Colombia: barajando de nuevo en las alturas – Por Héctor-León Moncayo S.

1.233

La disputa por el control de algunos grupos económicos, que va de la mano de la financiarización del modelo productivo, y con ella la profundización del proceso de desnacionalización de la poca industria nacional que aún existe, es una muestra de que se vive una reestructuración del bloque de poder. Algo de ello se ha podido ver en la gradual pérdida de vigencia de la fracción narco-paramilitar-terrateniente, con su declive electoral.  Una realidad e historia en desarrollo y sin conclusión definitiva.

Si no fuera por la violencia que no cesa –los asesinatos se suceden, uno tras otro, en medio de la más espantosa impunidad– y por los incidentes de la campaña electoral –ridículos unos y escabrosos otros– el verdadero acontecimiento noticioso de los últimos seis meses sería el sismo ocurrido en la cúpula del poder.

En efecto, a principios de noviembre del año pasado, el país fue sorprendido con una información según la cual la familia Gilinski se disponía a apropiarse de las principales compañías del conocido y coloquialmente denominado “Sindicato Antioqueño”. O dicho en términos más serios, aunque también informales, el Grupo Empresarial Antioqueño, GEA. En primer término, Nutresa, el famoso conglomerado de la industria de alimentos que, hace algunos años, gracias a sus actividades en otros países, alabada como nuestra primera “multilatina” de orígenes criollos. Luego, Sura, en realidad una holding financiera, formalmente propietaria de la anterior, entre otras empresas (1).

El mecanismo utilizado, si se quiere común y corriente en el mercado de valores, fue el de las Ofertas Públicas de Adquisición, OPA, dirigidas a las acciones de cada una de las empresas mencionadas. A la fecha se han realizado un par de rondas y se anunció el 28 de febrero una más que aún no ha comenzado. Se trata pues de uno de los más grandes negocios entre particulares, si no el mayor, de los últimos veinte años. Aunque es evidente que el propósito buscado con este mecanismo, al ofrecer la compra de una cantidad significativa de acciones a un mejor precio que el vigente en la bolsa, es disputar el control de la compañía involucrada, la primera reacción del GEA fue calificar esta OPA de “hostil” (Supuestamente debió haber un arreglo previo, “amigable”, con los principales vendedores, es decir los actuales controladores). Lo que hicieron, en definitiva, fue dejar ver el temor que tenían de ser derrotados.

Los temores no eran infundados, los líderes del GEA no habían completado su campaña de medios (y hacia los accionistas minoritarios), basada en el argumento de que el precio ofrecido era muy inferior al verdadero valor de las acciones de Nutresa que tenía un comprobado futuro promisorio, cuando se lanzó otra OPA, esta vez sobre Sura. El grupo Gilinski había logrado voltear a su favor el recurso utilizado por los antioqueños para proteger su propiedad de cualquier asalto, es decir, el sistema de inversiones cruzadas. Nutresa era ciertamente accionista importante de Sura y, de manera recíproca, Sura un accionista principal de Nutresa. Con la ofensiva desatada, la posibilidad de control se ampliaba, más allá de las participaciones numéricas, pues a la incidencia directa se añadía la indirecta, efecto de conjunto que suele expresarse en el número de cargos en las juntas directivas.

La importancia de esta batalla, de cierta complejidad para quien no esté familiarizado con el lenguaje y las características del juego, reside en que, visto en perspectiva, el desenlace está indicando un cambio significativo en las relaciones de fuerza entre algunos poderosos capitales. La inquietud inmediata es si deberíamos permanecer en el terreno puramente económico o más bien explorar sus significados sociales y políticos. A juzgar por el escándalo y las sorprendentes reacciones, la adecuada es la segunda alternativa.

Desde esa mirada, resaltan, junto al despliegue de todo tipo de mecanismos de defensa por parte del GEA –argucias jurídicas, búsqueda silenciosa de socios de confianza, compras clandestinas de acciones, y otras más– los defensores de oficio. Un periodista, de celebrada independencia, como Daniel Coronel, al comentar la disputa en curso, sostiene incluso la tesis de que Gilinski gozaría, en contra del GEA, del apoyo por parte del gobierno de Duque quien estaría agradeciendo la promoción que le hace la revista Semana recientemente adquirida por el millonario Gilinski. Según su opinión, los superintendentes financiero y de industria y comercio habrían mantenido oculta desde finales de 2020 la proyectada operación. “Eso impidió que los actuales controlantes de las compañías buscaran potenciales socios estratégicos para intentar una oferta pública de adquisición amigable” (2). Una pregunta toma cuerpo de inmediato: ¿y por qué tendríamos que tomar partido por el GEA?

