Colombia | Una elección histórica entre asesinatos masivos y esperanzas colectivas – Por Pablo Solana

1.876

Por Pablo Solana

El Observatorio de Derechos Humanos, conflictividades y paz lleva un riguroso conteo de las masacres en Colombia. Asesinatos masivos, generalmente contra la población civil. En los primeros cuatro meses de 2022 se cuentan 37 masacres, con más de 150 personas asesinadas. No se sabe el número exacto. En la masacre de enero en Arauca no se pudo establecer la cifra de fusilados, aunque sí que fueron más de 20. El registro no suma los asesinatos selectivos de líderes sociales y excombatientes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), firmantes del acuerdo de paz, que redondean un total similar de muertes. Los autores de los crímenes suelen ser grupos paramilitares, pero no solo ellos: también hay ajustes de cuentas y enfrentamientos entre los diversos grupos armados. Y cada tanto, quienes masacran son las FFAA del Estado, como a finales de marzo en el departamento de Putumayo, al suroriente del país.

Cada hecho es una tragedia que sin embargo muy pocas veces sacude la rutina informativa. Juan Gabriel Vázquez cuenta que “las masacres se habían vuelto demasiado numerosas para que salieran en los periódicos”. Era la década de 1950 del siglo pasado, cuando después del Bogotazo se había multiplicado la violencia. Pero esa sentencia del escritor bogotano bien podría aplicarse a lo que sucede hoy.

La masacre del río Putumayo

Un hecho reciente, sin embargo, logró alterar la indiferencia colectiva. El 28 de marzo 11 personas murieron asesinadas en un caserío a la vera del río Putumayo, cerca de la frontera con Ecuador. En esa ocasión no quedaron dudas: los crímenes los había cometido una fuerza conjunta integrada por el Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea de Colombia. El propio presidente de la República celebró la barbarie: Iván Duque presentó el hecho como una acción heroica contra grupos narcotraficantes, aunque las víctimas fueron en su mayoría civiles. El ataque se produjo durante una fiesta comunal. Se supo la verdad por una delegación de periodistas que viajó a la región. Los testimonios y la evidencia que señalaban la responsabilidad de la Fuerza Pública sacudieron el avispero, pero la palabra oficial, y la maquinaria mediática paraoficial machacan con la versión más conveniente para que nada sea investigado a fondo, y el hecho vuelva a ser lo que son los demás: una mala noticia que nadie quiere recordar.

A un mes de esa masacre, visitamos los corregimientos y veredas que bordean el río Putumayo.

Hace algunos años la población del Putumayo comprometió toda su energía en el apoyo al proceso de paz, ahora las expectativas están puestas en las próximas elecciones presidenciales del lugar el 29 de mayo. Las figuras de Gustavo Petro y Francia Márquez –los candidatos de la izquierda a presidente y vice– se abren camino en medio del dolor, y canalizan las expectativas de cambio de un campesinado harto de ser siempre víctima, estadística fatal.

La sangre que siempre llega al río

El departamento del Putumayo se extiende a lo largo de la llanura amazónica. Toma el nombre del cauce de agua que lo surca: en quechua, “río que nace donde crecen las plantas cuyos frutos son usados como vasijas”. A los pueblos originarios, dispersos en el territorio, recién en el siglo XX se sumó la colonización a partir de la explotación del caucho. Las ciudades más longevas no tienen más de cien años. Cuando esa industria se agotó, quedó el petróleo. Y la coca.

En 2016, el Putumayo apoyó el proceso de paz. En las elecciones del 29 de mayo, las candidaturas de Gustavo Petro y Francia Márquez, de la coalición de izquierda Pacto Histórico, son la expectativa de un campesinado harto de ser siempre víctima.

El Putumayo es una región estratégica para la seguridad del país porque comparte largos kilómetros de frontera con Ecuador y Perú. Como en toda zona donde el Estado está ausente o llega solo a través de sus FFAA, ante la pobreza y el abandono se hicieron fuertes las guerrillas, en particular las FARC. Tras su desmovilización en 2016, algunos guerrilleros decidieron no someterse a las negociaciones de paz y se mantuvieron alzados en armas. Esos acuerdos no brindaban garantías a los excombatientes. La traición del Estado es la crónica de muchas muertes anunciadas por la propia historia de Colombia, cuyas clases dominantes siempre honraron la tradición de incumplir la palabra dada. La cifra de 315 exintegrantes de las FARC asesinados justifica la huida de quienes no quisieron entregarse a este nuevo genocidio en cuentagotas.

