Cómo actúa la OEA ante el nuevo escenario latinoamericano – Por Paula Giménez y Matías Caciabue
Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.
Por Paula Giménez y Matías Caciabue
El domingo 22 de abril, el gobierno nicaragüense expulsó a los representantes de la Organización de Estados Americanos (OEA) de su país. Durante una transmisión televisiva, el ministro de relaciones exteriores, Denis Moncada, informó el cierre de las oficinas del organismo regional en Managua y reiteró su denuncia sobre el fin último del organismo: “Facilitar la hegemonía de Estados Unidos en América Latina y el Caribe”.
Apenas dos días después, Rosario Murillo, vicepresidenta de Nicaragua, comunicó que el edificio donde funcionaba la OEA pasaría a manos del Estado y que funcionará allí el “Museo de la Infamia”: “Qué más infame que ese ministerio de colonias”, agregó la mandataria.
La decisión ya había sido anunciada por el país a fines de 2021, cuando la Asamblea General de la OEA, integrada por 34 miembros, desacreditó el resultado de las elecciones presidenciales del domingo 7 de noviembre, con 25 votos a favor, siete abstenciones, un voto en contra (el propio) y un país ausente. Los argumentos se dirigieron a cuestionar las condiciones democráticas del sufragio, basados principalmente en la “ausencia de líderes de la oposición”, encarcelados por conspiración, y las supuestas violaciones a los derechos humanos. Un modus operandi muy conocido en la historia de la OEA y en la matriz de opinión que construye el globalismo angloamericano.
El propio Ortega fue muy claro al respecto cuando se refirió a los partidos opositores: «Le vendieron el alma al imperio hace rato, viven de rodillas pidiendo sanciones contra Nicaragua». Más allá de las apreciaciones del caso, hay que decir que la oposición gira en torno a los herederos de Violeta Chamorro y su política, que incluyó perdonar al paramilitarismo de los Contras (funcionarios y ex Guardias Nacionales de la dictadura somocista) y condonar una deuda que la Corte Internacional de Justicia determinó a los Estados Unidos por más de 17.000 millones de dólares por 38 mil víctimas civiles y por la destrucción de infraestructura del país.
El 7 de noviembre los números oficiales anunciaron resultados difíciles de refutar, con Daniel Ortega y el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) con un 74,9% de los votos y con una participación en las urnas del 65%. Ortega iniciaba así su quinto período por mandato popular y altos índices de legitimidad.
La OEA nos tiene acostumbrados a la doble vara: lo que decida el pueblo en urnas no goza de aceptación en las oficinas de Washington cuando se trata de victorias de gobiernos populares. En la misma línea, desconoció el proceso electoral en Venezuela de noviembre de 2021, el número 23 desde la llegada de Chávez en 1999 pero sí validó a un “presidente interino” que se autoproclamó en una calle de Caracas, constituyéndose en un actor central de la estrategia de intervención bajo las consignas de “cese de la usurpación, transición a un nuevo gobierno y elecciones libres y transparentes”.
Nicolás Maduro también decidió el mismo camino en 2017, año en que se retiró formalmente, luego de que la OEA reconociera como presidente de Venezuela a Juan Guaidó, quien aún hoy se sienta en los espacios de decisión como representante del país caribeño. El otro caso es Cuba, quien fue expulsado y reincorporado en 2009, pero cuyo gobierno revolucionario decide no asistir. “Cómo no me voy a reír de la OEA”, cantó el trovador Carlos Puebla.
Cuba, Venezuela y Nicaragua. La “Troika Tiránica”, expresó el expresidente estadounidense Donald Trump. El fondo de la cuestión es que representan un proyecto disidente, de soberanía y emancipación, desde la visión de que es posible pensar otro futuro para América Latina y el Mundo. La resiliencia del “Socialismo del Siglo XXI”, que fue capaz de construir el “No al ALCA”, y luego el ALBA y la CELAC, el organismo que hoy preside Alberto Fernández.
La historia reciente de la OEA: Almagro como guardián del patio trasero
El 13 de marzo de 2020, Luis Almagro fue reelecto Secretario General de la Organización de Estados Americanos. En 2015, había llegado al frente del organismo de la mano del bloque UNASUR, que traccionó el voto de 33 de los 34 Estados miembros. Cinco años después, su reelección fue garantizada por el bloque neoliberal, con 23 votos a favor y 13 en contra.
Almagro había hecho bien los deberes durante los 5 años de su gestión anterior; lideró la ofensiva contra las “dictaduras” de Nicolás Maduro en Venezuela, Daniel Ortega en Nicaragua y Díaz Canel en Cuba y sus “violaciones al Estado de Derecho”, y fue un actor clave en el golpe de estado perpetrado contra el presidente Evo Morales en Bolivia, denunciando “fraude electoral” en las elecciones de 2019. El Center For Economic And Policy Research (CEPR), confirmó el 13 de junio de 2021, las irregularidades en el informe que la OEA presentó sobre las elecciones en Bolivia.
En ese orden, no deja de sorprender, ante la “abnegada preocupación” de la OEA por la garantía de derechos humanos, su absoluto silencio sobre la implacable violencia desplegada por las fuerzas de seguridad, bajo el mando de los gobiernos liberales de Piñera en Chile desde 2019, de Bolsonaro en Brasil o de Duque en Colombia, sobre un pueblo que se manifiesta en las calles contra proyectos económicos y políticos de exclusión y pobreza para las mayorías. De público conocimiento son los muertos y muertas en conflicto de la mano de Carabineros, el abandono y consecuente muerte de más de medio millón de brasileños por Covid-19 y los asesinatos cometidos por la policía en las favelas, o los grupos paramilitares asociados con el narcotráfico en el histórico enfrentamiento de las fuerzas de Uribe-Duque contra los combatientes de las FARC y los manifestantes del paro nacional.
