La próxima Cumbre de las Américas: las lecciones de la historia – Por Carlos Monge
Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.Por Carlos Monge*
¿Una cumbre con EE.UU. aumenta o disminuye los márgenes de autonomía de la región? A juzgar por los hechos, es más fácil prever lo primero que lo segundo. Los aires de una segunda “oleada” progresista, como la llama Álvaro García Linera, en una reciente entrevista, están soplando con fuerza en todo el hemisferio, esta vez de la mano no de líderes carismáticos, en general, “sino con líderes políticos moderados que están respondiendo a las nuevas circunstancias”.
Es inevitable, entonces, pensar, en Gabriel Boric, en Chile, que se pondrá la banda presidencial el 11 de marzo próximo, y en Luis Arce, en Bolivia, que asumió el mando en noviembre de 2020. Sin dejar afuera del análisis el previsible triunfo de Lula en Brasil, en octubre de este año, sea en primera o segunda vuelta; y el de Gustavo Petro, en Colombia, quien, según las encuestas, podría imponerse en mayo y vencer a cualquier contrincante que pasara a segunda ronda.
El Presidente Joe Biden convocó, a fines de enero pasado, a una nueva Cumbre de las Américas, que se realizará en Los Angeles (EEUU), entre el 6 y el 10 de junio, bajo el lema “Construyendo un futuro sustentable, resistente y equitativo”. Y cuya misión es promover, de acuerdo a lo declarado por representantes del país anfitrión, el combate a la pandemia del Covid-19, una recuperación “verde”, un manejo “integral” del fenómeno migratorio y la búsqueda de un consenso hemisférico respecto a los desafíos que enfrenta hoy la democracia, como forma de gobierno, en toda la región.
Esta será la novena de una serie de cumbres que se inauguraron en Miami, en 1994. A la octava, que se llevó a cabo en Chile en 2018, el entonces Presidente de EE.UU., Donald Trump, no consideró necesario asistir y se hizo representar por el vicepresidente Mike Pence. La cumbre siguiente debería haberse efectuado en 2021, pero se pospuso debido a la pandemia.
La lista final de invitados para la próxima cita todavía no está definida con claridad, pero altos funcionarios de la Casa Blanca, al ser consultados en relación a si se preveía la asistencia a la misma de Cuba, Venezuela y Nicaragua, indicaron que sólo serán bienvenidos aquellos gobiernos que “respetan” los principios democráticos. Y que la nómina definitiva será elaborada en consulta con la Organización de Estados Americanos (OEA), liderada por el uruguayo Luis Almagro.
El menú de la agenda incluye debates sobre transparencia, corrupción, inclusión, equidad, sustentabilidad cambio climático, enfoques humanitarios sobre la migración y respeto a grupos discriminados, incluyendo indígenas y mujeres, entre otros temas. Para Washington, la tarea central, expresaron funcionarios de alto rango, es reparar los daños causados a las relaciones con la región durante la Presidencia de Trump.
Y, en ese sentido, se enfatizaron los recientes esfuerzos para alcanzar resoluciones negociadas en crisis como las de Haití, Venezuela y en torno a Cuba, donde el Presidente estadounidense dice haber tomado una postura “dura con el régimen y suave con el pueblo cubano”.
La tradición de las reuniones interestatales en nuestro hemisferio se remonta al Congreso de Panamá —o Congreso Anfictiónico, debido a que se inspiraba en reuniones o ligas de tribus de la antigua Grecia—, convocado por Simón Bolívar, en 1823. Su idea inicial era crear una suerte de unión o confederación de los nuevos Estados americanos, como aquella que imaginara Francisco de Miranda.
Pero la situación no estaba aún madura para una iniciativa de esa especie. Sólo concurrieron la Gran Colombia, México, Perú y la República Federal de Centro América, una entidad compuesta por cinco naciones. Bolivia y EE.UU. no llegaron a tiempo al encuentro y las Provincias Unidas del Sur y Chile no manifestaron mayor interés en el tema (Freire en Chile y Rivadavia en Argentina tenían, en esos momentos, otras preocupaciones más acuciantes).
