Una alternativa para Cuba: democracia política y económica – Por Samuel Farber
Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.Por Samuel Farber*El problema
de los subsidios
Otras propuestas de reforma económica se enfocan en los subsidios que los cubanos reciben desde los años sesenta a través de la libreta de racionamiento. Aunque el gobierno ha estado reduciendo los artículos incluidos en esa libreta, sigue basándose en el mismo principio que rigió el subsidio desde sus orígenes: lo que se subsidia son los productos, no las personas. Las voces críticas del gobierno han abogado por el principio opuesto, o sea, por subsidiar a las personas y no los productos.
Obviamente, hay cierta racionalidad económica en este último principio, dado que al limitar el subsidio a personas de bajos recursos se reduce el gasto innecesario. Pero cuando se establece un ingreso límite por debajo del cual se concede esta asistencia, tarde o temprano aquellos que por sus ingresos quedan por encima de ese límite pero que aun así siguen estando al borde o cerca de la pobreza, acaban por resentir a los que reciben el subsidio.
Esto ha sido fuente de un gran problema político en los Estados Unidos, donde la derecha política y cultural se ha valido de ese resentimiento para propiciar un clima de desprecio por los llamados welfare recipients (personas pobres que reciben asistencia social). Tal desprecio tiene un aspecto racial muy importante. Porque si bien la mayoría absoluta de los receptores de asistencia social han sido blancos, son los afroamericanos y latinoamericanos quienes, por ser mucho más pobres, han estado desproporcionadamente representados en las filas de la asistencia, lo que se ha usado para desacreditar al welfare, alegando que está exclusivamente dedicado a mantener a esas minorías étnico-raciales.
Ese resentimiento racial fue usado por el gobierno neoliberal del presidente demócrata Bill Clinton (1993-2001) para reducir dramáticamente el programa de welfare y extender a su favor el apoyo político de los estratos bajos de las clases medias, especialmente entre los blancos. En contraste, Social Security —programa universal de pensiones federales para todos los jubilados— cuenta con el vasto apoyo de la población norteamericana y casi todos los presidentes y políticos, demócratas y republicanos, se presentan como sus grandes defensores.
Una posible alternativa en Cuba, tanto a la cobertura universal de subsidios como al establecimiento de un nivel específico de ingresos que divide a los subsidiados de los no subsidiados, pudiera ser el establecimiento de una escala de subsidios inversamente proporcional a los ingresos. Esto sería mucho más equitativo y políticamente deseable, dado que una clara mayoría de la población obtendría beneficios de los programas en cuestión.
El problema de la gratuidad
Dirigentes del régimen, como Raúl Castro, han propuesto eliminar las gratuidades al defender el ahorro en la prestación de servicios sociales. El problema con el enfoque de Raúl Castro, y de la mayoría de los que lo apoyan dentro y fuera del gobierno, es que frecuentemente analizan la gratuidad como un problema en sí mismo, independiente y aparte de la baja productividad y escaso crecimiento económico, y que a veces la conciben —aunque no explícitamente—como un mal social y hasta ético.
Es obvio que una economía que no crece, tiene baja productividad y subsidia la mayoría de los artículos que produce y de los servicios que presta; va hacia la bancarrota. Pero la otra cara de esa misma moneda es que, a medida que el nivel de crecimiento y productividad de la economía aumenta, se hace materialmente posible el mantenimiento y aún la expansión de las gratuidades.
Esto no quiere decir que los beneficiarios deban aceptar pasivamente que el gobierno use una baja en la economía como pretexto para recortar las gratuidades: es el gobierno, que ha sido en gran parte responsable de la situación económica actual, quien debe solucionar el problema de la crisis económica, pero no a costa de los más necesitados. Una política igualitaria y democrática debe apoyar tanto la expansión de las gratuidades a medida que el país se vuelva más próspero, como la resistencia de los que más dependen de esas gratuidades a que se las quiten cuando la economía se contrae.
Nada de esto tiene que ver con la noción oficialista de «las conquistas que la Revolución le ha dado» a los cubanos, como si estos fueran el objeto en vez del sujeto de la Revolución. A la luz de esa entelequia oficialista, uno se pregunta quién o quiénes son los sujetos que constituyen «la Revolución» si no son los mismos beneficiarios. A no ser que los ciudadanos sean vistos como personas que deben estar agradecidas al poder paternalista que utiliza «la Revolución» lo mismo como bandera que como escudo.