En muchos casos, grupos disidentes de las guerrillas se reagruparon en torno a un objetivo que poco tiene que ver con la épica revolucionaria que en algún momento del siglo pasado supieron expresar. Volcados al control de las vías de la coca, su procesamiento y comercialización, en el Putumayo un sector de las llamadas disidencias no tardó en aliarse con paramilitares y asociarse a los carteles mexicanos que hace rato están en la región. Hoy se conoce a la fuerza armada resultante de ese enchastre como los Comandos de Frontera.

Alto Remanso es un caserío pobre a orillas del río, de casas de madera desperdigadas por trochas y caminos de tierra. Los registros de la Junta vecinal cuentan no más de 250 habitantes entre adultos, niños y niñas. Según la división política, la zona tiene como cabecera municipal a Puerto Leguízamo, pero pocos conocen ese centro administrativo que les queda a cuatro horas de lancha, muy lejos y muy caro para llegar. Tampoco les llegan noticias de las autoridades, ni de los servicios que debería brindar el Estado ni de la justicia. La avanzada militar que el 28 de marzo se cobró allí la vida de 11 personas decía tener como objetivo capturar a dos jefes de los Comandos de Frontera, alias ‘Bruno’ y ‘Managua’. Tras la masacre nunca pudieron demostrar que esas personas estuvieran allí. Cuando culminaba una fiesta vecinal, los militares atacaron: acribillaron al presidente de la Junta de Acción Comunal, Divier Hernández, de 35 años; a su compañera Ana María, de 24, embarazada; al gobernador indígena Pablo Coquinche, de 48; a otros tres vecinos, uno de ellos menor.

La avanzada militar que el 28 de marzo se cobró en Alto Remanso la vida de 11 personas decía buscar a dos jefes de los Comandos de Frontera, alias ‘Bruno’ y ‘Managua’. Tras la masacre nunca se pudo probar que esas personas estuvieran allí.

El periodista Alfredo Molano Jimeno, uno de los primeros en llegar al lugar, reconstruyó así los hechos: “A las siete de la mañana, hora en que coinciden los borrachos amanecidos y los niños recién despiertos, sonaron los primeros disparos de fusil. El caos y el miedo se tomaron la pista de baile, la cocina y el burdel. La música se detuvo. Gritos y llantos, gente corriendo en busca de un muro de cemento para protegerse. Pedidos de auxilio y perros ladrando en medio de la balacera. El primer objetivo de los hombres armados fue la cocina, donde se encontraban ocho adultos y tres niños, uno de ellos de cuatro meses”.

Solo cinco entre los 11 fusilados resultaron tener vínculos con el grupo ilegal que el Ejército decía combatir. Una vez que los efectivos irrumpieron en el lugar, esas personas, que estaban armadas, respondieron al fuego. Entre un primer desembarco y otro de refuerzo, los militares eran más de 50; llevaban a un francotirador que marcó como blancos a los líderes de la comunidad. Procedieron según el manual de la guerra sucia: después montaron fusiles sobre los cuerpos abatidos de los civiles, para decir que todos eran guerrilleros. Movieron los cuerpos y fraguaron la escena del crimen para que nada se pudiera investigar.

Preguntas

¿Por qué una matanza así, contra la comunidad, en un momento donde el conflicto armado no tiene la intensidad de otras épocas?

–Lo de siempre, falsos positivos. Necesitan mostrar resultados –analiza Rosa a un mes de los hechos.

La mujer atiende un pequeño restorán (una salita con tres mesas) en el corregimiento más cercano a la vereda Alto Remanso donde sucedió la masacre. Mientras prepara un bagre sudado para el almuerzo, explica:

–Dicen que se enfrentan a delincuentes, pero matan a la gente de la comunidad. Les es más fácil. Entonces les ponen armas a los muertos, en sus informes dicen que en la zona todos somos guerrilleros y narcotraficantes, que hay alto riesgo, y piden más dinero, más recursos. Para los militares la guerra sigue siendo buen negocio.

Llegamos al lugar bajando por el río Putumayo durante cerca de tres horas. En ese trayecto la Amazonía comienza a mostrarse en todo su esplendor: el verde absorbe todos los colores, como cantó el poeta. Para ese tramo de menos de 100 kilómetros, el pasaje tiene un costo por persona de 60 mil pesos colombianos, algo así como 20 dólares. La lancha puede transportar casi 30 pasajeros, y sale siempre llena. Navegar los ríos de Colombia resulta extremadamente caro, en contraste con la población empobrecida que vive bordeando los ríos y no tiene otra forma de moverse. Al igual que sucede en el Chocó, en el Pacífico –otra región de extrema pobreza y nula inversión estatal– son los olvidados de todo olvido los que tienen que afrontar costos privativos para desplazarse, sin carreteras ni caminos alternativos. De regreso volvimos por una ruta asfaltada del otro lado de la frontera, por Ecuador; pagamos 7 dólares el pasaje de un bus con asientos reclinables y baño.