Indiferencia que también fue replicada por el entonces Imperio del Brasil. Gran Bretaña, que por aquel entonces era la mayor potencia mundial, envió un observador, al igual que los Países Bajos.
Después se realizó el Primer Congreso de Lima (1847-1848), que no pasó de intenciones declamatorias, y el Segundo Congreso de Lima (1864-1865), que coincidió con buena parte de los incidentes que jalonaron la llamada Guerra hispano-sudamericana. Un conflicto, mayormente naval, que enfrentó, por un lado, a Chile, Perú, Bolivia y Ecuador, con el régimen de los Borbones, en lo que muchos vieron como una tentativa postrera de reconquista española, mientras que otros observadores la calificaron como una “guerra estúpida”, sin objetivos claros.
En el intertanto, en septiembre de 1856, Perú, Ecuador y Chile rubricaron en Santiago un Tratado Continental de Unión Confederativa, que no fue ratificado posteriormente por ninguno de sus respectivos congresos.
Génesis y desarrollo de la Doctrina Monroe
Las intenciones fallidas de favorecer un entendimiento principalmente entre las ex colonias españolas en América —pues la historia de Brasil, como sabemos, discurre por carriles muy diferentes—, hacen que el “sueño de Bolívar” entre en receso por un período prolongado de tiempo. Mientras que, por otra parte, es Estados Unidos quien empieza a ver en el “panamericanismo” (noción acuñada por Washington) una forma de proyectar sus intereses mucho más allá de sus fronteras.
No hay que olvidar que ya en 1823, en su discurso sobre el Estado de la Nación, el Presidente James Monroe elabora la doctrina —diseñada, en realidad, por John Quincy Adams— que llevará su apellido y que se sintetiza en una frase: “América para los americanos”. Una clara demarcación de territorio y de lo que en geopolítica se denominan esferas de influencia, en la cual la idea central es que cualquier intervención de los europeos en nuestro continente sería visto como un intolerable acto de agresión que requeriría la intervención de una nación que había declarado su independencia 47 años antes, en julio de 1776, y que acudiría en auxilio de sus naciones hermanas.
La idea era trazar una línea roja que disuadiera a las potencias europeas, que emergían triunfantes del Congreso de Viena (1814-1815), donde redibujaron el mapa del Viejo Mundo, tras la derrota de Napoleón Bonaparte, de ensayar aventuras restauradoras en sus antiguos dominios coloniales.
Aunque conviene decir que la proclama de Monroe tenía más de bravata que de amenaza efectiva, pues EE.UU. estaba lejos de alcanzar el poderío que obtendría luego y Gran Bretaña reinaba aún en los océanos y mercados del mundo. Pero el “bluffeo” surtió efecto y fue reforzado luego por la noción del “Destino Manifiesto” (O’Sullivan, 1845), que planteaba que, en definitiva, las trece colonias constituían la nación elegida por Dios para regir los destinos de la humanidad.
La expansión de EE.UU. se realiza, primero, en forma pacífica, a través de la compra de territorios —Louisiana, a los franceses, en 1803, y Florida, a los españoles, en 1819— y luego toma una fase más abiertamente ofensiva con intervenciones armadas en Centroamérica y también en México, país que a mediados del siglo XIX pierde la mitad de su extensión original a manos de sus vecinos del Norte.
Cabe acotar, por su parte, que el presunto paraguas protector del monroísmo no evitó la ocupación de Malvinas por Gran Bretaña (1833); el bloqueo anglo-francés del río de la Plata (1845-1850), la injerencia francesa en México (1862-1865) y la toma de la Guayana Esequiba, en 1877, por parte del Reino Unido, que, según Venezuela, significó amputarle parte de su suelo patrio. Además de otros episodios del mismo tipo en República Dominicana y Nicaragua.