A diferencia de la sociedad y economía capitalista, al centro de la cual se hallan la mercancía y las relaciones sociales anti-solidarias de competencia que surgen de esta; una política igualitaria y democrática deriva de una visión general que pone al centro la igualdad, solidaridad e integración sociales. Desde ese punto de vista, la gratuidad no es un mero hecho económico, sino además un bien común que promueve la igualdad y la solidaridad, y que hay que mantener y expandir con todo el cuidado que estos bienes gratuitos requieren.
Como la experiencia política y las ciencias sociales han demostrado, la gente va a apreciar, cuidar y especialmente a defender dichos bienes, cuando estos son resultado del debate y decisiones adoptadas consciente y democráticamente por ellos mismos, más que cuando son impuestos desde arriba.
Más allá de las reformas económicas: una democracia socialista
Las políticas económicas del gobierno y de sus críticos, derivan de una visión general de la sociedad que cada uno de ellos considera deseable. Son visiones variadas que conforman un conjunto de modelos socio-económicos. Dos de estos son particularmente preocupantes por el tipo de sociedades anti-democráticas que representan.
El primero —del que deriva la perspectiva de una parte de los críticos del sistema, y en privado de un buen número de funcionarios del gobierno—, propone el modelo sino-vietnamita, basado en un sistema político unipartidista ligado a un sistema económico que combina empresas estatales con un poderoso sector capitalista.
En China, el sector capitalista ha sido ampliamente respaldado y hasta cierto grado dirigido por la banca estatal. Esto se ha acompañado por la represión a cualquier expresión de sindicalismo independiente, tanto en el sector privado como del estado, además de la expropiación de la tierra a gran parte del campesinado mediante la fuerza y sin compensación justa, con el propósito de expandir la industria y promover la urbanización.
No en balde hasta el propio gobierno ha tenido que reconocer como fenómeno crónico las miles de protestas obreras y campesinas que ocurren año tras año en el país contra la arbitrariedad y represión gubernamentales. Vale hacer notar que las organizaciones oficiales obreras y campesinas, funcionan en estos conflictos como agentes del gobierno y no como órganos de defensa de sus miembros.
Dada la composición económica y política actual en Cuba, la transición hacia el modelo sino-vietnamita muy posiblemente sería encabezada por los militares, quienes de hecho ya participan de lleno y han establecido y desarrollado sus redes en el mundo internacional de negocios a través de la corporación GAESA, que maneja y dirige todas las empresas lucrativas de las FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias).
El segundo modelo, que comparten muchos críticos de derecha dentro y fuera de la Isla, propone el establecimiento de una Cuba capitalista neoliberal, plattista e inevitablemente dictatorial dada la muy probable resistencia obrera y popular a la implementación de sus planes. Implantar un modelo así, desde arriba, sin apoyo popular significativo, tendría que contar, o bien con la anuencia de una buena parte de la poderosa burocracia cubana, lo que requeriría que la incorporen como socia en la nueva clase gobernante; o bien con una ocupación militar de los Estados Unidos, probablemente disfrazada de intervención humanitaria.
El peligro que estas dos visiones y sus variantes implican respecto a la democracia y autodeterminación de Cuba, se vuelve cada vez más real a medida que la situación económica empeora, lo que abre el camino a esas políticas en la Isla. Por ello es importante que la nueva izquierda cubana desarrolle una visión coherente del modelo de sociedad que propone como alternativa a las otras, que a su vez le sirva como estrategia para organizar sus planes y actividad política y tratar de obtener apoyo y echar raíces fuera de los círculos académicos e intelectuales donde muchos nos movemos.
A continuación presento varios puntos sobre esa visión —que solamente cubren parte de la realidad cubana— y que quisiera someter a debate con los lectores de estas páginas.
Estas propuestas son muy controvertidas, dado que abogan por una alternativa al «mercado libre», generalmente visto como si fuera inherente a la naturaleza humana, en vez de un producto histórico como lo explica Karl Polanyi en su clásico La Gran Transformación. Es por eso que me concentraré en cuestiones de índole económica en el espacio disponible.
