#25N en Colombia: la violencia patriarcal como crimen de guerra – Por Diana Carolina Alfonso
Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.Por Diana Carolina Alfonso
A principios de la década del ochenta, empezaban a desgastarse gran parte de las puestas dictatoriales que se diseminaron por todo el continente tras el triunfo de la Revolución Cubana en 1960. En ese contexto, en 1981 se llevó adelante el Primer Encuentro Feminista de América Latina y el Caribe (EFALC) en Bogotá. El Plan Cóndor, financiado y articulado por el Departamento de Estado norteamericano, había aplastado las salidas revolucionarias por medio de un inusitado ejercicio del terrorismo de estado, coordinado continentalmente. En ese tramo de nuestra historia reciente fueron creadas nuevas formas de guerra y sujeción poblacional. La bandera anticomunista, como fachada de la ideología neocolonial de los Estados Unidos, dio paso a un patriarcado de guerra adiestrado casi uniformemente en la Escuela de las Américas. Por sus aulas han pasado por lo menos 83.000 varones militares latinoamericanos.
El primer EFALC definió conmemorar la lucha de tres mujeres dominicanas asesinadas por una de esas dictaduras conducidas desde los Estados Unidos. Hablamos de las hermanas Mirabal, militantes del Movimiento Revolucionario 14 de Junio, y del siniestro Rafael Leónidas Trujillo, más conocido como “El Chivo”. Fue así como se estableció el 25 de noviembre como el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Recordemos que un año antes, en 1980, Colombia suscribió a la Convención para la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW). En lo tocante a los derechos de las mujeres y disidencias, el campo normativo latinoamericano aún se encontraba yermo, aunque el ambiente político, económico y militar, evidenciaba un agravamiento de las condiciones de las mujeres, infancias y disidencias que sobrevivían -y sobreviven- en las periferias de la región. El auge de la concentración agraria en lo que se ha denominado la “Revolución Verde”, no puede entenderse sino es a través de la escritura de la violencia sobre los cuerpos de las campesinas. La reprimarización de nuestras economías es la consecuencia de un proyecto imperialista específico, en el que el patriarcado de guerra ha jugado un papel primordial.
En el marco de la “Revolución Verde” que coincide con el Plan Cóndor, la violencia sexual hacia las infancias y cuerpos feminizados, tomó un cáliz abrumadoramente capitalista. Como en el caso de las hermanas Mirabal, la violencia política de ese patriarcado militarista fue tan sólo una cara del proyecto neocolonial en expansión. De hecho, para la fecha en que se desarrolló el EFALC en Bogotá, ya se había puesto en marcha el Estatuto de Seguridad de Turbay, sin cuya normativa nos sería imposible historizar el advenimiento del paramilitarismo contemporáneo colombiano. Sobre aquella trayectoria mercenaria, se insertaron las estructuras paraestatales que harían de la violencia sexual una fuente de pedagogía de masas, un botín de guerra, y una práctica social genocida tendiente a la rearticulación de las economías locales.
APROPIACIÓN Y DESCARTABILIDAD
Según el último informe de Human Right Watch, cerca de 8.5 millones de familias colombianas sufren el desplazamiento forzado. Eso, sin sumar los casi 8 millones más que viven fuera del país. Estamos hablando de alrededor de 17 millones de colombianes que viven en la trashumancia. Las causas estructurales de esa expulsión deben buscarse en la compulsión apropiativa del modelo hacendatario y oligárquico de nuestra república.
La ley de reforma agraria de 1961 propuso un amplio proceso de redistribución agraria con mecanismos como la titulación de tierras baldías a las familias colonizadoras. Hasta 1986 sólo 11,2 por ciento de los adjudicatarios eran mujeres. Recién con la ley de pseudo reforma agraria de 1988 se reconoció el derecho de la mujer a la tierra. En otras palabras, para la época en que se desarrolló el EFALC, el 90% de la titulación de las tierras colonizadas se encontraba en manos de varones campesinos. Si a la masculinización de la propiedad de la tierra sumamos el paramilitarismo contemporáneo, tendremos un panorama más preciso sobre las brechas de género fomentadas por el patriarcado de guerra, solamente en el entorno rural, quizás el más afectado.
En últimas, el desplazamiento forzado, la concentración agraria y el ejercicio masculino de la violencia, se sintetizan en una fórmula en la que ya no sólamente se usan los cuerpos como escenarios de apropiación, sino como elementos de descartabilidad. De ahí la radicalización de las tácticas de tortura sobre los cuerpos feminizados. Por este motivo, las violencias contra las mujeres, infancias y disidencias ,en los marcos de guerra que vivimos, deben asumirse como crímenes de guerra, nunca más como “crímenes pasionales”.
NORMATIVAS ¿PARA QUÉ?
Pese a su propia tragedia humanitaria, el Estado colombiano es un fiel firmante de cuanta normativa humanitaria internacional. En nuestro país existen varias leyes que apelan al resarcimiento de las desigualdades históricas entre géneros. La Ley 1257 de 2008 “dicta normas de sensibilización, prevención y sanción de formas de violencia y discriminación contra las mujeres”, y la promulgación de la Ley 1761 de 2015 o –Ley Rosa Elvira Cely–tipifica el feminicidio como un delito autónomo y dicta otras disposiciones. En medio de los Diálogos de Paz, se constituyó la Ley 1719, que “garantiza el acceso a la justicia de las víctimas de violencia sexual, en especial cuando se da con ocasión del conflicto armado”.
No obstante la normativa, es evidente que el Estado no presta ninguna garantía para su aplicabilidad.
El caso de la periodista Jineth Bedoya, en el que se responsabiliza a agentes del Estado por persecución, tortura y violación, dejó en evidencia la falta de pericia institucional, la complicidad y el talante revictimizador de los garantes del orden. Según la misma Corte IDH, en la que se llevaron adelante las audiencias del proceso, los protocolos y ordenamientos jurídicos expuestos por la representante de la Fiscalía, María Ospina, no son operativos ni conducentes.
La cohabitación entre el Estado y las estructuras militares y económicas al margen de la ley se expresa en la desconfianza de las víctimas hacia las instituciones estatales. Según la Unidad para la Atención y Reparación Integral de las Víctimas, el conflicto armado ha dejado más de 27.000 mujeres y personas LGBT+ víctimas de violencia sexual. Empero, la Corte Constitucional reconoció, en el 2015, que la impunidad en el sistema de justicia ronda el 98 por ciento. Además de la desconfianza, el subregistro devela el efecto de la revictimización.
Un informe del Centro Nacional de Memoria Histórica reveló que la Ley de Justicia y Paz, o Ley 975, para la desmovilización del paramilitarismo durante el gobierno Uribe, no brindó herramientas para la reparación integral de las víctimas. Por el contrario, la metodología de las salas penales puso en primera escena el relato de los victimarios.
En estas condiciones la salida sólo puede ser colectiva y feminista. Es decir, hermanada y activa.