Las heridas de la violencia están frescas, por eso los apoyos a la izquierda se expresan con modos suaves, sin estridencias.

Cerca de allí, en uno de los tantos caseríos que bordean el río –por pedido de sus habitantes no voy a mencionar su nombre–, el maestro de la única escuela del lugar prefiere no hablar de la masacre del Ejército. Cuenta, en cambio, la otra cara del mismo drama:

–Aquí no puede venir cualquiera sin avisar, sin pedir permiso. Esto era así ya antes de la masacre, aquí hay mucho control. Yo no puedo tener computador ni memorias usb, porque hay desconfianza con esas cosas, nos controlan todo. Imagínese trabajar así desconectado, con los niños, sin poderles enseñar.

–¿Quién le prohíbe eso?

–…

El profe acompaña el silencio con una mueca parecida a una sonrisa triste. No lo menciona, pero se refiere al Comando de Frontera, el grupo armado que manda en la región.

Un lanchero que cruza varias veces al día el río entre Colombia y Ecuador completa el panorama:

–Claro que por acá están esos grupos. Pero qué va a hacer uno. Si anda el Ejército, o las disidencias o los comandos, lo que toca es aguantar. No se trata de tomar partido, pero si esa gente dice que se le entregue un mercado, o se le colabore con un viaje, o que se les avise si anda tal o cual, eso no quiere decir que uno sea apoyo de los guerrilleros o del narcotráfico, es que ellos son la autoridad que hay.

A los pobladores no les queda más alternativa que convivir con los comandos. Sembrar coca es la única actividad mínimamente redituable y estos grupos comercializan la producción. Manejan la economía y ejercen un poder militar que no es explícito. A veces tienen que enfrentarse con alguna otra facción armada. Por lo general, además, deben atemorizar a la comunidad.

La gente, que es víctima de esa extorsión, cuando se mete el Ejército vuelve a ser víctima, esta vez del accionar criminal del Estado. Pero no se resignan a esa doble tenaza de violencia. El pueblo del Putumayo aún tiene energías para imaginar un futuro distinto, para pensarse actores de un cambio que les devuelva la paz.

Próximo puerto, esperanza

En cada charla busco el momento para preguntar por las preferencias políticas, cómo irán a votar. En Colombia suele haber temor a manifestar una inclinación hacia la izquierda –en regiones como ésta, eso podía costar la vida–. Las respuestas me sorprenden. De una veintena de testimonios tomados en las veredas y corregimientos rurales (Puerto Ospina, Buenavista, Montepa) y en centros urbanos (Mocoa, Puerto Asís, Orito), la mayoría votará por Gustavo Petro. Un par de mujeres aclararon: por Francia Márquez, su compañera de fórmula en representación del movimiento social. Otros agregaron: aunque sin mucha ilusión. Algunos prefirieron esquivar el tema, un par de muchachitos manifestaron no confiar en ningún político. Pero mi modesta encuesta arrojó una amplia ventaja en favor del Pacto Histórico, la coalición de izquierda que el 29 de mayo disputará la presidencia del país.

De entre los distintos testimonios, me resultó revelador el de una chica de 27 años que iba a la cabecera municipal a estudiar:

–Mi familia tiene un predio chico, de pocas hectáreas. Sembramos coca, pero no es como dicen, que nos llenamos de plata con eso. Quienes hacen el negocio son otros.

Hace una pausa, y me pregunta:

–¿Usted cree que Petro va a erradicar los cultivos?

Respondo que no sé. Repregunto sobre el plan de sustitución de cultivos ilícitos que iba a implementarse después de la firma de los acuerdos de paz.

–Eso no funcionó. Los subsidios fueron pocos, no hubo seguimiento y además la gente nunca vio que fuera algo serio. Suponga que aquí cultiváramos plátanos, transportar eso hacia las ciudades es muy caro, las lanchas cobran la gasolina y no dejan llevar mucho peso, solo de a 10 kilos. No se hicieron vías ni obras. Estando tan lejos de las ciudades, ¿a quién le vamos a comercializar?