Se trata de una visión que propone una sociedad socialista que tiene como meta la democracia, tanto política —libertad de organización y respeto al derecho ciudadano—, como económica —control democrático de las decisiones sobre la economía nacional. Es una meta que solo se puede realizar en una economía cuyas «alturas dominantes» pertenezcan a un sector público sujeto a: 1) un sistema de fiscalización (control obrero) con sindicatos independientes que tienen el derecho de huelga, y 2) una planificación económica transparente y democrática que incorpore a todos los cubanos, que auspicie una economía sostenible y consciente de los peligros ecológicos que confronta el país.
Mediante su participación democrática en la toma de decisiones en sus centros de trabajo, los obreros cubanos implementarían los planes democráticamente adoptados a nivel nacional por los representantes de la población en general. Estos mecanismos son clave para promover la solidaridad social como alternativa a una economía de mercado libre, regida por el principio de la ganancia, la competencia y el individualismo desenfrenado.
Esta economía también daría cabida a los trabajadores por cuenta propia, a las cooperativas genuinamente independientes y a la pequeña empresa privada —aunque no a las llamadas empresas medianas que pueden emplear hasta 100 trabajadores, lo que las convertiría en empresas esencialmente capitalistas— en todos los sectores económicos, lo que incluiría a profesionales como arquitectos e ingenieros, al dotarlos no solo de personalidad jurídica, sino también de la posibilidad real de obtener créditos bancarios y ayuda técnica gubernamental para sus proyectos.
Habría unas pocas excepciones a esta última regla, como el ejercicio de la medicina, que debería permanecer como un servicio público y no privado, con el fin de evitar un sistema médico para los ricos y otro, inferior, para los pobres. Es necesario aclarar aquí una confusión muy extendida en Cuba según la cual los servicios médicos son gratuitos. En realidad, no lo son. Los paga la ciudadanía a través de impuestos, directos y/o indirectos, o a través de la asignación que el estado hace del presupuesto nacional, que es producto del trabajo de la ciudadanía misma.
Es un método mediante el cual cada persona paga indirectamente por recibir atención médica en lugar de pagar directamente a quien le rindió el servicio. También funciona como un método para distribuir los costos del sistema de salud a través de toda la población y evita, por ejemplo, que los pacientes más enfermos estén obligados a pagar cifras astronómicas para poder sobrevivir.
Pero en contraste con la situación actual, que obliga al personal médico a reponer los costos de su educación profesional trabajando para el estado el resto de sus vidas profesionales, el sistema aquí propuesto limitaría la obligación del personal médico al servicio social cubano de tres años (similar a México).
Terminado el servicio social, los nuevos médicos podrían trabajar tanto directamente para el estado como para organizaciones sin fines de lucro de la sociedad civil, como sindicatos y asociaciones vecinales, provisto que la atención a los pacientes sea sufragada, en última instancia, por el erario público. Además, el estado estaría obligado a respetar el derecho de este personal a organizar sindicatos y asociaciones profesionales independientes para negociar con el gobierno su salario y condiciones de trabajo.
Es muy posible que esto resulte en un aumento de salarios del personal médico, lo que no sería exigir mucho dados los bajos sueldos que perciben, y además sería justo, si se valora el largo período de educación y entrenamiento requeridos para ejercer la medicina. El aumento salarial también serviría como incentivo para que el personal médico decida permanecer en la Isla en lugar de ejercer lo que en una sociedad democrática sería su derecho: la libre entrada y salida del país, y no una mera concesión del gobierno como actualmente.
De entre todos los bienes comunes, aparte de los servicios de la salud, sobresale la educación, especialmente la educación pública. El énfasis en la educación pública se debe a que no solo provee la instrucción para trabajar y vivir dignamente, sino que también forja en el alumnado valores educacionales, científicos, y especialmente democráticos en un ambiente de respeto a los derechos de las minorías, sin atropellos y sin culto a la violencia y a la muerte. Es por eso que la asistencia a la escuela pública debería ser obligatoria, por lo menos a niveles primarios y secundarios. Nada de esto impide que los padres puedan enviar a sus hijos a instituciones privadas para que en su tiempo libre reciban, por ejemplo, clases de religión si así lo desean.