Otros importantes comentaristas llegaron hasta argumentar la existencia de una alianza del magnate con Gustavo Petro, el candidato presidencial señalado como la amenaza de izquierda (3). En fin, un escándalo mediático dirigido a los accionistas minoritarios quienes se encontraron de pronto en la penosa disyuntiva de escoger entre la posibilidad de aguardar, en el largo plazo, la prometida alza del precio de las acciones o vender y aprovechar la prima que recibirían de inmediato ya que no habría otra oportunidad a corto plazo y las acciones perderían liquidez.

Entre tahúres

El pasado 14 de enero, al momento de lanzar la segunda ronda de OPA los Gilinski ya contabilizaban un logro importante pues en la primera se habían convertido en los segundos mayores accionistas individuales, al adjudicarse, en porcientos el 25,25 de las acciones de Sura y el 27,6 de las de Nutresa. Un logro que les permitió asegurar sendos asientos en las juntas directivas de los conglomerados. Con las segundas OPA, sumaron porcentajes adicionales en Nutresa y Sura, alcanzando controlar el 30,71 por ciento de Nutresa, donde ya ocupan la segunda posición (luego del Grupo Sura y por encima del Grupo Argos), y 31,5 por ciento de Sura, convirtiéndose allí en el accionista mayoritario, por encima del Grupo Argos, que ostenta 27,66 por ciento, de Nutresa (13%) y de Cementos Argos (6%).

La estrategia Gilinski ha buscado, en pocas palabras, tres objetivos: a) desenredar la madeja del grupo, mordiendo simultáneamente dos de los conglomerados, b) apuntar al corazón, Argos, que se ha visto obligado a responder, él mismo, a las OPA, así sea para rechazarlas, c) explotar en los minoritarios el espíritu especulador ya que si no aprovechan ahora puede ser muy desventajoso después. Téngase en cuenta que, desde antes de presentar las OPA, cerca del 21 por ciento de los accionistas de Nutresa y alrededor del 18 por ciento de Sura eran Administradoras de Fondos de Pensión. Estas han sido las mayores vendedoras.

Terminada la segunda ronda, Gilinski anunció otra más. Con las pretensiones de la tercera oferta, en Sura hasta otro 6,5 por ciento, alcanzaría el 38,05 por ciento de su propiedad y en Nutresa hasta otro 12 por ciento, conseguiría incrementar su participación a 42,81 por ciento. Como se dijo, se trata de modificar significativamente la situación de control, lo cual no implica necesariamente absolutas mayorías numéricas.

En la práctica, el control sobre el Grupo Nutresa es lo que definirá la composición de las demás Juntas Directivas (Argos, Sura, etc.). Según se ha dicho, en realidad la meta de los Gilinski es conquistar Bancolombia. Ya lo han anticipado: tan pronto se definan las nuevas Juntas, presentarán la propuesta de fusionarlo con el banco GNB Sudameris, propiedad de los nuevos socios. El propósito declarado con las empresas, particularmente las de Nutresa, es ampliar y profundizar su internacionalización, probablemente a países de Asia, para lo cual cuentan con el socio estratégico árabe.

En las primeras asambleas de los grupos del GEA después de los anuncios de las OPA, la atmósfera parecía ser de resignación. Durante el mes de marzo se han reunido otra vez, ya con los nuevos accionistas, para definir las juntas directivas. Sospechosamente, la Superintendencia Financiera, que tenía cinco días hábiles para aprobar o no la tercera ronda, solicitó informaciones adicionales y todavía no se pronuncia. En conclusión, a la fecha nada está resuelto, las jugadas continúan y no se descartan las sorpresas. La partida sigue pendiente.

Financiarización periférica

Estamos pues en presencia de un episodio de las aventuras de los jugadores financieros que ocurren en todo el mundo, aquí y allá. Decir “financiarización”, aunque se trata evidentemente de un neologismo, describe muy bien el fenómeno que ha marcado al capitalismo más o menos desde los años ochenta. Al respecto no hay desacuerdo, pero sí sobre su naturaleza, o sus causas e implicaciones.

