La derecha recorre Latinoamérica

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Un breve repaso por algunos países de la región nos permitirá ver cómo las estrategias comunicacionales y de los procedimientos de construcción discursiva aparecen de un modo transversal y recurrente.

La guerra fría a la peruana

Perú atraviesa una crisis política prolongada que tiene una de sus manifestaciones más notorias en la fragmentación del sistema de partidos y en la existencia de liderazgos igualmente fragmentados. El campo de la derecha tiene sus vasos comunicantes pero también se caracteriza por la heterogeneidad. Allí operan sectores que pueden definirse como liberales más clásicos, otros más bien populistas, sectores con raíces nacionalistas y también derechas extremas. Hay partidos tradicionales y nuevos, fuerzas que emergieron en el fujimorismo y grupos menos institucionalizados que se expresan sobre todo en redes sociales y en la acción directa.

Uno de los datos que dejó el balotaje presidencial de junio pasado fue el apoyo que Keiko Fujimori (Fuerza Popular) logró de sectores identificados con una oposición acérrima al régimen encabezado por su padre en los años ´90. Por el peso de su figura pública, ese viraje tuvo en el escritor Mario Vargas Llosa a uno de sus íconos más fuertes. En una columna publicada unos días después de la primera vuelta, el Premio Nobel no escatimó palabras para asociar a Pedro Castillo con la idea de una “dictadura comunista” que traería al país más pobreza. Hay que decir que el anticomunismo es un tópico central del discurso de las derechas peruanas. Núcleo discursivo que se potenció a partir de dos factores: la revitalización a nivel continental de un relato conspirativo con reminiscencias a la Guerra Fría y la sorpresiva proyección electoral de Castillo. En el caso peruano, desde los años ´90, de la mano de la política represiva del Estado fujimorista que tuvo como blanco prioritario a la organización Sendero Luminoso, ese anticomunismo quedó asociado además al “terrorismo” y desde allí derramó hacia el conjunto de la izquierda y la protesta social en general.

Desde otro sector, en la previa al balotaje, el congresista por Renovación Popular, vicealmirante Jorge Montoya Manrique, aseguraba que Perú se dirimía entre “vivir en democracia o vivir en comunismo”. Ligaba la performance de Castillo a “un plan del Foro de Sao Paulo” y sentenciaba: “necesitamos una alianza entre los partidos de derecha de todo el continente para frenar el avance del comunismo”.

Fujimori, por su parte, se refirió a Castillo como portador de un odio de clase que profundizaba la división entre lxs peruanxs y se presentó como “salvadora” y garante de la “unidad nacional”.

Estos discursos confluyeron en la construcción de un enemigo respecto del cual no se le reconoce legitimidad alguna para representar a sectores significativos de la población. De ese modo le dieron más aire a grupos, que con un discurso aún más radicalizado, llegaron a agredir físicamente a seguidores de Castillo. Entre estos sectores se destacan dos grupos, la Coordinadora Republicana y La Resistencia. Estos grupos tienen una fuerte intervención en redes sociales, cuentan con voceros en medios de comunicación y se dedican a realizar concentraciones de denuncias a periodistas y funcionarios. Muestran una prédica anticomunista, tienen lazos con secore fundamentalistas religiosos y defienden los valores de la “familia tradicional”.

El experimento neorreaccionario de El Salvador

Como hemos mencionado, una de las grandes novedades de la derecha continental es Nayib Bukele, quien lleva dos años y medio en la presidencia de El Salvador. Su llegada al gobierno y su perfil sólo pueden entenderse en el contexto de una profunda crisis de legitimidad de los partidos que se alternaron en el poder luego de los Acuerdos de Paz de 1992, ARENA y el FMLN. Con un accionar con nítidas reminiscencias al estilo Donald Trump, la comunicación política de su Gobierno y sus principales medidas evidencian un modo de construcción basado centralmente en el fortalecimiento de su liderazgo.