Queda por tratar la inversión de empresas extranjeras en Cuba, que por lo general es privada. Es un tipo de inversión que quedaría fuera del control del estado, de las «alturas dominantes de la economía». No cabe duda de su necesidad visto el avanzado proceso de descapitalización del país. Habría que crear un sistema especial para este tipo de empresas, que tome en cuenta el sistema de fiscalización o control obrero, así como la existencia de sindicatos libres.
Para no repetir los abusos del gobierno y del PCC, estas empresas contratarían directamente a sus trabajadores en lugar de hacerlo a través del estado, y estarían obligadas a observar las leyes laborales, lo que incluiría los contratos colectivos de trabajo que establecen derechos, como el de antigüedad, y otras disposiciones, que en los Estados Unidos son denominadas «acción afirmativa» y cuyo objetivo es combatir la discriminación racial y de género.
El mercado y la planificación
Es obvio que en esta economía democrática socialista el mercado desempeña un rol; como en el caso del trabajo por cuenta propia, las cooperativas y la pequeña empresa privada, y más aún en las relaciones mercantiles en el comercio internacional, en el que inevitablemente una economía abierta como la cubana estaría involucrada. De hecho, la planificación socialista en un país como Cuba sería en efecto un intento de contrarrestar, o por lo menos balancear, lo que de otra manera sería el inevitable predominio absoluto del mercado internacional.
Esto es especialmente necesario para evitar el histórico monocultivo, o su equivalente en el sector de servicios. De otra manera llegaríamos —si no es que hemos llegado ya—, a la realidad de que «sin turismo, no hay país», al igual que en otra época el conocido hacendado José Manuel Casanova proclamó que «sin azúcar, no hay país». Sin embargo, el hecho de que el mercado funcione en una economía no significa inevitablemente que domine el funcionamiento de esa economía.
Aquí es pertinente citar la distinción que el economista socialista británico Pat Devine hace —en su libro Democracy and Economic Planning. The Political Economy of a Self-Governing Society—, entre el intercambio en el mercado, donde una mercancía se intercambia por dinero (dependiendo de la oferta y la demanda de dicha mercancía) y lo que él llama las «fuerzas del mercado», que determinan el patrón de inversión, el tamaño relativo de diferentes industrias y la distribución geográfica de la actividad económica; o sea, determinan la dinámica de la economía.
Estas «fuerzas del mercado» se pueden controlar mediante la planificación del funcionamiento de las «alturas dominantes» de la economía, controladas por el sector público. Devine describe esa planificación como un proceso de coordinación y negociación abierta y transparente entre las empresas públicas y los varios sectores económicos, sujeto a mecanismos democráticos de control obrero y popular.
Esta planificación, democrática y transparente, se presenta como alternativa al capitalismo, a la planificación burocrática e ineficiente de la economía en Cuba, y también al llamado «socialismo de mercado», un modelo de autogestión obrera que tuvo cierto apoyo entre los disidentes del este de Europa antes del colapso del bloque soviético, y que algunos cubanos están actualmente proponiendo para la Isla.
El «Socialismo de mercado»
El «socialismo de mercado» propone la autogestión obrera en el marco de una economía de empresas autosuficientes que compiten entre sí. Es un modelo similar al que Josip Broz, Tito, estableció en la desaparecida Yugoslavia en los cincuenta y que fue desmontado en los setenta. Conforme a él, la autogestión se limitaba al control obrero de la planificación y producción de sus empresas. Pero la planificación a nivel nacional estuvo a cargo de la burocracia que operaba al estilo soviético, aunque después de 1965 fue abolida, abriéndole paso al mercado como regulador económico a nivel nacional.
El modelo de control obrero tuvo éxito a nivel local, en el sentido que aumentó la producción y productividad de los obreros. Sin embargo, debido a que las empresas competían entre sí, y especialmente en la ausencia de una planificación nacional después de 1965, el modelo también produjo desempleo, altibajos muy pronunciados en la actividad mercantil de la economía, una gran desigualdad salarial, y diferencias económicas entre las repúblicas yugoslavas que favorecieron a las regiones económicamente más avanzadas del norte.