Para algunos, se trata de un patrón de acumulación guiado por las finanzas. De modo inevitable viene a la mente la actividad bancaria, con sus instituciones emblemáticas, los bancos, y principalmente el crédito; por eso se habla del mundo actual como el “reino de los acreedores”. Esta es, sin embargo, una faceta de sus actividades; existe la otra, la de la captación de recursos donde también juega un papel activo y, si se quiere agresivo. El “mercado de capitales”, más que una intermediación entre ahorro e inversión productiva, convierte el manejo y movilización de los recursos en un negocio en sí mismo, por definición muy próximo a la especulación. Es por eso que suele distinguirse entre dos “canales”, el intermediado o bancario y el desintermediado o de valores. Es justamente en la hipertrofia de este último espacio económico institucional donde sale a flote la financiarización.

Pero, ¿qué lugar ocupa Colombia en el avance de este fenómeno que es de naturaleza mundial? Por supuesto son muchas las conexiones entre las economías llamadas nacionales: los ciclos financieros globales influyen sobre los ciclos locales. Sin embargo, las realidades locales son tremendamente diferentes; en un país como Colombia, es claro que la participación relativa del sector financiero en el PIB dio un salto a finales del siglo pasado para colocarse por encima de los demás. Y es innegable su protagonismo en los escenarios económico, gremial y político, además de su hegemonía cultural. Sin embargo, esto responde mucho más al desplome del sector agropecuario y al decrecimiento persistente del manufacturero que a su propio desempeño. Habría que ver hasta qué punto es la guía del proceso de acumulación. La historia que venimos relatando nos lleva a una sorprendente paradoja: el tradicional bajo valor de las acciones en Colombia y su escasa dinámica indicarían, por el contrario, un mercado de capitales raquítico. La razón, empero, no es simplemente la falta de desarrollo; fue distorsionado desde su origen, precisamente por la perversa concentración y la centralización. El mercado de capitales, dice un informe reciente, “es poco competitivo y existe una gran concentración tanto en actores como en actividades” (4).

Una realidad ilustrada de manera contundente por otro interlocutor en la ronda de escándalos mediáticos, esta vez en la orilla opuesta, Germán Vargas Lleras, conocido por ser hombre de confianza del grupo Sarmiento. Refiriéndose a la afirmación del GEA de que los Gilinski estaban ofreciendo un precio muy bajo, dice: “Que no sigan usando este argumento porque terminarán aceptando que a propósito mantuvieron subvaloradas por más de diez años las acciones, en detrimento de los accionistas minoritarios”(5).

El orgullo paisa

Esta es la explicación del terremoto producido por una operación que en otros lugares habría sido de rutina. Parece inaceptable que se atente contra la estabilidad de quien por largo tiempo ha disfrutado de ser el único. Entre los escándalos interesados también ha salido a relucir que Gilinski tiene como socio, en esta operación (con un grueso aporte de capital) al Royal Group, de la familia real de Emiratos Arabes Unidos. Se pretende conmovernos con una invocación nacionalista, que a la postre se revela como una invocación regionalista.

Al respecto, un escritor antioqueño, con la autoridad que le da el haber sido beneficiado, desde hace varios años, con una amplia y copiosa publicidad, afirmaba en su columna: “Permitir OPA con dinero foráneo en un momento en que no hemos salido de la crisis económica de la pandemia […] equivale a malvender a los extranjeros la industria nacional” Y añadía, con santa indignación: “Lo que hizo el GEA […] fue ingeniarse un enroque de empresas para que la mafia de la cocaína […] no comprara con narcodólares las empresas que habían sido el esfuerzo de cuatro o cinco generaciones de antioqueños”. Especialista en el género de la historia ficción, condimenta su libelo, que en principio iba en contra del actual alcalde de Medellín, con la revelación de otros antiguos “enemigos”: “lo que no lograron los narcodólares de Pablo Escobar […] ahora lo logran los petrodólares del golfo, con tomas hostiles y socios supuestamente locales que sangran por la herida de no haber podido apoderarse de Bancolombia hace algunos decenios” (6).