Su propuesta tiene tres pilares simbólicos bien claros. En primer lugar, la diferenciación y el cuestionamiento sistemático respecto de dicho bipartidismo. Define a los dirigentes políticos como los “mismos de siempre” y/o “los corruptos”. Incluso llegó a referirse a la guerra civil y a los Acuerdos de Paz como una “farsa”.  Segundo, Bukele se presenta como capaz de controlar la inseguridad y poner a raya al crimen organizado, encarnado fundamentalmente en “las maras”. Para ello su Plan de Control Territorial es una herramienta legal para acrecentar los recursos destinados a esa materia y para militarizar la vida cotidiana de la población. Tercero, la construcción de su imagen en tanto hombre fuerte, político jóven y empresario exitoso. Políticamente incorrecto (acorde a los preceptos de la Alt-right estadounidense) y sin formalismos, incluye además un componente religioso. Él se presenta como la garantía del cambio.

Otro rasgo característico que lo coloca como representante de la derecha emergente es la mixtura entre la utilización de redes sociales y ciertas acciones que constituyen grandes demostraciones de fuerza, que operan al límite de la institucionalidad democrática. En este sentido, hay hechos que son muy ilustrativos.

A comienzos de 2020 Bukele invocó el artículo 167 de la Constitución que faculta al Ejecutivo a convocar al Parlamento para sesionar con un tema único. En este caso, un préstamo del Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE), para financiar la Fase III del Plan de Control Territorial. Ante la negativa de la mayoría de lxs legisladorxs de ARENA y el FMLN de asistir a la sesión, Bukele militarizó la Asamblea Legislativa, y convocó a sus simpatizantes a que se concentran en las afueras del edificio. Tras un intenso discurso en el que trató de “criminales” y “sinvergüenzas” a lxs legisladores, el presidente entró al Parlamento y, frente a los asientos vacíos, oró. Al salir dijo que Dios le había pedido paciencia y anunció que le daba a lxs parlamentarixs un plazo de una semana para que se aprobase el préstamo, que terminó siendo aprobado con la única oposición del FMLN.

El 1° de mayo de este año asumió la nueva composición de la Asamblea Legislativa y en su primera sesión aprobó la destitución de los integrantes de la Sala de lo Constitucional y del fiscal general de la República, saltándose los mecanismos previstos por la Constitución y colocando en su lugar a funcionarios afines al presidente. Bukele justificó esas acciones aduciendo que son parte de un proceso de limpieza del sistema político y judicial que su liderazgo vino a imponer. Esto ameritó repudios internacionales, en particular, ha generado tensiones con el Gobierno de Estados Unidos, que llegó a plantearle a Bukele que revea la medida. Ante ese escenario apareció una nueva faceta discursiva por parte del presidente salvadoreño, caracterizada por el pragmatismo y la apelación al valor de la soberanía nacional. Bukele dejó atrás el discurso que destacaba a EEUU como aliado principal de El Salvador y pasó a hablar de la injerencia que estaba sufriendo su país. En este contexto, el gobierno salvadoreño resaltó la importancia de la provisión de vacunas provenientes de China y la cooperación lograda con el gigante asiático.

Lo viejo y lo nuevo en Uruguay

En este país se está dando la experiencia inédita de un gobierno de coalición que reúne a todo el arco político ubicado a la derecha del Frente Amplio. La llamada Coalición Multicolor está formada por los dos partidos tradicionales (Colorado y Nacional) y otras fuerzas de menor trayectoria. Entre ellas se destaca Cabildo Abierto, cuyo máximo referente es el General retirado Guido Manini Ríos. Este nuevo partido constituyó la sorpresa en las elecciones de 2019 al lograr representación en las cámaras de Diputados y Senadores.

En las principales acciones del gobierno encabezado por Luis Lacalle Pou y en el discurso de la coalición se evidencian elementos que son parte del ideario liberal más clásico y otros que actualizan las premisas del neoliberalismo. Junto a ellos aparecen una gama de discursos punitivistas y otras expresiones que demonizan a la izquierda y que incluso reivindican el papel de las dictaduras militares de los años ́70.

La hegemonía del Partido Nacional, con el presidente Lacalle Pou a la cabeza, está fuera de duda. Esto le da al gobierno un perfil de centroderecha, claramente pro empresarial, que se presenta como moderna y bien preparada para gestionar. El estilo de Lacalle Pou le da un rol central a las redes sociales y no pierde de vista la posibilidad de banalizar su propia labor al frente del Ejecutivo como forma de construir un personaje “cercano” a la gente, estrategia que en su momento definió la construcción del perfil público del ex presidente argentino, Mauricio Macri.