Como sea, la Doctrina Monroe siguió pendiendo como un escudo, en su origen de naturaleza defensivo, que permeaba las relaciones inter-hemisféricas y que le dieron un sello que se mantiene hasta hoy. A comienzos del siglo XX, con Theodore Roosevelt en la Casa Blanca, se entroniza la política del “gran garrote” (big stick), que se manifiesta de algún modo en la separación de Panamá de Colombia (noviembre de 1903) y un año más tarde, cuando se proclama el Corolario Roosevelt.
Un agregado al monroísmo, por si acaso el mensaje no había quedado claro. A raíz del bloqueo naval de Venezuela por potencias europeas, Roosevelt plantea que si un país extra-continental amenaza o pone en riesgo con sus actitudes los derechos o propiedades de ciudadanos o empresas estadounidenses, su gobierno está obligado a intervenir en los asuntos internos de ese país para restaurar el orden y la paz.
El monroísmo, visto desde el sur
La estructura institucional que va a servir para acomodar este giro y reacomodo geopolítico de gran alcance ya está planteada. Mediante una iniciativa del Congreso de EE.UU., que data de 1888, se convoca a una Conferencia Panamericana (la primera de un ciclo de diez, que se prolongarán hasta 1954, cuando la Organización de Estados Americanos, OEA, ya tiene seis años de vida), que se celebra en Washington, entre octubre de 1889 y abril de 1890.
Todos los países del hemisferio, excepto República Dominicana, asistieron a una cita que, entre otros ambiciosos objetivos, planea echar las bases de una unión aduanera, la adopción del patrón plata y medidas sanitarias en común. La segunda de las Conferencias se hará en México (1901-102); la tercera en Rio de Janeiro (1906); la cuarta en Buenos Aires (1910) y la quinta en Santiago (1923), donde se aprueba la Convención de Gondra, un Tratado que pretende evitar o prevenir conflictos armados entre Estados de la región, mediante mecanismos pacíficos y arbitrales de resolución de estas pugnas.
Aquí es donde cabe preguntarse cuál fue la recepción que tuvieron en América Latina las premisas y supuestos básicos de la Doctrina Monroe. Uno de los estadistas más avezados de la región, el legendario barón de Rio Branco, santo patrono de la diplomacia brasileña —que a lo largo de todas sus negociaciones de fronteras mal demarcadas: Palmas, con Argentina; la “cuestión de Amapá”, con la Guyana Francesa; y con Bolivia y Perú, por los territorios de Acre y Purús, sumó 700.000 kilómetros cuadrados a los ocho millones y medio que hoy conforman la República Federativa de Brasil—, tuvo, como otros muchos latinoamericanos, sentimientos encontrados al respecto.
Rio Branco, canciller por diez años de Brasil (1902-1912), como antes lo había sido su padre, que fue también Primer Ministro durante el Segundo Reinado, dice en una carta a su amigo Souza Corrêa, en 1896: “Yo prefiero que Brasil estreche sus relaciones con Europa a verlo lanzarse en los brazos de Estados Unidos”.
Lo que no es raro si se piensa que era un monarquista, de talante conservador, que veía con recelo al liberalismo que comprometía la “evolución armoniosa de la civilización cristiana del mundo occidental, preparándose un futuro quizás no muy remoto, una opresión mil veces más vejatoria , irresistible e insaciable, que las tiranías de los monarcas paternales que se pretenden derribar (Villafañe, 2018: 205)”.
De otro lado, en Chile, con 74 años de anticipación, un hombre también imbuido de valores políticos tradicionales, como era Diego Portales, y que comerciaba en los puertos del Pacífico, mucho antes de ser ministro y hombre público en Chile, le escribe a su amigo, José M. Cea, desde Lima, en 1822: “Mi querido Cea: Los periódicos traen agradables noticias para la marcha de la revolución en toda América. Parece algo confirmado que los Estados Unidos reconocen la independencia americana. Aunque no he hablado con nadie sobre este particular, voy a darle mi opinión. El presidente de la Federación de N.A., Mr. Monroe, ha dicho: ‘Se reconoce que la América es para éstos’.
