Silvio Rodríguez: «No queda más remedio que la audacia»

Foto: Kaloian Santos Cabrera
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Acaba de cumplir 75 años y deja atrás la pandemia con una vitalidad que contagia. A su trabajo de creación personal, el trovador cubano agrega el impulso de otras trayectorias artísticas desde los estudios Ojalá y una valentía para el debate público que le hace mucho bien a la coyuntura política de la isla. Estuvimos en La Habana, fuimos a visitarlo, regresamos con una rara impresión: aunque parece obvio que la era no está precisamente pariendo un corazón, nada impide seguir soñando con un rabo de nube.

La de Silvio Rodríguez es una de las voces más universales que gestó la revolución cubana. Sus canciones fueron malditas primero, pero terminaron convirtiéndose en verdaderos himnos capaces de expresar la belleza del proyecto histórico más osado de la segunda mitad del siglo veinte. Cuando el horizonte socialista se ensombreció, arruinado por la torpeza de sus artífices y el encono de los enemigos, el trovador propuso una lúcida necedad de la que hoy se cumplen exactamente treinta años. “Una filosofía que es construcción y defensa a la vez”, dirá en este reportaje realizado hace unos días.

Silvio fue diputado de la Asamblea Nacional del Poder Popular entre 1993 y 2008, aunque su palabra adquirió filo en los febriles intercambios que desde 2010 tienen lugar en el blog Segunda Cita, que él mismo creó y coordina. Ahora que una nueva crisis económica alimenta el malestar en la población y el dogmatismo vuelve a enseñorarse, esa mirada reluce madura en sucesivas intervenciones públicas que son una convocatoria a la audacia y la virtud política.

La frase propuesta por Fidel Castro en su célebre Discurso a los Intelectuales de 1961, ha sido una marca indeleble para la vida cultural de la Cuba reciente: “dentro de la revolución todo, fuera de la revolución nada”. Se trata de una formulación que ha tenido interpretaciones distintas. ¿Qué pensás hoy de ese planteo?

—Las llamadas “Palabras a los intelectuales” fue la intervención de Fidel en unas reuniones que se dieron en la Biblioteca Nacional, a unos meses de la invasión por Playa Girón; o sea, cuando el país estaba siendo agredido incluso militarmente. La frase “dentro de la revolución, todos; contra la revolución ningún derecho” suele sacarse de contexto. No creo que haya sido dicha para establecer una directiz inamovible, como después se interpretó. Así la frase se fue convirtiendo en la justificación de políticas culturales y editoriales que a la larga, pienso yo, han hecho daño a nuestro proyecto socialista. No es ocioso recordar que, años después, el mismo Fidel advirtió que “revolución es tener sentido del momento histórico”. Concepto que abarca muchas cosas y puede ser útil para todos los tiempos.

Desde la editorial Ojalá publicaron hace poco el libro Decirlo todo, de Guillermo Rodríguez Rivera, que analiza el llamado “quinquenio gris”, período que va de 1971 a 1975 y en el que se impuso una mirada extremadamente dogmática en el campo del arte y la cultura, con la consecuente censura de la creación de vanguardia. ¿Existen aún hoy sectores del poder socialista que conservan esa mirada estrecha y sectaria? Y si la respuesta fuera sí, ¿hay riesgo de que vuelvan a tener una influencia importante en el plano de las políticas culturales?

Decirlo todo reúne artículos que Guillermo escribió para mi blog Segunda cita, más otras reflexiones que después agregó pensando ya en convertir parte de aquello en libro. Víctor Casaus se nos adelantó e hizo una compilación muy interesante de esos materiales, desde el Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau. Cuando estábamos intercambiando ideas sobre el libro, nos sorprendió la muerte y se llevó a este viejo y querido amigo. En síntesis, él plantea que la Revolución cubana no ha tenido una sola política cultural sino varias, en las diversas circunstancias que va exponiendo. Es obvio que las ideologías pueden llegar a extremos muy dogmáticos; ese es un riesgo que pudiera existir siempre. Es absurdo pretender que el arte exista al margen de la política y pasa lo mismo cuando se establece la supremacía de lo político sobre lo artístico. Lo político y lo artístico son sustancias constantemente activas de la cultura humana.