En ese contexto, los rasgos más nítidamente reaccionarios de la coalición quedan en un lugar subordinado pero no por eso menos relevante. De hecho, el solo hecho de que Cabildo Abierto haya obtenido representación parlamentaria y se haya convertido en un partido de gobierno legitima esas posiciones y coloca a sus socios mayoritarios en una situación de tener que dar cabida, por conveniencia o convicción, a una parte de las mismas.

El discurso oficial se construye con un blanco polémico, por momentos más o menos explícito, conformado por los tres gobiernos del Frente Amplio. Uno de los ejes centrales del discurso oficial es el de la libertad y la liberalización económica como vector de progreso económico. Algo que se complementa con el principio de la eficiencia fiscal, que además se constituye en uno de los principales tópicos para construir esa identidad anti frenteamplista. Tales elementos se pueden identificar en los criterios para gestionar la pandemia y se hacen visibles en el discurso que Lacalle Pou brindó ante el Parlamento al cumplirse un año de su asunción, en marzo pasado. Allí destacó a la libertad “como elemento central de la vida de una persona” y como “ faro necesario para toda acción del gobernante”. En ese marco destacó la estrategia de “apelar a la libertad responsable” como herramienta principal para enfrentar a la pandemia, principio que se combinó con la premisa de “cuidar los recursos para cuidar a la gente”.

Lacalle Pou también ha convertido en una bandera el hecho de que su gobierno pudo cumplir con las metas fiscales que se propuso “sin aumentar impuestos, algo que se afirmaba como de imposible cumplimiento”.

El otro gran eje discursivo y que también se puede ver materializado en acciones fundamentales del gobierno es el referido a la seguridad. De hecho, la coalición de gobierno impulsó en el primer tramo de su gestión el tratamiento de la Ley de Urgente Consideración (LUC), que fue aprobada en el Parlamento y que significó reformas sustantivas en esa materia. El propio Lacalle Pou destacaba en su discurso de balance el hecho de que con esa norma se hayan ampliado las condiciones para aplicar “la legítima defensa, se declararon ilegítimos los piquetes, se aumentaron las penas al narcotráfico y se creó el delito de resistencia al arresto”. Todas medidas que se suman a lo que definió como “un gran cambio de actitud con respecto al respaldo a la labor policial”.

En este sentido, en sus casi quinientos artículos, la LUC resume el imaginario que defiende la coalición de derecha que gobierna Uruguay. La inseguridad como problema central y la solución por vía punitivista, o sea aumento de penas y mayor respaldo legal a las fuerzas de seguridad; desregulación de la actividad económica y ajuste fiscal; debilitamiento del papel del sector público en la producción de bienes y servicios y concentración de facultades antes descentralizadas en el Ejecutivo; debilitamiento de los trabajadores frente a los empleadores y criminalización de la protesta.

Argentina y el antipopulismo del siglo XXI

En este caso, es muy claro cómo la ofensiva discursiva y práctica de los sectores dominantes tiene mucho de reacción ante la ampliación de derechos que encabezaron los gobiernos kirchneristas y el proceso de integración regional entre gobiernos progresistas y populares que tuvo lugar en los primeros tres lustros de este siglo. Asimismo, esa avanzada es contemporánea a la agudización de problemas económicos estructurales y a las limitaciones que evidenció la propia experiencia kirchnerista para recrear su proyecto político “posneoliberal”.

La última década se caracterizó por la instalación creciente de una agenda anclada en dos grandes ejes que mencionamos como parte de la agenda del empresariado: la lucha contra el autoritarismo, la inseguridad y la corrupción; y el impulso de la liberalización y la desregulación de la economía. La cúpula empresarial, fracciones tradicionales del sistema político y formaciones nuevas, junto con los principales medios de comunicación han convergido en un ciclo de enfrentamientos crecientes en el que han logrado incluso movilizar al calor de esas banderas, sobre todo, a importantes franjas de los sectores medios y altos de las grandes ciudades y de las zonas rurales más prósperas. El despliegue de ese bloque social generó condiciones propicias para el avance de un nuevo sentido común reaccionario.

