Luis Arce y el MAS: gobierno sin hegemonía – Por Fernando Molina

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Por Fernando Molina*

A un año de su regreso al poder, el gobierno del Movimiento al Socialismo (MAS) mantiene una popularidad significativa y una fuerte capacidad de movilización social, pero está lejos de la hegemonía del pasado. A las idas y vueltas de los proyectos presidenciales se suman las tensiones entre «arcistas» y «evistas» y la persistente polarización del país.

El 9 de diciembre pasado, Marcos Pumari, el segundo dirigente más importante de las protestas contra el presidente boliviano Evo Morales en 2019, fue arrestado en Potosí tras un aparatoso operativo policial. Un juez dictaminó seis meses de prisión preventiva mientras se realiza su juicio. Debe cumplirlos en Llallagua, una localidad minera en la que él no reside pero que las autoridades consideran más segura que Potosí, la capital regional, donde Pumari cuenta con el apoyo de la población.

Se lo acusa de haber provocado el incendio y saqueo del Tribunal Electoral de Potosí en los días posteriores a la elección del 20 de octubre de 2019, que la oposición consideró fraudulenta. Poco después de que el candidato que saliera segundo en esa elección, Carlos Mesa, acusara a Morales de haber cambiado los resultados de las urnas, hubo ataques de multitudes enardecidas contra las oficinas electorales en las ciudades de Potosí, Sucre y Santa Cruz de la Sierra. Pumari era entonces el presidente del Comité Cívico potosino. Esta institución es, junto con el Comité Cívico de Santa Cruz, la que más antagoniza con Morales y el Movimiento al Socialismo (MAS).

La detención de Pumari fue aplaudida por los militantes oficialistas, la mayoría de los cuales considera que el programa de enjuiciamiento de los principales protagonistas del derrocamiento de Morales en 2019 se desarrolla con excesiva lentitud. Un vocero de la poderosa Confederación Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB), que forma parte del Movimiento al Socialismo (MAS), declaró:

«Nosotros respaldamos plenamente la detención del señor Pumari, pero no es suficiente, esto es apenas el inicio de la justicia. Nosotros exigimos también la aprehensión de todos los golpistas». Y a continuación mencionó los nombres de casi todos los jefes de la oposición, inclusive el compañero de Pumari en la elección presidencial de hace más de un año, el actual gobernador de Santa Cruz Luis Fernando Camacho.

El 14 de diciembre, Camacho no pudo llegar a la opositora ciudad de Potosí a coordinar con los dirigentes cívicos una reacción movilizada contra la detención de Pumari, porque los campesinos bloquearon el camino para que no lo lograra. Al explicar este percance, Camacho habló de «hordas masistas» que actuaron «como terroristas» en contra suyo y de su comitiva. Desde el oficialismo le respondieron que los bloqueadores querían sanciones para los crímenes del gobierno interino de Jeanine Áñez, cuya formación fue respaldada tanto por Camacho como por Pumari. El MAS cree que la quema de los tribunales electorales el 21 de octubre de 2009 fue parte del golpe de Estado que terminaría con la presidencia de Morales tres semanas después.

Esta es, más o menos, la tónica del debate boliviano. Estos, también, son algunos de los clivajes que dividen al país: campo versus ciudades; indígenas versus no indígenas; comités cívicos versus sindicatos; Santa Cruz, Beni, Potosí y Tarija, en el oriente y el sur del país, versus las regiones del occidente y el norte (donde está La Paz). Y, por supuesto, la división en torno a las dos opiniones sobre el derrocamiento de Morales y sobre el carácter del gobierno de Áñez, si fue un ataque a la democracia boliviana o un intento fallido de salvarla de una «dictadura» previa.

Las detenciones de los opositores al MAS, acusados de ejecutar un golpe de Estado contra Morales, alimentan esta polarización que mantiene al país en una constante tensión. Más de una decena de ex-jefes militares está en prisión por haber «sugerido» a Morales que renunciara al final de la crisis electoral; los comandantes de las Fuerzas Armadas y la Policía en 2019 se hallan prófugos de la justicia. Y, como se sabe, la ex-presidenta Áñez también está en la cárcel. Hace poco se la acusó formalmente de dos delitos menores: resoluciones contrarias a la Constitución e incumplimiento de deberes, que se penan con dos años de prisión. También está siendo investigada por sedición, conspiración y terrorismo, cargos que, de probarse, podrían mantenerla encerrada durante 20 años.

El procesamiento de estos cargos más graves no avanza. Resulta paradójico que Áñez sea investigada por su papel en la caída de Morales, que fue menor al de Camacho, a quien los fiscales no se han atrevido siquiera a convocar para que testifique. Cada vez que lo intentaron se generó un enorme malestar en la región del gobernador. (En cambio, sí convocaron al ex-presidente Mesa, el cual se negó a declarar para no incriminarse. Y no se lo procesó). Una de las razones por las que Áñez ha sido involucrada en este juicio es que el oficialismo no puede armar un juicio de responsabilidades por sus acciones como presidenta interina, porque para ello requeriría de una autorización de dos tercios de los parlamentarios, una mayoría con la que no cuenta.