El balance tan negativo me hace pensar que su familia preferiría mantener las cosas como están, votar a un candidato que no fuera a proponer mayores cambios. Se lo digo.

–No, toda mi familia va a votar por Petro. Tal vez él sí haga algo serio. No se trata de quedarse en la coca. Como le digo, nosotros no nos enriquecemos con eso. Si hay un plan de sustitución que nos permita apenas vivir bien, vamos a estar de acuerdo. Porque más allá de lo que cultivemos, este país tiene que cambiar.

En 2016, mientras el plebiscito por la paz sufría un revés a nivel nacional, en el Putumayo se impuso el apoyo a las negociaciones: el 68% de la población votó por el Sí. Durante aquella campaña se conformaron comités ciudadanos para difundir el contenido de los acuerdos de paz a lo largo de todo el departamento. Las cifras de apoyo fueron más altas donde más duro había pegado el conflicto armado: el 84% en el Valle del Guamuez, 80% en San Miguel, 70% en Puerto Guzmán. Aunque el No a los acuerdos de paz ganó por el peso de las grandes ciudades, en todas las regiones colombianas más afectadas por la guerra se dieron cifras parecidas a las del Putumayo.

La voluntad de cambio también se expresó con claridad en las elecciones presidenciales de 2018. Aunque Petro no pudo derrotar al uribismo en el escrutinio nacional –la fuerza política que responde a Álvaro Uribe, el expresidente vinculado al paramilitarismo–, el candidato de izquierda obtuvo en el Putumayo el 60% de los votos en primera vuelta y un abrumador 77% en segunda. En las elecciones del 13 de marzo de este año (dos semanas antes de la masacre de Alto Remanso) ese apoyo se confirmó: la izquierda sacó los mayores porcentajes no solo en las consultivas donde Petro y Márquez hicieron una gran cosecha, sino también en las elecciones de representantes a la Cámara y Senado, donde los candidatos del Pacto Histórico lograron el mayor porcentaje.

Dos analistas del conflicto en la región, Edinso Culma y Alejandra Ciro, explican que “los municipios petroleros y cocaleros de Putumayo votan por los candidatos más reformistas, porque allí se han gestado las expresiones más progresistas en este territorio”. Desde la década de 1970 los trabajadores petroleros estimularon la organización comunitaria, y eso facilitó que se expresaran los reclamos sociales. Después, la primacía de la coca hizo más compleja la situación, pero los actores armados no lograron desalentar a la comunidad.

Gustavo Petro suele hacer actos de masas. Pero la coalición de izquierda Pacto Histórico evita el Putumayo en la agenda de campaña. Desde 1948, los cinco candidatos presidenciales más progresistas de Colombia fueron asesinados en tiempos electorales.

Las heridas de la violencia están frescas, por eso los apoyos a la izquierda se expresan con modos suaves, sin estridencias. Petro suele hacer actos de masas y en los últimos meses Francia Márquez reforzó con su propia gira nacional esa masividad, pero no tuvieron al Putumayo en la agenda de campaña. Tampoco los candidatos locales del Pacto Histórico apuestan por la movilización.

Rosa, la mujer del restorán, explica su apoyo a Petro con argumentos claros. Con ritmo pausado, casi monocorde, y en voz baja, como se acostumbra a hablar de política por acá. Modos campesinos, después de todo.

–Está el riesgo de que, si gana, lo maten, o no lo dejen gobernar– dice, con la naturalidad con que dice todo lo demás.

El temor de Rosa tiene memoria, y vigencia: cinco candidatos presidenciales que podían molestar a las élites económicas del país fueron asesinados en Colombia, desde Jorge Eliécer Gaitán en 1948 hacia acá. Mientras esta crónica termina de escribirse, Petro acaba de anunciar la suspensión de sus actos de campaña en el Eje Cafetero por información sobre un posible atentado contra su vida.

–Pero, aun así, habrá que intentarlo, ¿verdad?

–Pues claro… Mire la violencia que sigue ocurriendo con las cosas como están –la referencia a la masacre de Alto Remanso no altera su voz, lo dice como al pasar –. ¿Sabe qué es lo que está cambiando? Que más allá de todo, esta vez la gente está despertando en todos lados, hasta en las ciudades. Entonces ahora, quién dice… parece que ahora sí podemos ganar –.

Por primera vez le cambia la expresión, y no dice más.

Esta vez, después de 70 años de guerra, ahora sí, cree Rosa, el pueblo colombiano puede ganar.

El Diario Ar

Más notas sobre el tema