Es el relato convencional del orgullo paisa, aplicado a un caso particular. Sigue en esta ocasión el libreto confeccionado por los tres grupos del GEA con el propósito de disuadir a los accionistas minoritarios mediante el chantaje cultural y la presión sicológica. Pero la narrativa aportada por el escritor falsea los acontecimientos. Basta consultar el libro de Nicanor Restrepo, a quien dedica por cierto sentidos elogios, para enterarse que la estrategia defensiva adoptada por las cabezas de los monopolios antioqueños, desde finales de los años setenta, no tuvo nada que ver con una supuesta amenaza del narcotráfico sino de otros monopolistas “foráneos” (según sus propias palabras) que ya habían puesto en práctica, exitosamente, tomas “hostiles”, como ¡Ardila Lule (Postobón) y Julio Mario Santodomingo (Cervunión)!, y la de quienes les siguieron, entre otros, el famoso J. Michelsen Uribe. Curiosamente, fue también durante los años ochenta cuando decidieron, simultáneamente, incorporar socios extranjeros, y explorar oportunidades de inversión (corporativa) en el extranjero (7).

Esta última anécdota señala, por lo demás, un cambio cualitativo de la forma empresarial, posiblemente en el camino de la financiarización, y que Restrepo caracteriza como la sustitución de los tradicionales accionistas familiares por los “modernos” accionistas corporativos. A finales de los años ochenta se escenifica el hundimiento del imperio Michelsen Uribe y el ascenso de la familia Gilinski, tragicomedia que simboliza así mismo el mencionado cambio cualitativo. Se inicia también la pugna por el Bancolombia, el detalle aludido por Abad y que también falsea. El relato de Silva Colmenares no deja lugar a dudas. Nacionalizado por Belisario Betancur en 1986, para salvarlo, Bancolombia fue privatizado de nuevo en 1994; el comprador, entre varios pretendientes, fue finalmente la familia Gilinski. Cuatro años después, el grupo Suramericana, a través del Banco Industrial Colombiano, le compra un 51 por ciento de las acciones, utilizando una figura de “fusión” en la que el BIC se liquida. Como lo señalaron los medios en aquella época, aunque los Gilinski, además de percibir una enorme ganancia en la compraventa, quedaron con una participación, el verdadero beneficiado fue el grupo Suramericana quien pasó además a controlar y dirigir el Bancolombia, trasladando su sede principal a Medellín.

Las diferentes caras del poder

Sostiene Restrepo, en la misma línea de otros historiadores, que Colombia no se puede entender si no se le da su debida importancia a las diferenciaciones regionales. En esta oportunidad, en relación con la élites que él se permite caracterizar, comparando la de Antioquia con las de otras regiones. Aunque el concepto que utiliza es discutible, el enfoque parece apropiado para aplicarlo a las clases dominantes colombianas, en su pluralidad expresiva y más allá de sus determinantes en los modos de producción. De ahí se desprendería una invitación a considerar como categoría de análisis la formación de bloques de poder regionales. Esto último disgustaría en grado sumo a los promotores del relato de marras como el escritor mencionado. Al fin y al cabo Pablo Escobar no era extraterrestre, ni ruso, ni siquiera bogotano (8).

En todo caso habría que tener en cuenta que no hay equivalencia entre las regiones; hay unas que son más fuertes que otras e inciden en el conjunto de manera definitiva. Es innegable, además, que durante el siglo XX se consumó en el país un proceso de centralización. La propiedad de la tierra conduce por sí misma a un anclaje territorial pero no se puede decir lo mismo del capital. Y pese a todo existe una República unitaria. Lo que sí podría concluirse es que lo regional, en ciertas épocas o coyunturas históricas, da lugar a diferenciaciones de la burguesía (antioqueña, vallecaucana, cafetera, etc.), con presencia propia en el escenario político hasta el punto de formar por sí mismas parte del bloque de poder nacional.

Pero también es posible que, en otros momentos, alguna de las fracciones del bloque regional se perfile más bien a nivel nacional junto con sus congéneres. El ejemplo de Antioquia es ilustrativo. Encontramos allí de manera característica el agrupamiento que podemos denominar “narco-para- terrateniente”, pero tiene sus equivalentes en otras regiones. No gratuitamente la consolidación de las autodefensas, a partir de 1997, fue el resultado de un acuerdo “confederal”; producto pero a la vez punto de partida de la colosal contrarreforma agraria que se llevó a cabo en el país mediante una violenta expansión territorial. En este sentido la fracción narco-para-terrateniente tendría más bien una expresión política de carácter nacional. El encumbramiento de Uribe, aun siendo antioqueño, expresa realmente un proceso nacional, en el que las demás fracciones de poder aceptan, o mejor, le encargan, la representación política del conjunto.

