Las 47 horas más largas de mi vida – Por Aram Aharonian

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Por Aram Aharonian*

Aquel 11 de abril del 2002, el día que amaneció de golpe, y las 47 horas posteriores, no las podré olvidar jamás. En ese entonces yo era presidente de la APEX, la Asociación de Periodistas Extranjeros, y a primera hora de la mañana los colegas estaban desesperados por encontrar la información que los medios locales, cartelizadamente, negaban. Coincidimos en aunar esfuerzos, compartir fuentes, dividirnos escenarios, para poder encontrar algún hilo que nos llevara a saber de qué se trataba y cómo se desarrollaban los acontecimientos.

La oficina de la APEX en el aquel entonces hotel Hilton fue elegida como centro de operaciones (y frustraciones), y se sumaron algunos periodistas venezolanos, como los hermanos Vladimir y Ernesto Villegas, Cristina González, Nora Castañeda, entro pocos otros. Unos a Fuerte Tiuna, otros a las cercanías del palacio, otros más tratando de comunicarse con jerarcas castrenses, en especial con Raúl Isaías Baduel, quien el 13 de abril de 2002 como comandante de la Brigada de Paracaidistas del Ejército, encabezó lo que él llamó la llamada operación Restitución de la Dignidad Nacional, con el fin de rescatar a Chávez y restaurar el hilo democrático. Baduel, uno de los fundadores en 1982 del Movimiento Bolivariano 200, tenía intenciones de tomar el lugar de Chávez.

Unos reportaban que la gente salía a borbotones de los bloques y casas de Catia y Antímano, para subirse a los tanques que detentaban el poder castrense frente al Fuerte Tiuna y preguntarles a los soldados si eran pueblo o represores; otros que la marea chavista iba camino a Miraflores. Llegaban noticias de funcionarios y militares afines al gobierno que eran sacados a la fuerza de sus casas, y de políticos y ministros que salvaban sus vidas de diferentes formas. Los periodistas extranjeros cumplían con su función de informar, y sus coberturas comenzaban a tener cabida en algunas radios venezolanas.

Una reportera de la agencia Reuters nos narró la anécdota de lo que presenció la noche del 11 en el quinto piso de la Inspectoría General del Ejército, en Fuerte Tiuna.  Un hombre, setentón, calvo, eminente abogado constitucionalista, con negocios en el sector minero, había sido trasladado allí en un auto con patente del Ministerio de Defensa, y era atendido solícitamente por un coronel. Pero pasaban los minutos y el eminente jurista, con clara vinculación con el Opus Dei, releía una y otra vez su juramentación -llena de pomposas galimatías y latines- y los primeros decretos que iba a dar a conocer unos minutos después, cuando fuera proclamado Presidente transitorio.

Apenas a cinco pasos suyos, estaba el general Efraín Velasco Velásquez, jefe militar del golpe, en su despacho de comandante del Ejército. El coronel le filtraba una cantidad de llamados por dos celulares: a algunos les negaba que el general estuviese en Fuerte Tiuna, a otros les decía que llamaran más tarde, y a los más escasos los comunicaba con el general.

El hombre setentón, guardó sus papeles en el bolsillo derecho de su traje oscuro, se arregló la corbata, guardó sus anteojos y, ya molesto, le preguntó al coronel porqué se demoraba el general. “Es que el general está ocupado, hablando con unas personas, está hablando con el doctor Pedro Carmona…”, le inform. “¡Pero qué se ha creído!” dijo el hombre indignado. Por favor, coronel, regréseme a mi casa. Secó la transpiración de su calva cabeza, se echó su coraje aristocrático al hombro, recobró toda su dignidad católica, guardó su juramento y sus decretos -¿para alguna otra ocasión?- y fue conducido nuevamente a su casa. Cuentan que su nombre, Pedro París Montesinos, fue borrado del libro de guardia.   Adentro del despacho del comandante del Ejército, Efraín Velasco Velásquez y Pedro Carmona –luego conocido como “Carmona el breve”, por sus apenas 47 horas como dictador- repartían la torta y comenzaban el baile, sin estar demasiados seguros de que la orquesta les fuera a acompañar en su aventura. La primera traición había sido consumada. Luego, vendrían otras. Y otras.