En una entrevista reciente, el cineasta cubano de tu generación Fernando Pérez dijo que sentía nostalgia por los años sesenta, porque en esa época “todo parecía posible”, “se discutía públicamente” y los debates eran más profundos. ¿Vos tenés la misma impresión?

—En los sesenta hubo incluso discusiones públicas de alto nivel, como aquella memorable entre Blas Roca, dirigente histórico del Partido Socialista Popular (comunista), y Alfredo Guevara, fundador y presidente del Instituto Cubano de Artes e Industrias Cinematográficas (ICAIC). Creo que eso en parte sucedía porque todos los dirigentes de entonces estaban avalados por la lucha a favor de una nueva Cuba, tras el golpe de Estado de Batista el 10 de marzo de 1952. En la lucha insurreccional participaron personas de muy diversas ideas y procedencias. En los sesenta el PCC (Partido Comunista Cubano) se estaba creando, había una idea global de unidad revolucionaria, pero era obvio que existían puntos de vista diferentes sobre muchos asuntos. Era, en definitiva, una lucha entre ideas ortodoxas y concepciones más abiertas, más realistas. La baja por edad o el deceso de muchos de aquellos dirigentes hizo posible la homogeneización partidista. Esto, a mi modo de ver, no debiera signifificar una petrificación. Es inconcebible que las ideas no circulen libremente en una sociedad superior, como se aspira a que sea el socialismo.

Luego de las protestas del 11 de julio del pasado año en Cuba te reuniste con Yunior Aguilera, uno de los voceros de esas movilizaciones, y fue un gesto político importante, en cierto modo un llamado a la escucha y el debate. ¿Qué sensaciones tenés sobre la evolución de esa crisis reciente? ¿Hay señales de una salida que esté a la altura del desafío?

—Me reuní con Yunior porque él, en plena crisis, me convocó públicamente con una carta que incluso mencionaba al unicornio. Confieso que si me lo hubiera pedido en privado también me hubiera reunido con él. Por qué no. A principios de la Revolución había más variedad de pensamiento dirigente que ahora. Aquello facilitó que algunas crisis no se profundizaran. La estructura hegemónica partidaria actual no tendría que ser obstáculo para que la flexibilidad continuara. Por supuesto que, para que esto sea así, los cuadros deben estar acostumbrados a escuchar, a dialogar y a discutir cuando es necesario.

De lo menos que se habla es de que en las protestas también hubo dirigentes que escucharon y conversaron con algunos jóvenes. Creo que esos cuadros hicieron lo correcto y creo que la dirigencia de cualquier sociedad debe ser así. Por otra parte, es obvio que no basta el diálogo; también hacen falta acciones, como crear espacios donde expresarse no sea un escándalo y mucho menos un delito. Construir esos espacios y velar por que funcionen sin torpezas no creo que atente contra el gobierno (heredero de la Revolución); más bien podría fortalecerlo.

Tanto Yunior Aguilera como tu hijo Silvito el Libre expresan a una generación de creadores que no vive del mismo modo que la tuya el vínculo con el proyecto revolucionario: ¿qué cosas te generan curiosidad y cuáles no tanto de eso que viene?