El presidente Luis Arce está en el gobierno desde hace más de un año y no ha logrado encaminar las acciones judiciales para establecer la responsabilidad de la clase política en los dramáticos sucesos que antecedieron y sucedieron a la renuncia de Evo Morales el 10 de noviembre de 2019. No quiere frenar las acusaciones contra ninguno de los políticos opositores ni tampoco actuar como el presidente Daniel Ortega en Nicaragua, impulsando el arresto de dirigentes de partidos políticos que gozan de popularidad, como Camacho y Mesa. Un camino intermedio parece ser ocuparse solamente de los objetivos «fáciles», como Marcos Pumari, cuyos días de gloria política ya habían pasado bastante antes de su detención.

Sin embargo, en caso de ser esta la estrategia, implica dejar a los demás dirigentes opositores (a Camacho y a Mesa, en particular) en el limbo jurídico, lo que podría impedir que el oficialismo supere alguna vez «la cantinela del golpe de Estado», como la llamó un político opositor. Al mismo tiempo, la falta de un cierre para la serie de acusaciones judiciales impide que el gobierno pueda plantearse un proyecto constructivo que reconcilie al país o al menos le «quite pólvora» a la polarización. «Tanto el oficialismo como la oposición están subordinando sus estrategias de más largo plazo a sus tácticas de confrontación», opina el sociólogo Fernando Mayorga.

Las encuestas muestran dos hechos contradictorios entre sí: mientras una parte creciente de la población está molesta por esta animosidad de los políticos, los dos bandos cuentan con un respaldo parecido (alrededor del 40% cada uno, aunque la oposición está dividida en varias facciones).

El problema ha demostrado ser demasiado complejo para las ideas y los recursos del gobierno. El presidente Arce es un reconocido economista pero carece del brillo político de su antecesor, Evo Morales. Arce ha dejado que «las cosas sucedan», sin tratar de organizarlas dentro de un plan premeditado e inteligible. Con ello, realmente nadie sabe, ni siquiera dentro del gobierno, si la persecución judicial irá más allá, hasta abarcar a las principales figuras de la oposición, o no. Es probable que esta incertidumbre siga existiendo durante todo el periodo presidencial. Esto ha llevado a varios analistas a pronosticar que la polarización se transformará en un mal crónico. En este momento, muchos otros países, de Estados Unidos a la Argentina, viven una parecida división social de largo plazo.

Por otra parte, Arce ha cometido un error importante, que ha afectado la estabilidad de su gobierno. Intentó aprobar una serie de leyes para ejecutar una estrategia de combate al lavado de dinero en Bolivia. La estrategia tenía un carácter tecnocrático; había sido copiada de las políticas europeas y resultaba atemorizante en un país en el que 70% de la economía es informal. Los empresarios informales, que en general habían apoyado al MAS, reaccionaron con un paro indefinido al que se sumaron los comités cívicos (los cuales forman la columna vertebral de la oposición boliviana).

Esta alianza, que hubiera sido impensable tiempo atrás, terminó haciendo retroceder al presidente. Este tuvo que retirar una de las leyes que pensaba aprobar y pedir a la Asamblea Legislativa que abrogara otra. Se mostró así como un gobernante «débil» (el calificativo que apareció en la prensa). Sin embargo, al mismo tiempo que se producía este conflicto, una encuesta indicaba que su popularidad superaba el 40%, lo que lo ponía muy por encima del resto de los políticos nacionales.

Como muestra este contraste, la «debilidad» del gobierno de Arce es en gran parte un efecto del aislamiento del MAS en el campo comunicacional y cultural. Poco después del paro, Evo Morales, en su condición de presidente de este partido, organizó una caminata de 180 kilómetros desde Caracollo (Oruro) hasta La Paz en apoyo al presidente. La marcha comenzó siendo menospreciada por los principales medios de prensa y terminó movilizando a decenas de miles de campesinos, vecinos pobres y trabajadores.

Mostró dos cosas a la vez: la gran fortaleza del MAS entre los sectores plebeyos y su alejamiento de la clase media urbana, de la que, como se sabe, salen los operadores periodísticos e intelectuales. Aunque el oficialismo cuenta con algunos medios estatales y privados, la inferioridad de su fuerza comunicacional ha sido evidente, en especial por el fuerte antagonismo en contra suya de los principales periódicos, televisoras y radios del país.

Si un extranjero llegara y basara su opinión sobre Bolivia en las columnas de la prensa, tendría que concluir que Arce se encuentra acorralado y no para de cometer abusos. La misma correlación de fuerzas desfavorable para el MAS se observa en las universidades, las instituciones de pensamiento y debate, etc.

Esta es otra expresión de la polarización sociológica del país. El grueso del electorado del MAS se halla en los segmentos que no han tenido 12 años de estudios básicos, es decir, que no han completado el bachillerato. Al contrario, la oposición tiene mucho más éxito en los sectores mejor educados del país.

