Nuestra democracia: luces y sombras – Por Arnoldo Mora

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.Por Arnoldo Mora

En esta campaña electoral, que aún no ha terminado, el pueblo costarricense ha sido el protagonista de un acontecimiento que profundiza un proceso que se viene desarrollando desde hace varias décadas, razón por la cual, amerita una amplia reflexión como corresponde a un evento  que no dudo en catalogar como histórico.

Ciertamente, nuestro pueblo se hizo allí presente, pero hay dos maneras de hacerlo: por lo que hace y por lo que se niega a hacer, por lo que dice y por su silencio. El pueblo se hizo presente y se convirtió en protagonista de dos maneras: hablando por medio del voto y callando recurriendo a la abstención; así también, lo hizo por partes prácticamente iguales: la mitad del padrón electoral fue a votar, la otra mitad se quedó en casa. Lo que el pueblo dijo mediante el voto debe calificarse como las luces de nuestra democracia, pero su preocupante y voluminoso abstencionismo refleja las sombras de nuestra democracia.

Inspirándonos en los ciclos de la madre naturaleza, el domingo 6 de febrero tuvimos un día de 24 horas: 12 de luz y 12 de oscuridad. Para entender el porqué de lo acaecido es preciso tener conciencia de que se ha operado un cambio cualitativo en la manera de elegir a nuestros gobernantes. Tradicionalmente, solo había una elección cada cuatro años, donde se elegía a  todos los que habrían de fungir como miembros de los tres poderes sujetos a elección popular: los poderes Legislativo y  Ejecutivo, que representan a la nación como un todo, y las municipalidades que encarnan al poder local.

Durante la segunda mitad del siglo pasado, la mayoría de los ciudadanos votó por los candidatos que habían sido seleccionados por la cúpula de los partidos que se disputaron la guerra civil de 1948, lista que era confeccionada mediante métodos dudosamente democráticos. Pero en la práctica, el poder era monocolor, pues quienes perdían solo tenían el derecho a hacer oposición, de la cual, incluso, fueron excluidos quienes combatieron al lado de Manuel Mora y bajo el mando de Carlos Luis Fallas en 1948, luchando hasta la muerte en defensa del Estado Social. No sería sino hasta la administración socialdemócrata de Daniel Oduber (1974-1978) que se reformaría la Constitución de 1949, para que los derechos de todos los costarricenses fueran reconocidos. En todo este período histórico, el poder se concentró en torno a la presidencia de la República, excepto en los gobiernos no liberacionistas presididos por Mario Echandi (1958-1962) y por José Joaquín Trejos (1966-1970) en que Liberación logró la mayoría en la Asamblea Legislativa.

La causa de que el pueblo costarricense se viera sometido a esta democracia restringida y tutelada se debe a razones geopolíticas. En efecto, durante la Guerra Fría, la geopolítica mundial y el poder imperial imponía a los países periféricos regirse por un bipartidismo anticomunista, dando prioridad a la defensa y promoción de los intereses de las trasnacionales, so pena de que se les impusieran regímenes dictatoriales, como ocurrió con el golpe de estado en la vecina Guatemala (1954). Eso mismo sucedió en la década de los 70 en otros países, como castigo al exitoso intento de forjar una democracia popular en el Chile de la Unidad Popular (1970-73), bajo la presidencia del socialista Salvador Allende. Este modelo político entró en crisis con el triunfo de la Revolución Sandinista en Nicaragua (1979) y la instauración del gobierno de los nueve comandantes durante la década siguiente.

En Costa Rica, triunfa Oscar Arias, conspicuo vástago de la oligarquía, que logra que su plan de paz sea aceptado por los otros gobiernos de la región, impidiendo así que Reagan ocupara militarmente toda la región; todo lo cual hizo posible que la oligarquía criolla prolongara su hegemonía, pero a condición de ceder en el aislacionismo tradicional de Costa Rica, ya que el sucio capital oligárquico de los países del Triángulo del Norte se incrustó en las finanzas domésticas, como se refleja en los grandes y modernos centros comerciales de Escazú y Alajuela-Aeropuerto.

El siglo XXI asiste al declive vertiginoso de la hegemonía multisecular de los imperios de Occidente, gracias al auge indetenible como potencia mundial de China y al revivir de Rusia. Con ello se derrumba el bipartidismo local; en las dos anteriores elecciones triunfa un partido un tanto improvisado que, a pesar de no ser nunca grande, logró, sin embargo, escalar a la presidencia de la República al ser aceptado en la segunda vuelta por la mayoría de los costarricenses como ”el mal menor”.

Hoy todo ese tinglado se acaba de derrumbar como se evapora una gota de agua en el desierto. Es dentro de este panorama político que Costa Rica acaba de tener elecciones para elegir diputados e irá de nuevo a las urnas el 3 de Abril, para escoger al próximo presidente de la República entre los dos candidatos que lograron un mayor porcentaje de votos, debido a que ninguno logró llegar al 40% requerido por ley.

Dos novedades se dan en esta elección. La primera es la súbita y sorpresiva ascensión de un partido nuevo, encabezado por un candidato hasta hace poco desconocido por haber vivido la mayor parte de su vida pública muy lejos de nuestro país, pero que ha logrado  aglutinar en torno suyo  un movimiento (difícilmente puede calificarse de partido) novedoso por representar un sentimiento antisistema, que refleja el rechazo de un numeroso y creciente grupo de ciudadanos hacia la clase política tradicional. La otra novedad de estas elecciones es la extinción (¿definitiva?) de 19 partidos, algunos de ellos liderados por conocidas figuras del ámbito político. De manera particular, mucho se ha comentado el estrepitoso derrumbe (¿defunción?) del partido gobernante, que ni siquiera pudo llevar un solo e íngrimo diputado a la Asamblea Legislativa. Al estar compuesta por seis sólidos partidos, pero con al menos seis diputados cada fracción, la próxima Asamblea Legislativa sale fortalecida, si bien los dos partidos tradicionales poseen las más fuertes bancadas.

No obstante, el panorama se vuelve sombrío si reconocemos que el gran ganador fue un abstencionismo, que en cada elección crece. Esto no es más que la señal de que el pacto sociopolítico (“contrato” diría Rousseau), con que se cerró la turbulenta década de los 40 y que se plasmó en la Constitución de 1949 actualmente vigente, entre una oligarquía abierta al proyecto modernizador y los sectores medios en ascenso, da muestras de estar periclitando. Amplios sectores de la clase media se sienten actualmente vulnerados en sus intereses económicos y en sus ideales políticos, debido a la tendencia acaparadora de una voraz oligarquía cada vez más reducida en número, pero más poderosa financieramente.

Por su parte, los sectores populares se empobrecen cada vez más, sobre todo en los populosos barrios suburbanos de la Gran Área Metropolitana y en las tres provincias, que se reparten las costas bañadas por los dos océanos que nos abrazan. El descontento de estos amplios sectores de la población se viene manifestando en el abstencionismo, pero si la situación no cambia en su favor, podrían impacientarse aún más y dar origen en un futuro no lejano a una caótica ingobernabilidad nutrida en fuentes económicas putrefactas, como sucedió en el México que antecedió el ascenso al poder de López Obrador, o parece estar sucediendo en Colombia, nuestros poderosos vecinos al norte y al sur de nuestras vulnerables fronteras. Allí radica el verdadero reto que inexorablemente deberá asumir el próximo gobierno, hayamos o no participado en su elección.

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