—Es obvio que los que somos más viejos, por haber vivido sobre todo las etapas de lucha y de esperanzas iniciales del proceso revolucionario, tenemos un nivel de compromiso que a generaciones posteriores no les toca. Los que nacieron después del triunfo de la Revolución se formaron con ventajas como la salud pública y la educación para todos, pero también con los inconvenientes de un país acorralado por un implacable bloqueo económico, lo que ha implicado muchas penurias y escaseces materiales. Han tenido que crecer en un estado socialista en algunos aspectos semejante a los de la Europa del Este, con abundante burocracia administrativa. En algunos sentidos esto se traduce en un pensamiento muy mecánico y rígido. Tanto Silvio Liam como Yunior nacieron y se educaron en provincia. Y aunque en las provincias las virtudes suelen verse mayores, no dudo que también los defectos. Es obvio que las vivencias sociales, familiares y personales nos marcan, nos van construyendo y nos definen. Una vez leí una entrevista a un músico que había empezado tocando en un grupo que hacía canciones porno. Este muchacho decía que nunca le había interesado la política, pero que lo fastidiaron tanto por sus canciones sobre sexo que acabó cantando contra el gobierno. Por cosas así insisto en que debieran existir espacios donde quepan no solo todas las formas de pensar sino todos los lenguajes, la diversidad de ideas y características que pueden ser expresados a través de las artes.

Esa apuesta por una conversación política sincera y sustancial parece ser en la Cuba de hoy una posición que incomoda. Por eso suelen pisar más fuerte, al menos en el plano institucional, quienes sospechan del debate porque supuestamente pone en riesgo lo conquistado. ¿Podrías describir mejor en qué consisten “esas torpezas” que arruinan los espacios de discusión?

—Para mí la mayor torpeza es no dialogar, pensar que sin el intercambio constructivo se puede crear, sostener y defender una idea. Eso sería un soliloquio, una conjetura, no algo compartido. Las sociedades son justamente espacios donde se comparten y se prueban ideas. Y no solo se trata de libertad en los temas políticos sino de una política de libertad en todos los temas. Por otra parte, ninguna sociedad es homogénea, siempre hay diferencias e incluso desacuerdos. Mucho más una sociedad que pretendió ser una cosa y ha resultado apenas lo que ha podido, en lucha constante contra un ahogo impuesto, lo que genera (podría decirse) contradicciones extras. También por esto son necesarios los consensos, lo que no quiere decir que lo consensuado sea totalmente justo; siempre habrá gente opuesta a la mayoría. Ocurre en todas partes, aunque se mira y se subraya con particular interés cuando sucede en Cuba.

Durante los últimos meses el gobierno cubano lanzó una campaña para la realización de obras y mejoras en los barrios más pobres del país, lo que puede ser interpretado como el reconocimiento de la existencia de un descontento genuino. Ahora bien, vos recorriste durante años esas mismas barriadas ofreciendo conciertos e incluso promoviste un documental donde se muestran las durísimas condiciones de vida de esos pobladores. ¿Sentís que el sistema político de la revolución ha perdido sensibilidad popular?

—En Cuba hubo planes de atención a los barrios y a los sectores más sensibles, pero con la caída del campo socialista perdimos el 80% de nuestro comercio internacional y empezó el llamado “período especial”. Esto echó por tierra muchas cosas buenas que se hacían. Por eso se han ido acumulando problemas y estos problemas se han ido agravando, entre otras razones por no haberse tratado a tiempo y con la debida transparencia. Hablo de transparencia porque esto también pasa por haber estructurado una prensa demasiado controlada y defensiva, más que indagadora y polémica. El lema de “no darle armas al enemigo” siempre tiene dos filos. Lo cierto es que nuestra gira de una década por los barrios nunca fue rechazada sino apoyada, e incluso asistida. Pero de ahí a llevar esa realidad a la luz pública, ha habido distancia. Debiéramos aprender de estos errores y superar los muchos defectos sistémicos que arrastramos. “Nos va la vida en ello”, hubiera dicho Eduardo Aute.

Sospecho que algunos defectos sistémicos tienen que ver con la economía, quizás el problema más acuciante para la gente hoy en Cuba. Me interesa preguntarte sobre tu experiencia en Ojalá. Según leí en el sitio oficial de la productora: “desde sus inicios fue concebido como un proyecto alternativo, independiente de los estudios oficiales y no regido por las exigencias del mercado”. ¿Existe una fuerza productiva capaz de desplegarse con autonomía de la pesada lógica estatal y sin caer presa de la cruel dinámica capitalista? ¿Puede hallar la sociedad cubana en esa experimentación una alternativa a la crisis actual?