En el terreno más estrictamente político vale destacar dos elementos. En 2015 llegó al Gobierno Nacional una coalición encabezada por Mauricio Macri y su partido PRO, una fuerza  que desde su surgimiento –y luego mientras gobernó la Ciudad de Buenos Aires– abonó a un perfil de “derecha moderna”, que renegaba de los grandes debates ideológicos y se nutrió principalmente del vocabulario del management político. A partir de 2015, el PRO y sus principales dirigentes pusieron en juego una agenda y formas discursivas más propias de una derecha clásica, combinadas con maneras de intervención que tensionan los límites de lo políticamente correcto. Una vez fuera de la presidencia desde 2019, y con la pandemia de por medio, ese proceso no hizo más que profundizarse.

El segundo elemento a destacar es la irrupción de formaciones que se ubican a la derecha del PRO y que se caracterizan por incorporar la incorrección política como estilo distintivo, al calor de los preceptos de las derechas alternativas de Estados Unidos y Europa. En el universo de esa “derecha de la derecha” ubicamos dos polos. Por un lado, el que tiene como referencias a los economistas liberales José Luis Espert y Javier Milei, quienes tienen altas probabilidades de convertirse en diputados nacionales en las elecciones de noviembre. Y por otro, un polo más ligado al catolicismo nacionalista y al evangelismo conservador, que tiene a la cabeza a figuras con pasado en el PRO, que por ahora han logrado una trascendencia menor.

Más allá de que su repercusión está en aumento, actualmente, el lugar de esta derecha radical en el escenario político local puede ser más significativo por su capacidad para incidir en la instalación de ciertos temas y por el efecto que pueda tener sobre la performance electoral de la alianza mayoritaria en el espacio de la derecha, que por la cuota de representación institucional que pueda lograr. Como mencionamos anteriormente, el gran empresariado no ve hoy una alternativa viable en estos agrupamientos.

Estas derechas hacen causa común en una serie de estrategias y dispositivos y se diferencian en otras. Comparten una agenda que podemos sintetizar en los tópicos “seguridad” y “antipopulismo”. Ante la “inseguridad” construyen un discurso punitivo y crecientemente xenófobo, sobre todo hacia el sector de trabajadorxs excluidxs del empleo formal. Este discurso busca legitimar y ampliar los márgenes de acción de las fuerzas de seguridad, y construye “culpables” a la manera en que otrora se construían enemigos internos sobre los que se buscaba volcar la violencia del aparato represivo de manera legítima. Esos culpables pueden ser, según las circunstancias, los pobres, los inmigrantes o los pueblos originarios.

Como históricamente ha ocurrido, estas derechas bregan por asociar el término “populismo” a otros cargados de un sentido negativo, como “corrupción” y “autoritarismo”. Aquí sumamos una novedad: la incorporación a esa cadena del significante “privilegios”. El “populismo” es presentado también como sinónimo de clientelismo y asistencialismo, y sobre esa operación se suma otra que plantea una demarcación entre quienes reciben la asistencia del estado y la gente de a pié que “trabaja y paga sus impuestos”. De ese modo, la derecha se apropia de la denuncia a los privilegios que históricamente formó parte de la acción de las izquierdas, para apuntar sobre los beneficios de una parte del pueblo trabajador. La contracara por la positiva es la apelación a todo un sentido común vinculado al esfuerzo individual y a criterios meritocráticos para deslegitimar en un mismo movimiento la idea misma de derechos universales (al empleo, la vivienda, la alimentación) y a la organización colectiva.

En este discurso común, hay que añadir un elemento que si bien opera en un segundo plano, para el caso argentino es muy significativo. Es el ataque al imaginario constituido por la lucha de los organismos de derechos humanos contra la impunidad de los crímenes de la última dictadura militar. Las variantes de la derecha local, empezando por los máximos exponentes del PRO, han tendido a vincular a esos organismos con la corrupción y si bien no llegan a plantear reivindicaciones explícitas del Terrorismo de Estado, como ocurre en otros países, sí han mantenido silencios cómplices con expresiones negacionistas.