¡Cuidado con salir de una dominación para caer en otra! Hay que desconfiar de estos señores que muy bien aprueban la obra de nuestros campeones de liberación, sin habernos ayudado en nada: he aquí la causa de mi temor. ¿Por qué ese afán de Estados Unidos en acreditar ministros, delegados y en reconocer la independencia de América, sin molestar ellos en nada? ¡Vaya un sistema curioso mi amigo! Yo creo que todo esto obedece a un plan combinado de antemano; y ese sería así: hacer la conquista de América, no por las armas, sino por la influencia en toda esfera. Eso sucederá, tal vez hoy no; pero mañana sí. No conviene dejarse halagar por estos dulces que los niños suelen comer con gusto, sin cuidarse de un envenenamiento”.
Los conceptos esbozados por Portales en esta misiva no dejan lugar a dudas sobre su capacidad de análisis estratégico, basada en una mirada larga y aguda en relación a asuntos que a otros dejaban alegremente indiferentes.
Pero así como el barón de Rio Branco desconfiaba en cierto modo de las secretas intenciones del “amigo americano”, no podía dejar de apreciar que su irrupción en el escenario de las grandes potencias favorecía también las ansias de autonomía de países como Brasil, con menos recursos y atributos de poder, al introducir un factor de equilibrio y “multipolaridad” —para decirlo en el lenguaje de hoy— en el sistema internacional de su época.
Así, al discutir con sus superiores la posibilidad de que Francia invadiera el territorio en disputa en Amapá, para negociar luego desde posiciones de fuerza, relativiza esa opción táctica al considerar que hay un nuevo actor en juego: Washington. “Pienso también que lo que contiene principalmente al gobierno francés es el recelo de una complicación con los Estados Unidos de América y con Inglaterra y tal vez la desconfianza de que ya tengamos alguna inteligencia secreta con los gobiernos de esas dos grandes potencias para la interposición de sus buenos oficios en caso de ocupación militar del territorio contestado”, subraya, en una carta de su puño y letra.
Los cálculos de Rio Branco eran los de un precursor de la Escuela Realista de las Relaciones Internacionales, que recién sería sistematizada en el siglo XX, por autores como E.H. Carr y Morgenthau, entre otros. Había una transición de poder entre potencias en marcha —de Inglaterra a EE.UU., aunque también jugaban actores como Francia y la Alemania del Kaiser—, y el monroísmo debería ser “generalmente aceptado” como instrumento contra la “expansión colonial o tentativa de conquista europea en este continente”.
EE.UU., en esos momentos, aún “con sus inmensos recursos”, no tendría condiciones de “eficazmente ejercer (el rol de) la policía amigable o paternal que desearía ejercer, salvo en el mar de las Antillas”. Y “nuestra influencia (la brasileña) sólo se puede ejercer con alguna eficacia sobre Uruguay, Paraguay y Bolivia, procurando operar de acuerdo con Argentina y Chile (Villafañe, 2018: 388-9)”.
Para el barón, los países importantes y responsables de la región eran Argentina, Brasil y Chile, por lo cual es famosa, además, su teoría del ABC, como un eje o triángulo de poder que, estructurado desde el Cono Sur, contrabalanceara el poder de EE.UU. y los remanentes del colonialismo europeo. Toda vez que México y Centroamérica, al igual que “Colombia y Venezuela, por su proyección caribeña, también estarían en el área de intervención estadounidense directa”.
Una cumbre “rara” con agenda difusa
Ahora bien, cerrada ya este breve digresión histórica, volvamos al presente y a la próxima cumbre de las Américas de junio de este año, donde la administración Biden pretende delinear los nuevos objetivos o parámetros que, a su juicio, deberían congregar y unificar a los países del hemisferio en esta desafiante fase política.
Cuando el ex presidente de la comisión de asuntos exteriores del Senado, asumió el poder, en enero de 2021, su mensaje fue claro: “América está de vuelta”, indicando de este modo que se acababa la fase de aislacionismo internacional que lideró Trump y que las alianzas multilaterales, ya sea formales o flexibles y “ad hoc” serían reconstruidas para enfrentar con mayor éxito a China y a Rusia, los archirrivales declarados de EE.UU.
