Elecciones en Costa Rica – Por Rafael Cuevas Molina
Por Rafael Cuevas Molina*
Las elecciones de este domingo en Costa Rica tienen lugar en el marco de una crisis multidimensional que ha venido transformando el perfil de la nación desde hace bastante tiempo. La coyuntura en la cual tienen lugar está marcada por una situación sanitaria, económica y social inédita, que ha agravado condiciones pre existentes. Esta particular situación entroncó con un creciente déficit fiscal que pone en riesgo la estabilidad financiera del país, la cual se produce, a su vez, en el marco de una serie de reformas que vienen realizándose desde la década de 1980 y que vienen transformando, paulatinamente, el perfil de la nación.
Las reformas a las que hacemos mención se desprenden de la implementación, desde la administración de Luis Alberto Monge Álvarez (1982-1986), del modelo neoliberal de desarrollo, que vino a sustituir al modelo de Estado de Bienestar o Estado Social, que había entrado en crisis a mediados de la década de los 70.
Como resultado de ese largo proceso de casi cuarenta años, el perfil característico de la sociedad costarricense ha venido cambiando en todos los órdenes. Desde el punto de vista social, por ejemplo, se ha estado construyendo una sociedad cada vez más desigual, al punto de que publicaciones del Banco Mundial la sitúan entre las diez más desiguales del mundo.
El nuevo modelo impulsado bajo los preceptos del Consenso de Washington se fue concretando “a la tica”, es decir, paulatinamente, sin los shocks que caracterizaron a otros países de América Latina. Pero esa situación cambió en los últimos cuatro años, cuando la clase política decidió impulsar, a marchas forzadas, una serie de leyes que ha llevado a pensar que la Costa Rica diferente del resto de la región (por sus indicadores sociales positivos, su apego al estado de derecho, su apuesta por una educación pública de calidad, etc.) está esfumándose.
Efectivamente, durante los 200 años de vida republicana, Costa Rica se caracterizó por haber seguido un camino que lo diferenció de la mayoría de los países de la región. Tal vez en esto haya influido el hecho de que, en el período colonial, no tuvo las condiciones materiales para que en ella se asentara fuertemente la administración colonial, permitiendo la construcción posterior de una sociedad menos estamental, autoritaria y vertical.
Pero lo cierto es que esa herencia “benévola” supo ser fructificada desde el mismo siglo XIX, cuando para articular su original modelo de desarrollo no pesaron tanto instituciones como el ejército sino otras, como la de la educación, lo que a la larga se convirtió en una particular forma de ir haciendo un país que, en los albores de la segunda mitad del siglo XX, tomó decisiones cruciales para consolidar ese modelo propio.
Dentro del abanico de conceptos e ideas, pero también de estereotipos y mitos que fundamentan la idea de la especificidad y la diferencia costarricense, hay algunos que cada vez son más endebles, como el de la supuesta blanquitud de su población (lo cual, en un contexto neocolonial, es visto como un rasgo positivo), pero hay otros que emanan de su dinámica histórica y siguen siendo un bastión de lo que los costarricenses consideran que los caracteriza. Uno de ellos, por ejemplo, es que es un país de “igualiticos”, lo cual refiere a un tipo de sociedad en la que ha existido una amplia clase media, y en el que las diferencias sociales no eran tan marcadas como en el resto de la región.
Lo nuevo, en la coyuntura actual, es la profundización acelerada de las reformas neoliberales. Pareciera que la clase política hubiera decidido, sin que eso hubiera estado en los programas presentados en la campaña electoral que llevó a la presidencia al actual presidente Carlos Alvarado (2018-2022), echar por la borda lo que, a estas alturas, ya podríamos catalogar como la “tradición” costarricense.
Seguramente nadie imaginó en 2018, en medio de la algarabía de haber elegido un gobierno que se bautizó a sí mismo como el gobierno del bicentenario (por la conmemoración en 2021 de 200 años de independencia), que sucedería esto. Alvarado había logrado derrotar en la segunda ronda a una opción fundamentalista que, inopinadamente, había surgido y crecido vertiginosamente en la recta final de la primera ronda electoral. Parecía entonces que se abría la posibilidad, frente a la amenaza de tener a la cabeza del poder ejecutivo a alguien de ideología fundamentalista de corte trumpista o bosonarista, de hacer valer aquellas ideas y valores que siempre enorgullecieron a los costarricenses, y de ahí la sorpresa, y después la decepción, ante lo ocurrido.
Estas elecciones se realizan, por lo tanto, en una Costa Rica que está, pasando por momentos de estréssocial que han llevado a que tengan un carácter sui géneris. En primer lugar, por la dispersión, que solo tiene parangón con las lecciones que se realizaron en 1930: 25 candidaturas a la presidencia. Esta situación inédita puede tener varias explicaciones. En primer lugar, la quiebra del sistema bipartidista que ha llevado a la proliferación de partidos del más diverso pelaje, algunos de ellos simples franquicias políticas que sirven de comodín al mejor postor. En segundo lugar, la victoria en las elecciones pasadas de alguien como el actual presidente, un personaje sin mayor trayectoria política, sin carisma, que a un mes de la primera vuelta se encontraba en posiciones lejanas a los posibles elegibles con apenas un 6% de aceptación popular, que hace pensar que cualquiera puede acceder a la primera magistratura porque en el transcurso del proceso electoral puede pasar cualquier cosa.
El electorado costarricense ha visto estas elecciones con bastante escepticismo. A una semana del día de la votación, más del 30% aún no decidía su voto, en buena medida porque la oferta que tiene al frente no ofrece otra cosa que más de lo mismo: un abanico de ocurrencias e ideas débilmente sustentadas que no se apartan del modelo que ha llevado al país a la polarización social.
Los únicos partidos que se distancian de esas propuestas se encuentran acechados por la conminación a que declaren que Cuba, Nicaragua y Venezuela son dictaduras a las que hay que borrar de la faz de la Tierra. Esa es, en nuestros días y en todo el continente, la declaración que parece delimitar el campo de los buenos y los malos, pero independientemente de lo que declaren, son catalogados de comunistas, lo que en el imaginario popular es sinónimo de conductores hacia el peor de los destinos.
Así las cosas, quienes puntean en las encuestas a una semana de las elecciones son el expresidente José Figueres Olsen, hijo del líder histórico José Figueres Ferrer, quien encabezara las reformas socialdemócratas de los años 50-80; la exvicepresidenta socialcristiana Lineth Saborío y el líder fundamentalista que disputó la segunda vuelta de las elecciones pasadas, Fabricio Alvarado. Ninguno de ellos va más allá del 17% de intención de voto, por lo que aparentemente nadie alcanzará la meta de rebasar el 40% necesario para ganar en la primera vuelta. Será ese más de 30% de indecisos los que seguramente terminarán inclinando la balanza y determinando quienes se batirán en abril en la segunda ronda.
Todo parece apuntar, entonces, que de estas anodinas elecciones, en las que prevalece el hastío y la apatía, saldrá otra camada de diputados y un presidente o presidenta que seguirá orientando al país por un derrotero que lo aleja del perfil que le hizo tener características positivas que fueron reconocidas por propios y extraños.
*Presidente AUNA-Costa Rica