—Claro que lo económico es determinante, aunque pienso que también lo es la conciencia. O sea, generar una productividad y después ver en qué la inviertes, y cómo. Ojalá existe por mis conciertos en el exterior de Cuba. Eso es lo que nos sostiene, lo que nos ha permitido tener un estudio de grabación de calidad, cuyo 80% de actividad ha sido en donaciones, y donde han grabado los que no tienen casas de discos, o estudiantes que sueñan con participar en concursos internacionales. Ojalá también generó una modesta editora de libros, con pocos títulos pero todos buenos. También auspiciamos varios concursos, uno de música popular y otro de música de concierto. Gracias a Ojalá, durante toda una década hemos hecho conciertos en los barrios más vulnerables de La Habana y de algunas ciudades del interior. A esos barrios hemos llevado una representación de nuestra mejor música y en cada barrio hemos aportado libros de diversas editoriales para bibliotecas que existían o por hacer. Esto lo hemos hechos gracias a la respuesta entusiasta de músicos, de artistas de la escena y de intelectuales que nos han acompañado con mucho amor. Cuento todo esto sin pretender convertirlo en receta. Hay muchas maneras de aportar a la vida nacional. Lo que sí creo es que todas tienen que partir de una productividad, de una sostenibilidad; por eso es importante que diversas formas de producción y acción social sean estimuladas.

Hace poco, en un programa de la televisión cubana, dijiste que los verdaderos artistas no se imponen ningún tipo límite en su faena creadora y que toda obra de arte es una provocación. Se trata de una idea muchas veces dicha, pero que hoy retumba con renovada radicalidad. ¿No te da la impresión de que las fuerzas progresistas y de izquierda se han vuelto un poco conservadoras en los últimos tiempos, mientras las derechas se apropian de ese impulso vital que busca transgredir el orden?

—Se ha usado la palabra revolución desde contenidos conservadores, y también desde poderes que no debieran ser inmovilizadores. Me pregunto si será un signo, una suerte de inconveniente de lo que se empodera y establece. No siempre es fácil mantener equilibrio entre lo que hay que defender y lo que hay que cuestionar. Mucho más cuando constantemente hay una mala intención al acecho, como ha sido el caso de Cuba. Eso obliga a crear una filosofía de construcción y defensa a la vez. Pero resulta que una respuesta sostenida puede ser enajenante y llegar a confundir, si se convierte en reflejo condicionado. Lo característico puede acabar en costumbrismo y eso nos puede hacer vulnerables a manipulaciones. En un país acosado y subdesarrollado se hace necesaria una autorreafirmación que pudiera confundirse con vulgar nacionalismo. Ante esto, para mí, no queda más remedio que la audacia. Mucho más en el ámbito artístico y aún más con los jóvenes. A la juventud hay que darle espacio y siempre tenerla cerca para escucharla y decirle, para enseñar y para aprender. Eso fue lo que pusieron en práctica dirigentes revolucionarios de la estatura de Haydée Santamaría y Alfredo Guevara. Esa humanidad la llevaba en el alma el benefactor Eusebio Leal Spengler.

Yendo al terreno de la música, ¿cómo vivís el efecto que ha tenido en la producción musical la emergencia de plataformas como Spotify y YouTube? En ambas has incursionado con canales propios y hoy podemos escuchar tus temas allí: ¿cambia el modo de concebir la creación y la circulación a partir de estas formas de distribución?

—No veo por qué esa nueva forma de circular la música deba cambiar el modo de concebir la creación. Al menos en mi caso, nada que ver. YouTube permite alquilar espacios; pero, en Spotify, son compañías especializadas las que lo gestionan. Es una forma de comercio que generaron las redes, con sus inevitables intermediarios. Los primeros años hubo compañías (del mismo país que nos bloquea) que sin autorización ponían nuestra música, cobraban el “servicio” y uno ni se enteraba. Esas realidades nos abrieron los ojos y nos obligaron a “ponernos las pilas”.