Indudablemente, Almagro se transformó en el guardián de los intereses extranjeros en la región, principalmente representados por el proyecto neoconservador con conducción de Estados Unidos, personificado en aquel momento por Donald Trump, y el siempre presente poder fáctico del estado profundo del Pentágono.
Expulsado finalmente del Frente Amplio uruguayo en diciembre de 2018, Almagro personifica más que nadie la decisión tomada desde Miami, de profundizar la injerencia en territorio latinoamericano para recuperar el control económico y político, post Consenso de Washington. Decisión que la ultraderecha continental ejecutó con claridad, y profundizó desde los años 2012-2013 con el golpe institucional a Fernando Lugo en Paraguay, en el marco de un ciclo de paulatina y sistemática baja de los precios de las commodities que la región exporta (alimentos, minerales, energía).
El cambio de mando en la Casa Blanca, a partir del triunfo de Joe Biden en las elecciones presidenciales de noviembre de 2020, y con él, de la fuerza demócrata alineada en el proyecto globalista angloamericano, marcó también un cambio de forma en la estrategia de Estados Unidos y sus aliados internacionales en la región. Con un accionar maquillado de “respeto a las democracias”, se intenta un camino de “negociación y diálogo”, no por ello menos injerencista. La política exterior norteamericana sostiene el objetivo de imponer su hegemonía global, a fuerza de consenso o coerción, según el caso. Igualmente, la derrota de Trump le trajo a Almagro algunos costos. La OEA ya no se encuentra en la centralidad del diálogo de la Casa Blanca con la región, que ha optado por la profundización de diálogo bilaterales y multilaterales que desdibujaron el faccionalismo neoconservador de la OEA.
Así lo marca la próxima realización de la Cumbre de las Américas en una de las ciudades estadounidenses de mayor habla hispana, Los Ángeles (California), el próximo mes de junio. Allí Biden amenaza con no invitar a Cuba, mientras promete el lanzamiento en la región del programa “B3W” (reconstruir mejor el mundo), la estrategia de contención del G7 de la llamada “Ruta de la Seda” de China.
Cuando se trata de hacer la guerra, la disputa es por todos los medios. La OEA sigue siendo un medio de maniobra importante en territorio latinoamericano, a pesar de que su brazo de lobby y articulación política en la región, el Grupo de Lima, se encuentra debilitado en relación al período de la gestión anterior de Almagro. Los gobiernos nucleados en dicho grupo desde 2017, con sus partidos políticos conservadores, son los que viabilizan la “Doctrina Monroe” americana, y la “Responsabilidad de Proteger”, como parte de la doctrina militar de dicho país está intacta, más aún cuando la estrategia de invasión directa no goza de suficiente legitimidad o es considerada “más costosa” desde las oficinas centrales. No por más “sofisticados”, los mecanismos son menos violentos, sino quizás, todo lo contrario.
La profunda crisis global resulta así un escenario donde se debaten otras reglas de juego, la taba está en el aire y el desafío es poder construir mecanismos que permitan dar respuestas a los alarmantes índices de desigualdad y miseria que azotan a la región y al mundo entero.
Nuevos escenarios, nuevos alineamientos, nueva integración posible
Más allá de la conducción intervencionista de la OEA como brazo de maniobra del imperialismo norteamericano, pareciera haberse abierto un escenario de oportunidad para la recuperación paulatina de las fuerzas nacionales, plurinacionales y populares a partir de la victoria del Frente de Todes en Argentina, el restablecimiento democrático en Bolivia en manos del MAS tras el golpe cívico militar en 2019, la victoria -fuertemente atacada aún hoy- de Castillo en Perú, el nuevo gobierno de Boric en Chile, la posible victoria de Lula en Brasil y de Petro en Colombia. No es menor el papel que cumple en este contexto el gobierno de López Obrador en México, con el impulso sostenido de la Cuarta Transformación y su política exterior que apunta, después de décadas de neoliberalismo, a los pueblos del sur.
Tampoco es menor la llegada de Argentina a la presidencia pro témpore de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), organismo constituido formalmente en Caracas, en el año 2011, para refundar un bloque de integración que aglutine a todos los países “soberanos” de Latinoamérica, y al que Estados Unidos no fue invitado.
Estas condiciones se presentan como oportunidad, pero para no caer en una lectura nostálgica de la integración, en tiempos donde las transformaciones estructurales de carácter económico han modificado la forma en que se establecen las disputas de poder, es necesario poner en el centro de atención la principal necesidad del pueblo latinoamericano: el plato de comida y el trabajo digno.
Resulta imperioso avanzar en un proceso de integración comercial, que ponga como objetivo el intercambio de productos entre países de Latinoamérica y el Caribe. Apuntar a otras lógicas en el intercambio entre los pueblos, al intercambio de bienes elementales como energía y alimentos, manufacturas con agregado de valor. Integración económica con industrialización y generación de empleo genuino para la redistribución de los ingresos en las mayorías trabajadoras.
Avanzar en el desarrollo e intercambio científico tecnológico, de la mano de la profundización de una política de defensa de recursos naturales estratégicos a nivel regional, con fuerte inversión estatal en innovación tecnológica, impulsados por un funcionamiento virtuoso de las instituciones supranacionales, puestas al servicio de este objetivo soberano.
En suma, crear y profundizar toda una serie de mecanismos que logren hacer frente a la injerencia financiera, mediática, política de los proyectos imperiales en las formas que adquieren en pleno siglo XXI, teniendo claro que siempre, sin excepción las verdaderas transformaciones sociales crecen desde el pie.