El 15 de diciembre, un piquete de mujeres opositoras hizo una demostración en la puerta de un hotel de Santa Cruz donde, por convocatoria del Tribunal Supremo Electoral, cientos de intelectuales se reunían para analizar la polarización política boliviana. Las mujeres llevaban un cartel con la foto del presidente Arce y la leyenda «Gobierno fraudulento», y gritaban «Abajo el comunismo».

No se trataba de un hecho raro. La oposición, en particular en su facción más radical, cuestiona sistemáticamente al Tribunal Electoral, pese a que este fue elegido como parte del proceso de sustitución de Evo Morales, para organizar unas elecciones creíbles para los opositores.

El escepticismo de estos se debe a la historia última del país, en el que la acusación de fraude electoral ha sido central, y también al hecho de que, luego de intentar muchas vías distintas –desde el «voto útil» por la candidatura con mejores perspectivas de vencer al MAS, hasta la activación de procesos para suspender los derechos electorales de este partido–, la oposición, que siempre ha estado dividida y carece de líderes con influencia nacional, no logra derrotar en las urnas a su rival. Justifica su impotencia, entonces, retomando las sospechas de fraude y echándole la culpa al árbitro.

«Ambas partes sigue absorbidas por la confrontación de 2019. Mientras los opositores cuestionan la legitimidad de las elecciones (que ganó Arce) porque intentan reactivar el clivaje ‘democracia y dictadura’ que les dio éxito en 2019, el gobierno convierte cada iniciativa opositora en un ‘segundo golpe de Estado’», explica Mayorga.

Puesto que se miden los sectores populares con la clase media, el MAS se siente seguro de su mayoría numérica. Por otra parte, la oposición se fortalece y radicaliza por su primacía en los medios de comunicación, sus victorias en la lucha ideológica y su mayoría en las ciudades, especialmente en Santa Cruz de la Sierra. No es precisamente un empate, sino una dualidad de las fuentes de legitimidad, la cual impulsa el enfrentamiento político.

¿En qué terminará este? Nadie lo sabe. Algunos piensan en un escenario parecido al de Chile entre 1971 y 1973, periodo en el que se crearon las condiciones ideológicas y psicológicas para el golpe de Estado de Augusto Pinochet. Otros suponen que, pese al fracaso del esfuerzo opositor para echar al MAS del poder en 2020, el país ha entrado en un momento de transición entre el ciclo estatista y redistribuidor dirigido por Evo Morales y otro que todavía no termina de emerger.

A lo largo la historia boliviana, la desaparición política de un caudillo importante ha generado coyunturas de dispersión del poder, fragmentación social y disputas caóticas para determinar la forma en que aquel sería sustituido. El elemento singular de este momento reside en que Morales no ha desaparecido del panorama político. Todo lo contrario. Aunque las encuestas de popularidad lo ponen por detrás de Arce y del vicepresidente David Choquehuanca en adhesiones, la masiva y épica marcha que organizó hace poco mostró que sigue teniendo una fuerza política que no se puede menospreciar. Además, posee el control del partido de gobierno, lo que puede ser definitivo a la hora de definir el candidato para la elección de 2025.

Por otra parte, el sistema político boliviano es fuertemente presidencialista, lo que en los hechos pone a Arce en competencia con Morales por la conducción del próximo periodo gubernamental. Ya se habla del «arcismo», como una corriente dentro del MAS con sus propias dirigentes y características (ideología fuertemente estatista y anti-elitista con cierta tendencia tecnocrática, una combinación parecida a la del grupo de apoyo de Rafael Correa cuando era presidente de Ecuador). Si Arce optara por la reelección, algo que le permite la Constitución, es muy probable que el MAS se dividiría, pues no es un secreto para nadie que Morales quiere volver a candidatear en 2025.

Este deseo ya ha comenzado a generar rispideces entre el líder indígena y el presidente. Se sabe que ambos chocaron a raíz de la organización de la marcha ya mencionada, la cual devolvió a Evo Morales al centro de la actualidad informativa y le permitió lucir sus «músculos» como conductor de su partido. En público, sin embargo, se muestran bien avenidos. Morales no deja de reconocer en sus discursos la primacía de Arce –e incluso de Choquehuanca, que es su rival personal– en la vida institucional del país, y muchos de sus seguidores no han sido incorporados al Ejecutivo.

Morales sabe, como cualquier otro boliviano, que la única forma realista a corto plazo de que la oposición llegue democráticamente al poder pasa por la división del MAS en las próximas elecciones. Esta comprensión limita sus posibilidades de maniobra, igual que las de Arce. Sin embargo, las diferencias entre ambos, que comienzan a despuntar, podrían desarrollarse de tal manera que desbordaran el marco de prudencia dentro del que han actuado hasta ahora. El tiempo lo dirá.

*Periodista y escritor. Es autor, entre otros libros, de El pensamiento boliviano sobre los recursos naturales (Pulso, La Paz, 2009) e Historia contemporánea de Bolivia (Gente de Blanco, Santa Cruz de la Sierra, 2016). Es colaborador del diario español El País.

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