Por otra parte, las formaciones más radicales se diferencian a partir de algunas operaciones discursivas fundamentales. En un nivel, existe una posición de enunciación específica que resulta de la combinación de estos tres elementos: la figura del nuevo outsider del sistema político, la idea de que el verdadero antagonismo es el que existe entre la gente común y los políticos, y –tal vez la más importante– la idea de que se necesita una fuerza antisistema. En otro nivel, es en el discurso de la nueva derecha que más circulación mediática y mejores resultados electorales ha alcanzado, donde las premisas del ultraliberalismo económico alcanzan mayor profundidad. El ataque a todo tipo de regulación de la economía, la idea de abolir los impuestos y el llamado a reducir al Estado a su más mínima expresión son los pilares fundamentales de una narrativa que se proyecta en nombre de la libertad, pero que en los hechos reivindica gobiernos de corte autoritario. Junto con esto, esa construcción discursiva se caracteriza por mezclar la referencia clásica a una edad de oro, ubicada en el caso argentino en el régimen oligárquico de fines del siglo XIX, con la alusión a una “utopía liberal”, con la que se pretende disputar los sentidos del futuro.  Esta posición es muy cercana al canon neorreaccionario que tiene en la ilustración oscura de Nick Land su construcción más acabada.

Brasil atrapado entre el neoliberalismo y el neofascismo

A simple vista, Brasil se presenta como otro de los laboratorios de la nueva derecha ¿Cómo entender la contradicción que se expresa entre un programa neoliberal clásico en lo económico y el exceso que produce en el sistema político brasileño Jair Bolsonaro? Podemos analizar este proceso como parte de una tensión discursiva que no parece resolverse con claridad. Mientras que los representantes del gran capital se ubican en el campo discursivo del neoliberalismo, valoran sus instituciones y avanzan en proyectos globalistas en lo concreto, el presidente exacerba sus giros discursivos neofascistas. Consideremos tres ejemplos concretos de estos elementos discursivos.

En primer lugar, ya desde su banca en el parlamento y más aún siendo presidente, Bolsonaro postula una posición anti-petista, anticomunista y discriminatoria de las posiciones de izquierda que se asemeja a lo que hemos dicho previamente del caso de Keiko Fujimori en Perú. La asociación de Lula Da Silva y las izquierdas en general a un proyecto continental nacido en el Foro de San Pablo y que tiene su expresión más evidente en el Castro-Chavismo.

En segundo lugar, aparece con claridad en su discurso una tentativa creciente de pasar por arriba el Estado de derecho. En el momento del impeachment a Dilma Rousseff,  el ahora presidente de Brasil dedicó su voto a favor de la destitución al coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, torturador de la ex presidenta durante los años de la dictadura militar. De allí en adelante las menciones celebratorias a la dictadura militar de Brasil se han multiplicado, lo cual permite ver el costado profundamente antidemocrático y de incorrección política que ha logrado correr transformar lo no decible en decible y correr hacia un punto más a la derecha la frontera discursiva.

Por su parte, en tercer lugar, el presidente de Brasil ha intentado por todos los medios vincularse a los grandes jugadores de la derecha alternativa de Estados Unidos. Durante los años de gobierno de Donald Trump ha expresado en una multiplicidad de ocasiones su apoyo y ha participado de encuentros de los reagrupamientos de la derecha global. El alineamiento a Estados Unidos va en clara contraposición al sector más pragmático del gobierno que, como dijimos, tiene la agenda del globalismo como posibilidad.

Por cuestiones de espacio, no profundizaremos aquí en estos elementos, pero al menos desde el punto de vista de las formaciones discursivas, podemos ubicar sus intervenciones en una agenda autoritaria, antipopular y represiva que remite en buena medida a las clásicas posiciones de las derechas golpistas latinoamericanas y, podríamos decir, su figura encarna una posición neofacista. Sin embargo, el gobierno de Brasil en sí, por lo que hemos comentado en relación a las tensiones que se desarrollan al interior de la burguesía brasileña e incluso de altos mandos militares, no es posible caracterizar al conjunto del gobierno con la categoría de neofascismo. En cierto sentido, de no ser por la unidad reaccionaria frente a las posibilidades de avance de un proyecto popular que pueda volver a conducir el poder estatal en Brasil, el poder económico buscaría otras alternativas más aceptables en términos democráticos.

The Tricontinental

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