La falta de poder de los trabajadores yugoslavos para decidir algo más allá de lo que sucedía en sus propios centros de trabajo, propició en ellos actitudes parroquiales: concentrados exclusivamente en el manejo de su empresa, no tenían motivos para apoyar la inversión en otros centros de trabajo. No es difícil predecir el impacto negativo de un sistema así en Cuba, con el continuo empobrecimiento que existe, por ejemplo, en el sureste de la región oriental, donde los cubanos negros son mayoría.
Como señala Catherine Samary en su libro Yugoslavia Dismembered, este sistema fue impotente para resolver los problemas económicos generados tanto por el plan burocrático, antes de 1965, como por el dominio del mercado después. La ausencia de democracia política en el sistema unipartidista, encabezado por Tito y su partido Liga de Comunistas, y de control democrático sobre la economía, socavó cualquier posibilidad de solidaridad; las relaciones de mercado a nivel nacional fragmentaron aún más a la clase obrera. El principio del fin de la economía del socialismo de mercado ocurrió en la década del setenta, con la intervención del Fondo Monetario Internacional para saldar la deuda exterior de 20 mil millones de dólares que la economía yugoslava había generado.
Planificación capitalista
La planificación nacional de la economía tiene una mala reputación debido a su gran fracaso en la antigua Unión Soviética y en Cuba. Ese fracaso ha sido atribuido a la planificación en sí. Pero esta atribución ignora que la planificación en esos países acaeció dentro de un sistema político unipartidista, controlado por una burocracia que establece desde arriba lo que se produce, cómo y cuándo, sin la participación ni la información real de los que producen y administran a nivel local y que verdaderamente conocen lo que sucede en los centros de trabajo.
Es ese contexto político de la planificación el que llevó al fracaso económico de la Unión Soviética y a las crisis económicas en Cuba. Lo que las voces críticas de la planificación también ignoran es que ella también existe dentro de las grandes empresas capitalistas. Es, por ejemplo, un aspecto integral del funcionamiento de las gigantescas corporaciones norteamericanas que emplean a millones de personas, desde las más modernas, como Amazon y Microsoft, hasta las más tradicionales como United Airlines y General Motors.
Asimismo, desconocen que en países capitalistas avanzados que son políticamente democráticos, la planificación ha sustituido exitosamente al mercado como instrumento principal para dirigir la economía en tiempos de guerra. Y que esa planificación confrontó y resolvió problemas en el proceso de planificación que, como veremos más adelante, habían sido considerados irresolubles. Todo esto pone en duda la aseveración de que la planificación económica a nivel nacional no funciona independientemente del sistema político dentro del cual existe.
Un ejemplo de planificación nacional que abarcó tanto el sector privado como público de una economía capitalista es la Gran Bretaña de la Segunda Guerra Mundial. Este país, a diferencia de los Estados Unidos, sufrió en su territorio numerosas bajas y daños materiales como resultado de agresiones aéreas, no solo en la capital sino también en ciudades con grandes concentraciones industriales, como Coventry. Pat Devine describe la vida económica del Reino Unido durante esos años no como resultado del funcionamiento del mercado, sino de decisiones administrativas respecto a qué y dónde producir.
Ello no quiere decir que hubiera un plan único que cubriera toda la economía; sino un conjunto de planes sectoriales entrelazados más o menos coherentemente, producto de un complejo proceso de negociación entre diferentes firmas y sectores económicos.
Las únicas decisiones que afectaron a la economía como un todo concernieron a la distribución de recursos entre varias categorías de usuarios —militares, consumo doméstico, exportación— que no requerían un conocimiento detallado de lo que sucedía dentro de cada uno.
Hubo también planificación de la mano de obra que trabajaba para la industria privada y para el sector público. Esta operó a través de una serie de encuestas, llevadas a cabo a partir de 1941, cuyos resultados fueron la base sobre la que se formularon los cálculos de la mano de obra necesaria. Regiones con excedentes y déficits de mano de obra tuvieron que cooperar entre sí, aunque resultó más eficiente llevar el trabajo a la gente que promover el movimiento en gran escala de trabajadores de una región a otra.