Habíamos vivido 47 horas de zozobra, con Chávez desaparecido, secuestrado, con el pueblo en las calles reclamando por su presidente, con los militares decidiendo de qué parte se ponían, con las radios y televisoras pasando música pero no noticias, con las agencias noticiosas internacionales ofreciendo información que se le negaba a los venezolanos pero que llegaban de rebote; con periodistas que habían llegado del exterior a entrevistar al presidente y terminaron haciendo un documental sobre el grotesco golpe, mientras los “demócratas” huían de la truncada fiesta de asunción.  Con Chávez regresando a Palacio en helicóptero dos días después con cara de no saber si estaba secuestrado o liberado, buscando caras amigas con desesperación. Con ministros que se habían dado vuelta, como el general de la cartera de finanzas, que haciéndose el distraído quiso entrar a la reunión de gabinete cuando Chávez volvió a asumir en la madrugada del 14.

Para evadir la agresividad de la prensa local, Chávez solía dar ruedas de prensa internacionales en el Salón Ayacucho del Palacio de Miraflores. La más tensa fue la del día después del golpe frustrado del 11 de abril del 2002. Allí habló de casi todo lo sucedido. De la valentía de sus ministros, obviando, claro, alguno que se tiñó el pelo para que no lo reconocieran u otros que se escondieron debajo de las camas: “esos también”, señaló cuando un corresponsal le dijo por lo bajo que no todos habían sido coherentes con la causa. Al final de la ronda fue cuando nos dijo a Jorge Giordani (ministro de Planificación) y a mí: “tenían razón, general con calculadora no es ministro de Economía”.

La primera vez que lo vi fue por televisión, en esa fantasmagórica aparición de apenas segundos, para dejar una frase para la historia (al menos para la de Venezuela): “por ahora”.  Las imágenes televisivas de apenas un minuto y 15 segundos, transmitidas a las 10.30 del 4 de febrero de 1992 dejaron para la posteridad su reconocimiento del fracaso de la intentona revolucionaria. Sobrevivió a la intentona y una década después, siendo Presidente, sería objeto de un golpe de Estado. Y luego al sabotaje petrolero y el paro patronal de 62 días.

Chávez, el de la cara de chiquillo sin maestro, estuvo preso poco más de dos años por la sublevación y al salir fue obligado a renunciar al ejército. El pueblo lo aguardaba. Uno, acostumbrado, hastiado de golpes militares, no entendía bien esa euforia. “Veíamos la corrupción dentro de la fuerza armada y cómo se iba deteriorando la sociedad (…)”, nos dijo a un grupo de periodistas.

En su propuesta de ruptura con el capitalismo hegemónico, aparece un modelo humanista con algunas bases marxistas y esto corresponde a la pretensión y necesidad de construcción de un modelo ideológico propio, de verse con ojos venezolanos y latinoamericanos. “La democracia (formal) es como un mango, si estuviese verde hubiese madurado. Pero está podrida y lo que hay que hacer es tomarlo como semilla, que tiene el germen de la vida, sembrarla y, entonces, abonarla para que crezca una nueva planta y una nueva situación, en una Venezuela distinta”, me explicaba.

Fue el líder democrático más carismático de las últimas décadas en Latinoamérica, con una relación particularmente movilizadora del pueblo. Quizá el mayor logro de sus 14 años de gobierno haya sido convertir a las clases populares en sujetos de política y no sólo en objeto de ella; en ciudadanos y no borregos, en participantes en la vida política y en la marcha de una revolución pacífica y democrática, inclusiva e incluyente, donde se sepultó el analfabetismo y la pobreza. Donde se revivió la idea de llegar al socialismo por las urnas.

Dos años después del golpe, Eduardo Galeano me mandó unas líneas: “Extraño dictador este Hugo Chávez. Masoquista y suicida, creó una Constitución que permite que el pueblo lo eche, y se arriesgó a que eso ocurriera en un referéndum revocatorio que Venezuela ha realizado por primera vez en la historia universal”.

Hugo Chávez simboliza aún hoy la emergencia del pensamiento regional emancipatorio del cambio de época, con críticas anticapitalistas y antiimperialistas, con una concepción humanista. Y rescató al socialismo como horizonte y meta. Perdió la batalla de la vida y ganó una eternidad heroica. Decía Sergio Sommaruga que “cuando solo te vence la muerte, te has convertido en un vencedor”. “Me dicen que ya lo vieron por el Arauca, rumbo al Meta, huyendo del encierro de un mausoleo”, escribía la socióloga Maryclén Stelling.

La última vez que lo vi también fue por televisión, cuando el país quedó huérfano y un pueblo volcado a las calles, le daba el último adiós.

*Periodista y comunicólogo uruguayo. Magíster en Integración. Creador y fundador de Telesur. Preside la Fundación para la Integración Latinoamericana (FILA) y dirige el Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE)

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