Los prioridades estuvieron puestas, por lo visto luego, en abandonar el pantano de Afganistán (retiro ya programado por el gobierno de Trump), reafirmar lazos con Europa Occidental y Oriental, a través de la OTAN, mostrándole los dientes al “oso ruso” en el espacio euroasiático, y desplegar la estrategia del denominado Indo-Pacífico, por medio del Quad (EE.UU., Australia, India y Japón), con el fin de dar señales a China que se iniciaba un período de contención activa de su expansión en esa región.
América Latina no era prioridad en ese diseño, salvo en tres planos, bastante menores desde el punto de vista del cuadro general: i) frenar la creciente migración de centroamericanos vía México, de la forma más ordenada y “humanitaria” posible; ii) dar un golpe de timón en la política hacia Venezuela, donde los intentos por derribar a Nicolás Maduro por la vía militar o por medio de una alzamiento popular extendido demostraron ser inútiles y trabajar en sinergia con la Unión Europea y Noruega, buscando una solución política y pacífica para la catastrófica crisis de ese país; y iii) multiplicar los diálogos con líderes regionales con el objeto de poner obstáculos al avance de China en el espacio hemisférico, donde las inversiones económicas comenzaron a reflejarse también en un mayor “músculo” político de Beijing.
Así, tras un período de “benigna indiferencia”, no hubo mayores novedades para la región. La designación del estadounidense, de origen colombiano, Juan Sebastián González, como asistente especial del Presidente y director principal del Consejo de Seguridad Nacional para el Hemisferio Occidental, fue el mayor hito de la etapa inaugural del mandato de Biden. González trabajó alguna vez muy cerca del chileno-estadounidense Arturo Valenzuela y también formó parte de la administración Obama.
A comienzos de diciembre de 2021, Biden convocó a una cumbre global de las democracias. Cita de la que fueron excluidos, además de los “villanos de siempre” —China y Rusia—, ocho países latinoamericanos: Venezuela, Nicaragua, Cuba, Bolivia, El Salvador, Honduras, Guatemala y Haití. Aunque sí se invitó a Filipinas, Pakistán e Irak, que no son precisamente ejemplos de democracias liberales, a la luz de los análisis clásicos.
El presidente del Diálogo Interamericano, Michael Shifter, dijo en esa ocasión que “es muy probable que la ausencia de los países iberoamericanos sea contraproducente tanto para los intereses de EE.UU. como para la democracia en la región”.
En la nueva convocatoria prevista para junio, y esta vez circunscrita al ámbito regional, se desconoce hasta el momento, como se señaló antes, quiénes serán invitados y quiénes no.
Por lo pronto, la Casa Blanca se limitó a decir, en un comunicado oficial, que “la Cumbre de las Américas es la única reunión, para todo el hemisferio, que convoca a los líderes de los países de América del Norte, del Sur y Central, y del Caribe. El liderazgo de EE.UU en el proceso de la Cumbre resalta nuestro profundo compromiso histórico con los pueblos del Hemisferio Occidental, así como nuestra determinación de hacer realidad la iniciativa para Reconstruir un Mundo Mejor (Build Back Better World, B3W)”.
Tres preguntas pendientes
Persisten, sin embargo, algunos interrogantes que continúan sin ser despejados. A saber:
1.¿Cuál será la agenda concreta de discusión? En un inusual artículo, publicado en enero de 2021, Thomas Shannon, ex Secretario del Departamento de Estado interino y ex Embajador en Brasil, esbozó los tres asuntos de la agenda bilateral con ese país que más le preocupan a EE.UU.: i) cooperación con respecto a la pandemia para prevenir su extensión y contribuir en la recuperación económica; ii) cambio climático y gestión ambiental, donde Brasil, bajo el gobierno de Bolsonaro, tiene pasivos importantes; y iii) la “cuestión de China”, reclamando que “los esfuerzos de ese país asiático para insertarse más profundamente en las economías de América del Sur y construir su infraestructura 5G han causado inquietud y preocupación”.