Algunas inquietudes quedan planteadas: ¿hubo un tiempo en que la burguesía antioqueña mantuvo su identidad regional en unidad con la mafia? Y si es así, ¿cómo fue el proceso de consolidación de los acuerdos, cuando, como en este caso, están atravesados por la violencia? Finalmente: después de la consumación del acuerdo nacional paramilitar, ¿dejó de existir, como tal, la fracción burguesa antioqueña? Así mismo, cabe la hipótesis de que ahora una parte de esa burguesía esté tratando de desmarcarse de sus criminales compañeros de ruta, lo cual tiene que ver mucho con la decadencia de éstos y el eclipse de su expresión política. Esto formaría parte de la reestructuración general del bloque de poder nacional que está en curso desde el gobierno de Santos.

Es decir, de la que tiene que ver con la reducción a sus justas proporciones de la fracción narco-para-terrateniente. O sea, sin alterar el peso absoluto de otras clases. No obstante, aunque para el conjunto de la burguesía su labor ha terminado, esta fracción se resiste a volver a la vida privada. Si bien la extinción del Acuerdo de Paz le garantizó impunidad y conservación de sus latifundios, su propia dinámica intrínseca la obliga a mantener su existencia a través del poder local y mediante la violencia. Una reestructuración, entonces, de larga duración.

¿Un cambio histórico?

El episodio acá comentado, sin embargo, no tiene nada que ver con tal reestructuración. Es probable entonces que estos cambios se estén dando sobre la base de una transformación histórica más profunda. El cambio cualitativo al que se refería Restrepo, y que se ubicaría a finales de los años setenta, deja varios interrogantes. Aunque el propio Silva Colmenares, en su primera investigación (1977), ya utilizaba como concepto guía el de conglomerado, e incluso el de grupo financiero, se refería a procesos de concentración según ramas de actividad económica, y partía en todo caso de lo que llamaba un fenómeno de “monopolización precoz”.

En cambio, en su segunda versión del tema, publicada en 2020, el mismo autor no sólo replantea el enfoque hacia una categorización de capitalismo financiero sino que señala la historia vivida como la de un proceso consumado. (Nótese de paso que el “cambio cualitativo” registrado en Antioquia debió darse igualmente en otras regiones del país). Y precisa: “el capitalista financiero también cambia de cualidad. Ya no es un empresario común, en el sentido de que dirige y está al frente de la producción de bienes o servicios, sino una especie de super-empresario que representa el capital propiedad, mientras que el capital función se delega en personas que pueden no ser capitalistas financieros” (9).

La emergencia de un grupo de capitalistas financieros (aristocracia financiera decía Marx) plantea además algunos problemas específicos. No se trata solamente de la desaparición de la tradicional empresa familiar que señala Restrepo; estos capitalistas no se consideran parte de un grupo social en particular; ni siquiera en sentido gremial porque no se encuentran en el mercado en la misma rama. Cabe aquí otra de las caracterizaciones de Restrepo: al parecer la burguesía antioqueña, en lo tocante a representación tradicionalmente había preferido la gremial a la político-partidista, asumiendo así por cuenta propia su presencia nacional. Eso debió haber cambiado después de su conversión corporativa y con el ascenso del uribismo. Al mismo tiempo es evidente que los actuales presidentes de los grupos más importantes (los CEO) muy poco tienen que ver con las figuras patriarcales de antaño, entre ellas el propio Nicanor Restrepo, y ya no tendrían la misma eficacia en la presión sobre el Estado.

En consecuencia, si hay cambio éste ha venido ocurriendo de tiempo atrás. Interesante reconocer en el último libro de Silva C, en el balance de los “dueños del país”, los “desaparecidos” y los “nuevos”, haciendo la comparación con el primer libro. Entre los primeros grupos, el cafetero (símbolo de una burguesía regional), el del Banco de Bogotá y el Grancolombiano y entre los últimos, Sarmiento Angulo, Bolívar, Colpatria y Gilinski. Todos ellos tienen una importante plataforma en el negocio bancario, aunque Sarmiento, cuyo ascenso ha sido vertiginoso, comenzó en la construcción.

Un proceso en el que llama la atención la disminución del peso relativo de Santodomingo y de Ardila Lule. Definitivamente el país ya no es el mismo. Basta examinar la suerte de las empresas y marcas históricas. Para no ir más lejos: Coltejer. Comprada parcialmente en el 2007 por una multinacional mexicana, empezó su dolorosa extinción y fue cerrada definitivamente el año pasado. Muchas más se pueden mencionar. Sus propietarios burgueses seguramente cambiaron de actividad. ¡Es un mundo que desapareció!