La planificación incluyó hasta la agricultura, donde una política de subsidios a los granjeros fue combinada con las instrucciones delWar Agricultural Executive Committee (Comité Ejecutivo Agrario de Guerra) que decidía qué debía cultivarse en diferentes regiones, y hasta tenía la autoridad de incautar las tierras en ciertos casos. Un resultado notable de esa política agraria fue que, entre 1939 y la primavera de 1940, la tierra cultivada en Gran Bretaña aumentó en 1.7 millones de acres. En 1940 y 1941, la campaña para arar (plough up) los campos tuvo éxito en aliviar la escasez de alimentos que ya no se podían importar debido a la guerra.
De acuerdo a Pat Devine, las empresas tuvieron que cooperar para no solicitar más mano de obra de lo que sus contratos justificaban, a pesar de que las sanciones por no cumplir con las metas de producción fueron generalmente mayores que las de solicitar más trabajadores que los necesarios.
Esta cuestión es importante, dado que el acaparamiento de recursos y mano de obra por parte de los gerentes industriales y agrícolas constituyeron una de las contradicciones principales estudiadas por el economista húngaro János Kornai en lo que llamó «economías de escasez» (shortage economies) en los países del bloque soviético.
La necesidad de cooperación sugiere que en la vida real no existe una brecha irreparable entre la economía y el resto de la vida política y social. En otras palabras, son muchas veces los factores supuestamente extra-económicos los que pueden determinar el éxito de este tipo de economía de guerra, como también pudiera ser el caso en una sociedad donde la autogestión democrática en la economía afecta notablemente la motivación de los trabajadores que participan en ella con el entusiasmo, esfuerzo y cuidado que es razonable esperar de personas que tienen un considerable poder de decisión y responsabilidad en sus centros de trabajo.
Es también obvio que cualquier iniciativa para establecer control obrero en la economía tendría que estar basada en un movimiento obrero dispuesto a luchar para obtener esa y otras conquistas. La tasa de ganancia para el capital fue negociada con el gobierno, generalmente a un nivel más bajo que antes de la guerra. Pero la enorme demanda garantizada por la creciente producción bélica aseguró una tasa de utilización industrial de cerca del cien por ciento, sin precedentes en la historia del capitalismo británico. Eso aumentó muchísimo la cantidad total de ganancias de los capitalistas, aunque no necesariamente la tasa de ganancias.
Los ingresos de la población ascendieron, en parte porque hubo poco desempleo debido a la economía de guerra, y la resultante presión inflacionaria fue contenida a través de impuestos, ahorro obligatorio, control de precios y racionamiento. La salud pública mejoró notablemente respecto a las condiciones de trabajo. El sistema riguroso de racionamiento de guerra tuvo éxito porque los británicos más pobres pudieron comer más y de manera más saludable que antes de la guerra. Si bien el nivel y estándar de vida decayó, los bienes disponibles fueron distribuidos con más equidad, aunque ese tipo de distribución temporal no alteró las desigualdades fundamentales de la sociedad británica, que después de todo siguió siendo una capitalista.
Como consecuencia de la movilización militar y laboral provocada por la guerra, la economía británica cambió rápidamente del desempleo prevalente en los años treinta a la escasez de mano de obra de los cuarenta. Hubo una dramática y extendida conversión de la planta industrial a propósitos bélicos, como en los casos de las industrias automovilística y aeronáutica que comenzaron a producir aviones de guerra, tanques, y municiones, entre otros productos de guerra.
El gobierno de coalición presidido por Winston Churchill cooptó a los líderes sindicales con el claro propósito de evitar conflictos laborales, más que nada las huelgas. Con la creación del National Arbitration Council (Consejo Nacional de Arbitraje), las huelgas se volvieron prácticamente ilegales, clara evidencia de la naturaleza clasista de la coalición gubernamental, que de plano estableció la desconfianza a los obreros en los centros de trabajo como guía general de conducta.
Aun así, la política laboral del gobierno de coalición propició un aumento de los sindicalizados y mayor poder local de los obreros en los centros de trabajo. Esto se reflejó en las huelgas importantes que ocurrieron en los últimos años del conflicto bélico en astilleros, fábricas de refacciones y maquinarias, y entre los mineros. Ellas fueron frecuentemente organizadas por comités de base sindicales, en vez de por los líderes nacionales de los sindicatos británicos, cooptados por el gobierno.