Uno podría presumir que, con ligeras variantes y particularidades, esa es la hoja de ruta principal para casi todos los países de la subregión.
2.¿Cuál será la respuesta de América Latina a las propuestas de EE.UU., ya sea en caso de una respuesta unificada, lo que a priori parece difícil, o de réplicas aisladas o concertadas a través de “minibloques” o coaliciones “ad hoc”, lo cual parece ser la práctica habitual en este tipo de cumbres? Difícil predecirlo con anticipación.
Lo claro es que el panorama regional está más desorganizado y desordenado que nunca. Jair Bolsonaro tiene anunciada una visita a Rusia para fines de febrero, por más que EE.UU.le ha advertido que esto sería muy mal visto, por parte de Washington, sobre todo dada la explosiva situación en la frontera ruso-ucraniana. Alberto Fernández culminó el 6 de febrero pasado, en Beijing, una gira por Rusia y China, poco tiempo después de firmar un acuerdo con el FMI para renegociar la asfixiante deuda externa de Argentina.
Y defendió el derecho de su país a “apostar por el multilateralismo”, pues “no queremos ser satélites de nadie”. A su paso por la República Popular China se convirtió en el primero de los tres grandes países de la región en formalizar su ingreso a la Ruta de la Seda. Raya para la suma: el presidente de Ecuador, Guillermo Lasso, un hombre de derecha, también se reunió con Xi Jinping y anunció el inicio de negociaciones para firmar un TLC con China.
3.¿Una cumbre con EE.UU. aumenta o disminuye los márgenes de autonomía de la región? A juzgar por los hechos, es más fácil prever lo primero que lo segundo. Los aires de una segunda “oleada” progresista, como la llama Álvaro García Linera, en una reciente entrevista, están soplando con fuerza en todo el hemisferio, esta vez de la mano no de líderes carismáticos, en general, “sino con líderes políticos moderados que están respondiendo a las nuevas circunstancias”.
Es inevitable, entonces, pensar, en Gabriel Boric, en Chile, que se pondrá la banda presidencial el 11 de marzo próximo, y en Luis Arce, en Bolivia, que asumió el mando en noviembre de 2020. Sin dejar afuera del análisis el previsible triunfo de Lula en Brasil, en octubre de este año, sea en primera o segunda vuelta; y el de Gustavo Petro, en Colombia, quien, según las encuestas, podría imponerse en mayo y vencer a cualquier contrincante que pasara a segunda ronda.
En función de estos datos, se podría decir que, en principio, Biden la tiene difícil para fijar rumbos comunes que sean aceptados por la mayoría de los asistentes con docilidad y aquiescencia. No se ve por dónde, además, podría hacer coincidir su agenda de una política externa diseñada para beneficiar a la “clase media” estadounidense con los intereses de una región heterogénea por naturaleza, que enfrenta desafíos muy diferentes a los de EE.UU.
Hasta ahora, el proyecto Build Back Better World no compite, ni de lejos, en materia de recursos disponibles y de ofertas, con la Belt and Road Iniciative (BRI, por su sigla en inglés), promovida por los chinos. Y hasta ahora, su gente —Juan González, entre ellos— se limita a repetir ante la prensa que los países latinoamericanos “no son piezas de ajedrez en un tablero sino naciones independientes que tomarán decisiones en función de sus propios intereses de seguridad nacional”.
Se abre así, entonces, una ventana de oportunidad inigualable para que la región supere la irrelevancia que hoy la caracteriza (Schenoni y Malamud, 2021), y se empine, incluso desde su amplia diversidad ideológica, para ser capaces de concordar iniciativas comunes que nos eximan de la obligación de tomar partido o abanderizarse en la pugna “tripolar” que en la actualidad enfrenta a China, Rusia y EE.UU. Pues, aunque parezca curioso y paradójico, esa misma pugna inter-hegemónica puede darnos la oportunidad de maximizar la voz de América Latina en el sistema internacional. Siempre y cuando, claro, ésta sea capaz de hablar a coro.
*Periodista y analista internacional chileno. Publicado en El Mostrador