado nada menos que en sujetos de derechos. Y, sin embargo, la desigualdad continúa rampante.

En Chile, de hecho, se ha profundizado y esa profundización ha sido resultado de un modelo económico, de un modelo normativo, de un tipo de derecho. Hasta octubre del 2019 esa alianza entre desigualdad y derecho, entre neoliberalismo y destrucción, no había sido interrogada mayoritariamente. La fuerza destituyente de la revuelta revirtió esa situación y dio paso a un momento constituyente. Un año más tarde, la Convención Constitucional, con un altísimo quórum de dos tercios, redactó una nueva Constitución. Un texto que intenta, como dijo Elisa Loncon, cambiar los paradigmas y que, de algún modo, va contra el derecho que conocíamos: contra el derecho que mercantiliza la salud y los recursos naturales, contra el derecho que hizo de la educación un bien de consumo, contra el derecho que penaliza la autonomía sobre nuestros cuerpos.

El derecho y la desigualdad ya han estado de la mano durante demasiado tiempo.

Se trata, tal vez, de otro derecho. Una Constitución redactada de cara a la crisis climática, de cara a la desigualdad estructural, de cara a la violencia patriarcal, de cara a la precarización promovida por el neoliberalismo. Una Constitución que declara el agua un bien común inapropiable, que consagra la educación pública y gratuita en todos sus niveles, que reconoce la interdependencia entre las personas y la naturaleza, la importancia de la restauración ecológica, la igualdad como principio fundante y la plurinacionalidad como su corolario.

No tiene por qué ser una Constitución que dure un siglo o dos. Las pretensiones de durabilidad suelen ser conservadoras y desconfiadas. Tampoco tenemos por qué escribirla con esa “C” tan pomposa. Puede, tal vez, ser una constitución en minúscula. Un libro legible, avezado, que permita imaginar otro futuro. Pero ese libro, por cierto, no será suficiente. La razón neoliberal también colonizó nuestras miradas y costará décadas librarnos de su lógica nociva. Para eso hará falta mucho más que derecho y muchísimo más que literatura. Pero una constitución no es un mal comienzo o al menos su etimología permite albergar esperanzas: constitución/constitutio/constituere. Con: conjuntamente. Statuere: erigir, estar de pie. Una constitución erigida en conjunto. Una constitución donde nos pongamos de pie.

*Una primera versión de este ensayo, titulada “Contra el derecho”, fue publicada en enero del 2020 en el libro Por una Constitución Feminista (Pez Espiral) y actualizada el 2021 para el Festival Westopia (Alemania).

 

REVISTA ANFIBIA

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