Pat Devine estima que el sistema de planificación económica nacional operó razonablemente bien en Gran Bretaña, dependiendo en gran medida del consentimiento, buena fe, y cooperación honesta con las autoridades, todo en aras del éxito contra el nazismo. Según su análisis, en ese país se dieron las dos condiciones necesarias para una planificación coherente: información y motivación adecuada. Como sabemos, esos dos factores generalmente han brillado por su ausencia en Cuba, igual que ocurrió en los países del bloque soviético en Europa.
Por otra parte, no hay dudas de que la democracia política británica decayó durante la guerra, ya que se introdujeron limitaciones a las libertades civiles, como la censura militar de la correspondencia y en medios de comunicación. El mero hecho de la coalición gubernamental establecida al inicio de la contienda entre los dos partidos más importantes (Conservadores y Laboristas), con el apoyo externo del pequeño Partido Liberal, y la cancelación de elecciones en el período, eliminó temporalmente la posibilidad de alternancia en el poder que define a la democracia parlamentaria.
Pero, a pesar de la guerra y la ausencia de elecciones, Gran Bretaña no se convirtió en una dictadura civil o militar. De hecho, poco después de terminada la guerra, el Partido Laborista ganó decisivamente las elecciones de 1945, derrotó a Winston Churchill y al Partido Conservador e instaló en el poder un gobierno que realizó reformas importantes, sobre todo en el área de salud, con la inauguración en 1948 del National Health Service (NHS), una versión de la medicina socializada.
Hasta ahora ese sistema de salud pública disfruta de amplio apoyo político en Gran Bretaña, a pesar de las dificultades producidas por la pandemia de Covid y de los cambios y reducciones que el NHS ha sufrido en las últimas décadas a manos de las políticas neoliberales, tanto del Partido Conservador como del Laborista.
Finalmente, queda por aclarar por qué la economía de mercado parece ser incompatible y de hecho ha sido puesta a un lado por los gobernantes en tiempos de guerra —aún en el Reino Unido, cuna del capitalismo industrial.
Hay muchas razones para ello, pero más que nada se debe a la tendencia inevitable de las grandes corporaciones capitalistas a aumentar su tasa de ganancias por todos los medios posibles, lo que choca con las necesidades de una economía de guerra, que depende de la previsibilidad de la producción bélica y del control de costos de los insumos, que de otra manera se dispararían en un mercado «libre», especialmente cuando confronta una situación de escasez, tanto de armamentos como de artículos de consumo.
Las economías de guerra también tienden a eliminar por todos los medios el malgasto sistemático de recursos que caracteriza al capitalismo «normal». Un ejemplo es el desempleo crónico. Como la economía capitalista «normal» se organiza en base a la competencia, que produce «ganadores» y «perdedores», hay un lapso significativo de tiempo antes de que estos últimos puedan conseguir empleos alternativos; mientras tanto, están desocupados y no contribuyen ni a su bienestar individual ni a la economía nacional. Es este tiempo perdido el que impide que la economía de mercado funcione adecuadamente en tiempo de guerra, debido a que puede conllevar a demoras de insumos bélicos que conviertan una victoria en derrota.
Nada de esto quiere decir que no haya habido malgasto —las guerras constituyen por definición un malgasto catastrófico de seres humanos y recursos económicos— en las economías de guerra capitalista y que hayan sido óptimamente eficientes. Solamente una economía planeada racionalmente, basada en el control democrático ejercido por los trabajadores y la sociedad en general, en asociación estrecha con técnicos y científicos, puede aspirar a esa meta.
Desde el punto de vista de la izquierda crítica cubana, lo más importante es saber que la planificación económica a nivel nacional no solo es deseable, sino posible. Los grandes problemas y contradicciones de la planificación burocrática al estilo soviético y cubano, no son relevantes y mucho menos agotan las posibilidades de un plan racional y democrático para nuestro país.
*Nació y se crió en Cuba y ha escrito numerosos libros y artículos sobre ese país, así como sobre muchos otros temas políticos. También es autor de Before Stalinism: The Rise and Fall of Soviet Democracy, reeditado recientemente por Verso Books. Es miembro del Consejo Editorial de Sin Permiso. Publicado en jovencuba.com