El cambio ha sido gradual. Con implicaciones en el escenario político. Quizá la financiarización inicial, durante los ochenta y los noventa, fue opacada por el narcotráfico que esta financiarización facilitó y por el ascenso de la fracción narco-para-terrateniente, producto de semejante descomposición de las clases dominantes. Otro tanto pudo ocurrir en las primeras décadas de este siglo cuando importantes reestructuraciones, incubadas en el auge de los megaproyectos y el incremento de las exportaciones petroleras, pasaron inadvertidas (caso emblemático el de Avianca) frente al embrujo del Uribismo.

Al comenzar esta tercera década quizá no sea exagerado hablar de agotamiento del modelo extractivista e incluso del neoliberalismo, pero no parecería estar en la línea de la reestructuración que podría deducirse del episodio escandaloso. Es de destacar que según Silva Colmenares el grupo más poderoso era en ese momento (2020), de acuerdo con todos los indicadores, el Grupo Suramericana. Sin embargo, ya no se trata, como hemos visto, del reemplazo de una burguesía industrial con anclaje local, por una fracción netamente financiera, cosa que ya había ocurrido, sino de una pugna entre financieros, ambos por cierto con alianzas transnacionales. He ahí la clave de interpretación. A menos que ocurra un cambio político, lo que está en marcha es una profundización del proceso de desnacionalización. El rumbo se deja ver en las palabras del mismo Vargas Lleras: “que lleguen al país nuevas inversiones y que soplen renovados y más frescos aires sobre la estructura empresarial colombiana” (10).

 Notas

1. Estamos hablando de un complejo financiero que supera, aunque los incluye, los habituales procesos de concentración y monopolización. Desaparecen allí las identidades de las antiguas y originales empresas de familia. El poderoso grupo, también conocido como Suramericana ya que fue la otrora famosa Suramericana de Seguros quien le proporcionó su plataforma financiera, comprende además la holding Argos, base también de un conglomerado; así mismo, su “corazón bancario”, aunque con relativa autonomía, el Bancolombia. Es de estas matrices de donde se desprenden las conocidas empresas o marcas (por eso, la denominación de conglomerados), algunas en la forma de “sub-holding”, las cuales dan lugar, como en ramas de un árbol genealógico, a numerosas empresas dedicadas, cada una, a específicas actividades, y otras tantas filiales, no sólo en el país sino en el exterior. No se trata sencillamente de una estrategia de diversificación, sino, a la vez, de extensión del control sin aumentar vulnerabilidad; por ejemplo es en estas subordinadas en donde se permite la presencia de “socios estratégicos”. Ver Silva Colmenares, J. “Los verdaderos dueños del país-2” Ediciones Aurora, Bogotá, 2020.
2. Coronel, D. “La dieta Gilinski” Portal Los Danieles, 16 de enero de 2022. A propósito de independencia resulta significativo encontrar que en el noticiero de televisión (Noticias Uno) que él mismo continúa orientando (y que forma grupo con “Cambio”, su revista), Bancolombia y Sura pagan pauta publicitaria.
3. Ver: Sanabria, Alvaro, “Gilinski v.s. GEA: peleas ajenas” Periódico desdeabajo, Enero 20-feberero 20 de 2022.
4. “Misión del Mercado de Capitales 2018-2019”. Informe.
5. Vargas Ll, G. “Las opas segunda temporada” en El Tiempo, 23 de enero de 2022, p. 1.16.
6. Abad Facio Lince, H “A tres bandas”, El Espectador, domingo 23 de enero de 2022, p. 32.
7. Ver Restrepo, Nicanor, Empresariado Antioqueño y sociedad 1940-2004, Editorial Taurus, 2013.
8. La tentación de la ideología federalista no es nueva en Colombia; hoy por hoy, sin embargo, es más académica que política. La recuperación de lo territorial por parte de los movimientos populares, que ha tomado fuerza, al igual que en otros países, en este siglo, tiene que ver mucho más con una reivindicación de la diversidad étnica y suele apuntar preferencialmente a las regiones (¿subregiones?) consideradas en un sentido ecosistémico y cultural.
9. Silva C., J., Ibídem. p. 24.
10. Vargas Ll, G., Ibídem.

* Economista, profesor universitario, analista político e investigador en temas sociales y económicos. Exdirector del Instituto Latinoamericano de Servicios Legales Alternativos (ILSA). Integrante del Consejo de Redacción de Le Monde diplomatique Colombia.

Más notas sobre el tema