La pandemia pudo haber sido la oportunidad para repensar en serio el estado del mundo actual, pero por el contrario parece consolidarse un status quo muy injusto y la falta de horizontes se torna alarmante. ¿Estás procupado por cómo se avizora el porvenir o sos más bien optimista?

—Es escandaloso que haya áreas del mundo que no se han podido vacunar y que los ricos destruyan cientos de millones de vacunas porque se ponen viejas o porque no tienen a quien venderlas. Es escandaloso que lo único que ha crecido durante la pandemia sea la industria del lujo. Es escandoloso que, después de tantas evidencias, los que deciden el curso del mundo persistan en hacer la guerra y fabricar más armas que curas para tantas enfermedades… Pero hay que ser optimistas; diría que hay que esforzarse en ese sentido, porque si el cinismo y el desánimo nos dominan, ¿a dónde vamos? De alguna forma hay que ir convenciendo que el espíritu de supremacía y confrontación debe ser humanamente superado. Ojalá llegue a ser un signo de lo moderno, en el futuro.

Escucho tus canciones hace cuarenta años y no deja de impactarme lo vigente y activo que se te ve: ¿de dónde sale esa energía que en sí misma es un acto de resistencia? ¿Y cuáles son los planes y proyectos que te animan aquí y ahora?

—Tuve que detener la gira por los barrios por la pandemia. Y como esto es un asunto que todavía no se da por concluido me cuesta convocar a la gente, reunirla, porque pienso en la posibilidad de que se enfermen personas, acaso niños. No me habitúo a la idea de asumir una responsabilidad de convocatoria. Aunque he asistido, como público, a eventos, como el reciente Festival de Jazz de La Habana, por cierto maravilloso. El año pasado hice dos conciertos en Madrid, invitado a asistir al centenario del Partido Comunista de España. No descarto que este año me aparezca por algún sitio, pero por ahora estoy dedicado a redondear algunas ideas discográficas. La pandemia, entre otras cosas, me ha permitido echar una ojeada a mucho trabajo inconcluso. Gracias a eso pude editar Con Diákara, un trabajo que tenía pendiente desde hacía treinta años. Con la ayuda de mis compañeros del proyecto Ojalá, y por supuesto con el apoyo de mi familia, estoy retomando e incluso desarrollando temas que me estaban esperando.

Alguien me dijo que estabas muy entusiasmado con la idea de grabar esas canciones inéditas de tus distintas etapas. ¿Qué potencia encontrás hoy en aquellas creaciones del pasado?

—A mí me pasó algo curioso: grabé mi primer disco después de diez años de estar componiendo y después de ocho años de ser un trabajador profesional de la canción. O sea que cuando hice Días y Flores tenía cientos de obritas compuestas. Por eso en todos mis discos posteriores fueron apareciendo canciones viejas; era algo que les debía a las que consideraba que valían la pena. Hace algún tiempo hice un trabajo discográfico dedicado a ese tipo de rescate: Érase que se era. Ahora mismo tengo entre manos otro proyecto parecido, llamado Pendientes, con más de una docena de temas. En esto no me he guiado solo por mi criterio, también he tomado en cuenta la memoria de amigos y conocidos, que me recuerdan canciones con nostalgia. Me pasa que a veces escucho una cinta donde aparecen sorpresas, canciones que ni recordaba haber compuesto. Impresiona un poco, porque con el descubrimiento te pueden rodear de súbito sensaciones remotas. Aún así, creo que mi próximo disco va a ser de mis composiciones más recientes, acompañadas por los músicos-amigos que han tenido la gentileza de trabajar conmigo en los últimos años. Va a tener incluso una colaboración con Frank Fernández y Alina Neira, cosa que no pasaba desde que grabamos aquella primera versión de “Te amaré”. Ese trabajo discográfico lo voy a titular: Canciones personales (y no tanto).

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